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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia-ficción

Viaje alucinante (8 page)

BOOK: Viaje alucinante
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Dezhnev consiguió una torpe inclinación y dijo:

–He oído hablar de usted, doctor Morrison. El académico Shapirov lo ha mencionado con frecuencia.

Morrison murmuró fríamente:

–Me siento halagado... Pero, dígame, doctora Boranova, si esta sirvienta la irrita tanto, debería ser fácil hacerla trasladar o remplazar.

–En realidad no, camarada americano –contestó Dezhnev con una risotada–, como supongo que lo habrá llamado.

–Bueno, no.

–Entonces lo hubiera hecho tarde o temprano, de no haberla interrumpido nosotros. Sospecho que esa mujer puede ser una agente y que nos vigila de cerca.

–Pero, ¿por qué...?

–Porque en un trabajo como el nuestro, no se puede confiar del todo en nadie. Cuando ustedes, los americanos, están dedicados a un nuevo experimento científico, ¿no los tienen bajo severa vigilancia?

–No lo sé –contestó secamente Morrison–. Nunca he estado metido en ese tipo de experimentos por los que se haya interesado mi Gobierno... Pero lo que le iba a preguntar es, ¿por qué obra así esta mujer, si se trata de un agente de Información?

–Posiblemente, es agente provocadora. Decir cosas increíbles y ver cómo puede sonsacárselas a otros.

–Bueno, es su problema, no es el mío.

–Como bien dice –prosiguió Dezhnev y volviéndose a Boranova, dijo–: Natasha, ¿ya se lo ha dicho?

–Por favor, Arkady...

–Venga, Natasha. Como mi padre solía decir: «Si vas a arrancar un diente, haces mal en arrancárselo despacio» Digámoselo.

–Le he dicho que estamos involucrados en la miniaturización.

–¿Eso es todo? –insistió Dezhnev. Se sentó, acercó su silla a la de Morrison y se inclinó sobre él. Morrison, que vio su espacio invadido, retrocedió maquinalmente. Pero Dezhnev se le acercó más y le dijo–: Camarada americano, mi amiga Natasha es una romántica y está convencida de que querrá usted ayudarnos por amor a la Ciencia. Tiene la impresión de que podemos persuadirlo de que haga alegremente lo que hay que hacer. Está equivocada. No se dejará persuadir más de lo que lo hizo para que viniera voluntariamente.

–Arkady, está siendo de lo más grosero –saltó Boranova.

–No, Natasha. Estoy siendo sincero, que a veces viene a ser lo mismo. Doctor Morrison..., o Albert, para evitar formalismos que odio. –Se estremeció dramáticamente–. Como no lo van a persuadir y como no disponemos de tiempo, hará lo que queremos a la fuerza, del mismo modo que cuando lo trajimos aquí.

–Arkady, me prometió que no... –interrumpió Boranova.

–No me importa. He pensado mucho desde que se lo prometí y he decidido que el americano debe saber lo que le espera. Será mucho más fácil para nosotros..., y más fácil para él también.

Morrison miró de uno a otra y se le agarrotó la garganta tanto que le costaba respirar. Fuera lo que fuese lo que hubieran planeado para él, comprendió que no tendría ninguna elección.

Morrison siguió en silencio mientras Dezhnev, indiferente, se dedicaba a engullir su desayuno con fruición.

El comedor se había ido vaciando y la sirvienta, Valeri Paleron, iba retirando los restos y pasando el trapo a sillas y mesas.

Dezhnev interceptó su mirada, la llamó y le indicó que debía vaciar su mesa.

–¿De modo que no tengo elección? –declaró Morrison–. ¿En relación a qué?

–¡Ya! ¿Es que Natasha tampoco se lo ha dicho? –tronó Dezhnev.

–Me dijo en varias ocasiones que iba a verme metido en problemas de miniaturización. Pero yo sé, y usted también sabe, que no hay más de miniaturización que el de tratar de transformar una imposibilidad en hecho..., y yo no puedo ayudarlos en esto. Lo que quiero saber es qué quieren
realmente
que yo haga.

Dezhnev pareció divertido, y quiso saber:

–¿Por qué cree que la miniaturización es imposible?

–Porque lo es.

–¿Y si le digo que ya la tenemos?

–¡Entonces les diré que me lo demuestren!

Dezhnev se volvió a Boranova, que respiró profundamente, y asintió con un movimiento de cabeza. Luego se puso de pie diciendo:

–Venga. Lo llevaremos a la Gruta.

Morrison se mordió los labios, inquieto. Las pequeñas frustraciones se le hacían inmensas.

–No conozco la palabra rusa que ha utilizado.

–Disponemos de un laboratorio subterráneo –explicó Boranova–. Lo llamamos «la Gruta» Es una de nuestras palabras poéticas, no utilizada en conversaciones corrientes. Es la sede de nuestro proyecto de miniaturización.

Afuera los esperaba un pequeño jet de aire. Morrison parpadeó adaptando sus ojos a la luz. Miró el jet con curiosidad. Carecía de la decoración de los modelos americanos y parecía algo así como un trineo con pequeños asientos y un motor complejo, adelante. Sería absolutamente inútil con frío o lluvia y se preguntó si aquella gente tendría un modelo cerrado para casos de mal tiempo. Quizás éste era sólo para el verano.

Dezhnev se ubicó en los controles y Boranova indicó a Morrison el asiento detrás de Dezhnev, sentándose ella a su derecha. Se volvió a los guardias y les dijo:

–Vuelvan al hotel y espérennos allí. A partir de ahora toda la responsabilidad es nuestra. –Y les entregó un papel impreso en el que había estampado su firma, la fecha y, después de consultar su reloj de pulsera, la hora.

Cuando llegaron a Malenkigrad Morrison descubrió que, en efecto, era una ciudad pequeña, tanto de hecho como de nombre. Había hileras de casas, todas ellas de dos pisos, mortalmente iguales entre sí. La ciudad se había edificado claramente en beneficio de los que trabajaban en el proyecto, fuera cual fuese lo que ocultaban bajo el cuento de la miniaturización, y lo habían construido sin indebido derroche. Cada casa tenía su propia huerta y las calles, aunque pavimentadas, tenían aspecto de inacabadas.

El pequeño aparato, avanzando sobre los chorros de aire que presionaban el suelo, levantaba nubes de polvo que quedaban en su mayor parte tras ellos al avanzar sin tropiezos. Morrison pudo ver que incomodaba a los peatones que circulaban ya que todos se apartaban al acercárseles. Morrison comprendió de lleno su incomodidad cuando se cruzaron con otro jet que avanzaba en dirección contraria y los inundó de polvo.

Boranova pareció divertida. Tosió y explicó:

–No se preocupe. Pronto nos aspirarán.

–¿Que nos aspirarán? –preguntó Morrison, tosiendo también.

–Sí, no tanto por nosotros, porque podemos vivir con un poco de polvo, pero la Gruta debe estar razonablemente libre de él.

–Y mis pulmones también. ¿No sería mejor que estos jets fueran carrozados?

–Nos prometen envíos de modelos más perfeccionados y tal vez lleguen algún día. Entretanto, ésta es una ciudad nueva y edificada en la estepa donde el clima es árido. Tiene sus ventajas..., y sus desventajas. Los colonos cultivan verduras, como ha podido ver, y tienen algunos animales también, pero la agricultura a gran escala debe esperar a que la comunidad sea mayor y disponga de un sistema de irrigación. De momento, no importa. Lo que sí nos importa es la miniaturización.

Morrison sacudió la cabeza y comentó:

–Habla con tanta frecuencia de la miniaturización y con tanta seriedad, que casi podría engañarme para que la creyera.

–Créalo. Presenciará la demostración que ha arreglado Dezhnev.

Desde su sitio en los controles, Dezhnev añadió:

–Y me costó hacerlo. Tuve que volver a hablar con el Comité Central de Coordinación..., así les caiga el poco pelo que les queda. Como solía decir mi padre: «Se inventaron los monos porque hacían falta políticos» ¿Cómo es posible estar sentados a dos mil kilómetros de distancia y tomar decisiones...?

El jet siguió deslizándose suavemente hasta llegar el brusco final de la ciudad y al macizo rocoso y achatado que de pronto surgió ante ellos.

–La Gruta –anunció Boranova– está dentro de este macizo. Tenemos todo el espacio que necesitamos, nos libra de las variaciones atmosféricas y es impenetrable a la vigilancia aérea, incluso a los satélites espías.

–Los satélites son ilegales –declaró Morrison indignado.

–Simplemente es ilegal
llamarlos
satélites espías –tronó Dezhnev.

El jet se inclinó al girar y luego aterrizó a la sombra de una hendidura en la cara del macizo.

–Fuera todo el mundo –ordenó Dezhnev.

Dio unos pasos hacia delante seguido de los otros dos, y se abrió una puerta lateral. Morrison no vio cómo había ocurrido.

No parecía una puerta sino parte integral de la pared rocosa. Se abrió igual que la caverna de los cuarenta ladrones cuando se decían las palabras «Ábrete, Sésamo»

Dezhnev se hizo a un lado e indicó a Boranova y a Morrison que entraran. Morrison pasó de la luz radiante de la mañana a una estancia casi en penumbra a la que sus ojos tardaron medio minuto en adaptarse. No era una cueva de ladrones sino una estructura cuidadosamente elaborada.

A Morrison le pareció como si hubiera pasado de la Tierra a la Luna. Jamás había estado en la Luna, por supuesto, pero estaba familiarizado, como virtualmente todo el mundo, con las instalaciones lunares subterráneas. Esto tenía precisamente ese aire de otro mundo excepto en que la gravedad era la de la Tierra normal.

IV. LA GRUTA

Lo pequeño puede ser hermoso: un águila puede a veces estar hambrienta, un canario jamás.

DEZHNEV, padre

En un lavabo grande y bien iluminado, Boranova y Dezhnev empezaron a despojarse de sus prendas exteriores. Morrison, alarmado ante la perspectiva, titubeó. Boranova le dirigió una sonrisa:

–Puede conservar su ropa interior, doctor Morrison. Quítese todo lo demás, excepto los zapatos, y métalo todo en esta cesta. Supongo que no lleva nada en los bolsillos. Ponga sus zapatos al pie de la cesta. Para cuando salgamos todo estará perfectamente limpio y listo para el uso.

Morrison hizo lo que se le indicó, tratando de no fijarse en que Boranova tenía un cuerpo opulento, de lo que parecía no estar totalmente enterada. «Asombroso –se dijo–, lo que la ropa puede encubrir cuando no está diseñada para poner en evidencia. »

Comenzaron a lavarse con abundante aplicación de jabón. Caras, orejas y brazos hasta el codo. Luego se cepillaron rabiosamente el cabello. Otra vez Morrison pareció dudar y Boranova, leyendo su pensamiento, explicó:

–Los cepillos se limpian después de cada utilización, doctor Morrison. No sé lo que habrá leído sobre nosotros, pero algunos comprendemos bien lo que es la higiene.

–¿Todo esto para entrar en la Gruta? –preguntó Morrison–. ¿Y hacen lo mismo todas las veces?

–Cada vez. Por eso nadie entra sólo un momento. Incluso estando ya dentro, hay abluciones frecuentes. Puede que le desagrade el próximo paso, doctor Morrison. Cierre los ojos, respire profundamente, procure contener el aliento, si puede. Sólo durará un minuto.

Morrison siguió las órdenes y se encontró fuertemente sacudido por un aire giratorio. Se tambaleó violentamente y tropezó con uno de los cestos. Se agarró con fuerza. Pero, tan inesperadamente como comenzó, cesó.

Abrió los ojos. Dezhnev y Boranova tenían los pelos de punta. Tanteó el suyo y supo que debía tener el mismo aspecto. Alargó la mano en busca del cepillo.

–Déjelo –aconsejó Boranova–. Todavía queda más por pasar.

–Pero, ¿por qué tanta cosa? –Morrison descubrió que tenía que aclararse la garganta un par de veces antes de poder hablar.

–Mencioné que nos aspirarían el polvo, pero ésta es sólo la primera fase del proceso limpiador. Por esta puerta, por favor. –Y se la mantuvo abierta.

Morrison salió a un corredor angosto pero bien iluminado; las paredes resplandecían fotoluminiscentemente. Alzó las cejas y dijo:

–Muy bonito.

–Sirve para ahorrar energía –aclaró Dezhnev–, y esto es muy importante. ¿O se refiere al avance técnico? Los americanos parecen llegar a la Unión Soviética esperando que todo sean lámparas de petróleo. –Se rió entre dientes y añadió–: Confieso que no los hemos alcanzado en ciertos aspectos. Nuestros burdeles son muy primitivos, comparados con los suyos.

–Me devuelve el golpe, sin haber sido antes golpeado –observó Morrison–. Esto indica una conciencia poco limpia. Si estaba ansioso por demostrarme una tecnología avanzada, podría indicarle que sería muy fácil pavimentar la avenida que va de Malenkigrad a la Gruta y servirse de jets cerrados. No necesitaríamos todo esto.

El rostro de Dezhnev se ensombreció, pero Boranova cortó al instante:

–El doctor Morrison tiene toda la razón. No me gusta su idea de que es imposible ser sincero sin ser grosero. Si no puede ser a la vez sincero y cortés, mantenga la boca cerrada.

Dezhnev esbozó una sonrisa compungida:

–¿Qué es lo que he dicho? Por supuesto que el doctor americano tiene razón, pero ¿qué podemos hacer cuando las decisiones las toman un grupo de imbéciles en Moscú, que ahorran algunos céntimos sin pensar en las consecuencias? Como decía mi anciano padre: «El problema con la economía es que puede resultar muy cara»

–Es la pura verdad –asintió Boranova–. Podríamos ahorrar mucho dinero, doctor Morrison, gastándolo en mejores carreteras y mejores jets, pero no es siempre fácil persuadir a los que sujetan los cordones de la bolsa. Seguro que tienen el mismo problema en América.

Sin dejar de hablar indicó a Morrison que la siguiera a un cuartito. Al cerrarse la puerta tras ellos, Dezhnev alargó un brazalete a Morrison.

–Permítame que se lo sujete a la muñeca izquierda. Cuando nos vea levantar los brazos, levante también los suyos.

Morrison notó que su peso disminuía momentáneamente al descender el suelo del cuarto.

–Un ascensor –observó.

–Suposición acertada –rezongó Dezhnev. Luego se cubrió la boca con la mano y añadió–: Pero, no debo ser grosero.

Se detuvieron sin la menor sacudida y se abrió la puerta del ascensor.

–¡Identificación! –oyeron una voz autoritaria.

Dezhnev y Boranova levantaron las manos. Morrison hizo lo mismo. Bajo la luz violeta que de pronto inundó el ascensor, los tres brazaletes mostraron un dibujo brillante que, según Morrison notó, no eran del todo iguales.

Les hicieron pasar a otro corredor y a una habitación que era a la vez caliente y húmeda.

–Necesitamos una última limpieza, doctor Morrison –le dijo Boranova–. Estamos acostumbrados a ello y desnudarse es una rutina para nosotros. Es más fácil, y ahorra tiempo, hacerlo en grupo.

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