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Authors: Michael Foucault

Vigilar y Castigar (35 page)

BOOK: Vigilar y Castigar
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El siglo XVIII inventó las técnicas de la disciplina y del examen, un poco sin duda como la Edad Media inventó la investigación judicial. Pero por caminos completamente distintos. El procedimiento de investigación, vieja técnica fiscal y administrativa, se había desarrollado sobre todo con la reorganización de la Iglesia y el incremento de los Estados regidos por príncipes en los siglos XII y XIII. Entonces fue cuando penetró con la amplitud que conocemos en la jurisprudencia de los tribunales eclesiásticos, y después en los tribunales laicos. La investigación como búsqueda autoritaria de una verdad comprobada o atestiguada se oponía así a los antiguos procedimientos del juramento, de la ordalía, del duelo judicial, del juicio de Dios o también de la transacción entre particulares. La investigación era el poder soberano arrogándose el derecho de establecer la verdad por medio de cierto número de técnicas reguladas. Ahora bien, si la investigación, desde ese momento, formó cuerpo con la justicia occidental (y hasta nuestros días), no hay que olvidar ni su origen político, su vínculo con el nacimiento de los Estados y de la soberanía monárquica, ni tampoco su desviación ulterior y su papel en la formación del saber. La investigación, en efecto, ha sido la pieza rudimentaria, sin duda, pero fundamental para la constitución de las ciencias empíricas; ha sido la matriz jurídico-política de este saber experimental, del cual se sabe bien que fue muy rápidamente desbloqueado a fines de la Edad Media. Es quizá cierto que las matemáticas, en Grecia, nacieron de las técnicas de la medida; las ciencias de la naturaleza, en todo caso, nacieron por una parte, a fines de la Edad Media, de las prácticas de la investigación. El gran conocimiento empírico que ha recubierto las cosas del mundo y las ha trascrito en la ordenación de un discurso indefinido que comprueba, describe y establece los "hechos" (y esto en el momento en que el mundo occidental comenzaba la conquista económica y política de ese mismo mundo) tiene sin duda su modelo operatorio en la Inquisición —esa inmensa invención que nuestra benignidad reciente ha colocado en la sombra de nuestra memoria. Ahora bien, lo que esa investigación político-jurídica, administrativa y criminal, religiosa y laica fue para las ciencias de la naturaleza, el análisis disciplinario lo ha sido para las ciencias del hombre. Estas ciencias con las que nuestra "humanidad" se encanta desde hace más de un siglo tienen su matriz técnica en la minucia reparona y aviesa de las disciplinas y de sus investigaciones. Éstas son quizá a la psicología, a la psiquiatría, a la pedagogía, a la criminología, y a tantos otros extraños conocimientos, lo que el terrible poder de investigación fue al saber tranquilo de los animales, de las plantas o de la tierra. Otro poder, otro saber. En el umbral de la época clásica, Bacon, el hombre de la ley y del Estado, intentó hacer la metodología de la investigación en lo referente a las ciencias empíricas. ¿Qué Gran Vigilante hará la del examen, en cuanto a las ciencias humanas? A menos que, precisamente, no sea posible. Porque, si bien es cierto que la investigación, al convertirse en una técnica para las ciencias empíricas, se ha desprendido del procedimiento inquisitorial en que históricamente enraizaba, en cuanto al examen, ha quedado muy cerca del poder disciplinario que lo formó. Es todavía y siempre una pieza intrínseca de las disciplinas. Como es natural, parece haber sufrido una depuración especulativa al integrarse a ciencias como la psiquiatría y la psicología. En efecto, lo vemos, bajo la forma de
tests,
de conversaciones, de interrogatorios, de consultas, rectificar en apariencia los mecanismos de la disciplina: la psicología escolar está encargada de corregir los rigores de la escuela, así como la conversación médica o psiquiátrica está encargada de rectificar los efectos de la disciplina de trabajo. Pero no hay que engañarse; estas técnicas no hacen sino remitir a los individuos de una instancia disciplinaria a otra, y reproducen, en una forma concentrada o formalizada, el esquema de poder-saber propio de toda disciplina.
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La gran investigación que ha dado lugar a las ciencias de la naturaleza se ha separado de su modelo político-jurídico; el examen en cambio sigue inserto en la tecnología disciplinaria.

El procedimiento de investigación en la Edad Media se ha impuesto a la vieja justicia acusatoria, pero por un proceso venido de arriba; en cuanto a la técnica disciplinaria, ha invadido, insidiosamente y como por abajo, una justicia penal que es todavía, en su principio, inquisitoria. Todos los grandes movimientos de desviación que caracterizan la penalidad moderna —la problematización del criminal detrás de su crimen, la preocupación por un castigo que sea una corrección, una terapéutica, una normalización, la división del acto de juzgar entre diversas instancias que se suponen medir, apreciar, diagnosticar, curar, trasformar a los individuos—, todo esto revela la penetración del examen disciplinario en la inquisición judicial.

Lo que en adelante se impone a la justicia penal como su punto de aplicación, su objeto "útil", no será ya el cuerpo del culpable alzado contra el cuerpo del rey; no será tampoco el sujeto de derecho de un contrato ideal; sino realmente el individuo disciplinario. El punto extremo de la justicia penal bajo el Antiguo Régimen era el troceado infinito del cuerpo del regicida: manifestación del poder más fuerte sobre el cuerpo del criminal más grande, cuya destrucción total hace manifestarse el crimen en su verdad. El punto ideal de la penalidad hoy día sería la disciplina indefinida: un interrogatorio que no tuviera término, una investigación que se prolongara sin límite en una observación minuciosa y cada vez más analítica, un juicio que fuese al mismo tiempo la constitución de un expediente jamás cerrado, la benignidad calculada de una pena que estaría entrelazada a la curiosidad encarnizada de un examen, un procedimiento que fuera a la vez la medida permanente de una desviación respecto de una norma inaccesible y el movimiento asintótico que obliga a coincidir con ella en el infinito. El suplicio da fin lógicamente a un procedimiento impuesto por la Inquisición. El sometimiento a "observación" prolonga naturalmente una justicia invadida por los métodos disciplinarios y los procedimientos de examen. ¿Puede extrañar que la prisión celular con sus cronologías ritmadas, su trabajo obligatorio, sus instancias de vigilancia y de notación, con sus maestros de normalidad, que relevan y multiplican las funciones del juez, se haya convertido en el instrumento moderno de la penalidad? ¿Puede extrañar que la prisión se asemeje a las fábricas, a las escuelas, a los cuarteles, a los hospitales, todos los cuales se asemejan a las prisiones?

PRISIÓN
I. UNAS INSTITUCIONES COMPLETAS Y AUSTERAS

La prisión es menos reciente de lo que se dice cuando se la hace nacer con los nuevos Códigos. La forma-prisión prexiste a su utilización sistemática en las leyes penales. Se ha constituido en el exterior del aparato judicial, cuando se elaboraron, a través de todo el cuerpo social, los procedimientos para repartir a los individuos, fijarlos y distribuirlos espacialmente, clasificarlos, obtener de ellos el máximo de tiempo y el máximo de fuerzas, educar su cuerpo, codificar su comportamiento continuo, mantenerlos en una visibilidad sin lagunas, formar en torno de ellos todo un aparato de observación, de registro y de notaciones, constituir sobre ellos un saber que se acumula y se centraliza. La forma general de un equipo para volver a los individuos dóciles y útiles, por un trabajo preciso sobre su cuerpo, ha diseñado la institución-prisión, antes que la ley la definiera como la pena por excelencia. Hay, en el viraje decisivo de los siglos XVIII y XIX, el paso a una penalidad de detención, es cierto; y ello era algo nuevo. Pero se trataba de hecho de la apertura de la penalidad a unos mecanismos de coerción elaborados ya en otra parte. Los "modelos" de la detención penal —Gante, Gloucester, Walnut Street— marcan los primeros puntos posibles de esta transición, más que innovaciones o puntos de partida. La prisión, pieza esencial en el arsenal punitivo, marca seguramente un momento importante en la historia de la justicia penal: su acceso a la "humanidad". Pero también un momento importante en la historia de esos mecanismos disciplinarios que el nuevo poder de clase estaba desarrollando: aquel en que colonizan la institución judicial. En el viraje de los dos siglos, una nueva legislación define el poder de castigar como una función general de la sociedad que se ejerce de la misma manera sobre todos sus miembros, y en la que cada uno de ellos está igualmente representado; pero al hacer de la detención la pena por excelencia, esa nueva legislación introduce procedimientos de dominación característicos de un tipo particular de poder. Una justicia que se dice "igual", un aparato judicial que se pretende "autónomo", pero que padece las asimetrías de las sujeciones disciplinarias, tal es la conjunción de nacimiento de la prisión, "pena de las sociedades civilizadas".
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Puede comprenderse el carácter de evidencia que la prisión-castigo ha adquirido desde muy pronto. Ya en los primeros años del siglo XIX se tendrá conciencia de su novedad; y sin embargo, ha aparecido tan ligada, y en profundidad, con el funcionamiento mismo de la sociedad, que ha hecho olvidar todos los demás castigos que los reformadores del siglo XVIII imaginaron. Pareció sin alternativa, y llevada por el movimiento mismo de la historia: "No ha sido la casualidad, no ha sido el capricho del legislador los que han hecho del encarcelamiento la base y el edificio casi entero de nuestra escala penal actual: es el progreso de las ideas y el suavizamiento de las costumbres."
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Y si, en poco más de un siglo, el clima de evidencia se ha trasformado, no ha desaparecido. Conocidos son todos los inconvenientes de la prisión, y que es peligrosa cuando no es inútil. Y sin embargo, no se "ve" por qué remplazaría. Es la detestable solución de la que no sabría hacerse la economía.

Esta "evidencia" de la prisión de la que nos separamos tan mal se funda, en primer lugar, sobre la forma simple de la "privación de libertad". ¿Cómo podría dejar de ser la prisión la pena por excelencia en una sociedad en que la libertad es un bien que pertenece a todos de la misma manera y al cual está apegado cada uno por un sentimiento "universal y constante"?
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Su pérdida tiene, pues, el mismo precio para todos; mejor que la multa, la prisión es el castigo "igualitario". Claridad en cierto modo jurídica de la prisión. Además permite cuantificar exactamente la pena según la variable del tiempo. Hay una forma-salario de la prisión que constituye, en las sociedades industriales, su "evidencia" económica. Y le permite aparecer como una reparación. Tomando el tiempo del condenado, la prisión parece traducir concretamente la idea de que la infracción ha lesionado, por encima de la víctima, a la sociedad entera. Evidencia económico-moral de una penalidad que monetiza los castigos en días, en meses, en años, y que establece equivalencias cuantitativas delitos-duración. De ahí la expresión tan frecuente, tan conforme con el funcionamiento de los castigos, aunque contraria a la teoría estricta del derecho penal, de que se está en la prisión para "pagar su deuda". La prisión es "natural", como es "natural" en nuestra sociedad el uso del tiempo para medir los intercambios.

Pero la evidencia de la prisión se funda también sobre su papel, supuesto o exigido, de aparato de trasformar los individuos. ¿Cómo no sería la prisión inmediatamente aceptada, ya que no hace al encerrar, al corregir, al volver dócil, sino reproducir, aunque tenga que acentuarlos un poco, todos los mecanismos que se encuentran en el cuerpo social? La prisión: un cuartel un tanto estricto, una escuela sin indulgencia, un taller sombrío; pero, en el límite, nada de cualitativamente distinto.
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Este doble fundamento —jurídico-económico de una parte, técnico-disciplinario de otra— ha hecho aparecer la prisión como la forma más inmediata y más civilizada de todas las penas. Y es este doble funcionamiento el que le ha dado inmediatamente su solidez. Una cosa es clara, en efecto: la prisión no ha sido al principio una privación de libertad a la cual se le confiriera a continuación una función técnica de corrección; ha sido desde el comienzo una "detención legal" encargada de un suplemento correctivo, o también, una empresa de modificación de los individuos que la privación de libertad permite hacer funcionar en el sistema legal. En suma, el encarcelamiento penal, desde el principio del siglo XIX, ha cubierto a la vez la privación de la libertad y la trasformación técnica de los individuos.

Recordemos cierto número de hechos. En los Códigos de 1808 y de 1810, y las medidas que los precedieron o siguieron inmediatamente, la prisión no se confunde jamás con la simple privación de libertad. Es, o debe ser en todo caso, un mecanismo diferenciado y finalizado. Diferenciado puesto que no debe tener la misma forma, según se trate de un acusado o de un condenado, de un internado en un correccional o de un criminal; cárcel, correccional, prisión central deben corresponder en principio, sobre poco más o menos, a estas diferencias, y asegurar un castigo no sólo graduado en intensidad, sino diversificado en cuanto a sus fines. Porque la prisión tiene un fin, establecido desde un principio: "Al infligir la ley unas penas más graves las unas que las otras, no puede permitir que el individuo condenado a unas penas ligeras se encuentre encerrado en el mismo local que el criminal condenado a penas más graves; ... si la pena infligida por la ley tiene por fin principal la reparación del crimen, persigue asimismo la enmienda del culpable."
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Y esta trasformación hay que pedírsela a los efectos internos del encarcelamiento. Prisión-castigo, prisión-aparato: "El orden que debe reinar en las casas de reclusión puede contribuir poderosamente a regenerar a los condenados; los vicios de la educación, el contagio de los malos ejemplos, la ociosidad... han engendrado los crímenes. Pues bien, tratemos de cerrar todas esas fuentes de corrupción; que las reglas de una moral sana se practiquen en las casas de reclusión; que obligados los reclusos a un trabajo que acabarán por amar, cuando recojan su fruto, contraigan en aquéllas el hábito, el gusto y la necesidad de la ocupación; que se den respectivamente el ejemplo de una vida laboriosa, que pronto llegará a ser una vida pura; pronto comenzarán a lamentar el pasado, primer precursor del amor a los deberes."
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Las técnicas correctoras forman parte inmediatamente de la armazón institucional de la detención penal.

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