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Authors: Michael Foucault

Vigilar y Castigar (33 page)

BOOK: Vigilar y Castigar
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Se ven también difundirse los procedimientos disciplinarios, a partir no de instituciones cerradas, sino de focos de control diseminados en la sociedad. Grupos religiosos, asociaciones de beneficiencia desempeñaron durante mucho tiempo este papel de "organización de disciplina" de la población. Desde la Contrarreforma hasta la filantropía de la monarquía de Julio, se multiplicaron las iniciativas de este tipo; tenían objetivos religiosos (la conversión y la moralización), económicos (el socorro y la incitación al trabajo), o políticos (se trataba de luchar contra el descontento o la agitación). Baste citar a título de ejemplo los reglamentos para las compañías de caridad de las parroquias parisienses. El territorio por cubrir se divide en cuarteles y en cantones, que se reparten los miembros de la compañía. Éstos tienen que visitarlos regularmente. "Trabajarán en impedir los lugares de perdición, tabaquerías, academias, juegos de naipes, escándalos públicos, blasfemias, impiedades y otros desórdenes que pudieran llegar a su conocimiento." Habrán también de hacer visitas individuales a los pobres, y los puntos de información se precisan en los reglamentos: estabilidad del alojamiento, conocimiento de las oraciones, frecuentación de los sacramentos, conocimiento de un oficio, moralidad (y "si no han caído en la pobreza por su culpa"); en fin, "es preciso informarse hábilmente de qué manera se comportan en su hogar, si se hallan en paz entre sí y con sus vecinos, si se cuidan de educar a sus hijos en el temor de Dios... si no hacen que duerman sus hijos mayores de distinto sexo juntos y con ellos, si no toleran libertinaje y zalamerías en sus familias, principalmente a sus hijas mayores. Si hay duda sobre si están casados, hay que pedirles un certificado de su matrimonio".
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La nacionalización de los mecanismos de disciplina.
En Inglaterra, son grupos privados de inspiración religiosa los que han realizado, durante largo tiempo, las funciones de disciplina social;
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en Francia, si bien una parte de este papel ha quedado en manos de patronatos o de sociedades de socorro, otra —y la más importante sin duda—- ha sido recobrada muy pronto por el aparato de policía.

La organización de una policía centralizada ha pasado durante mucho tiempo, y a los propios ojos de los contemporáneos, por la expresión más directa del absolutismo monárquico; el soberano había querido tener "un magistrado de su hechura a quien poder confiar directamente sus instrucciones, sus misiones, sus intenciones, y que se encargara de la ejecución de las órdenes y de las
lettres de cachet".
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En efecto, a la par que recobraban cierto número de funciones prexistentes —persecución de los delincuentes, vigilancia urbana, control económico y político—, las tenencias de policía y la tenencia general, que era la corona y remate en París, las convertían en una máquina administrativa, unitaria y rigurosa: "Todos los radios de fuerza y de instrucción que parten de la circunferencia vienen a converger en el lugarteniente general... Él es quien hace marchar todas las ruedas cuyo conjunto produce el orden y la armonía. Los efectos de su administración no pueden ser mejor comparados que al movimiento de los cuerpos celestes."
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Pero si bien la policía como institución ha sido realmente organizada bajo la forma de un aparato del Estado, y si ha sido realmente incorporada de manera directa al centro de la soberanía política, el tipo de poder que ejerce, los mecanismos que pone en juego y los elementos a que los aplica son específicos. Es un aparato que debe ser coextensivo al cuerpo social entero y no sólo por los límites extremos que alcanza, sino por la minucia de los detalles de que se ocupa. El poder policíaco debe actuar "sobre todo": no es en absoluto, sin embargo, la totalidad del Estado ni del reino, como cuerpo visible e invisible del monarca; es el polvo de los acontecimientos, de las acciones, de las conductas, de las opiniones, —"todo lo que pasa";
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el objeto de la policía son esas "cosas de cada instante", esas "cosas de nada" de que hablaba Catalina II en su Gran Instrucción.
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Con la policía, se está en lo indefinido de un control que trata idealmente de llegar a lo más elemental, al fenómeno más pasajero del cuerpo social: "El ministerio de los magistrados y oficiales de policía es de los más importantes; los objetos que abarca son en cierto modo indefinidos; no puede percibírselos sino por un examen suficientemente detallado";
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es lo infinitamente pequeño del poder político.

Y para ejercerse, este poder debe apropiarse de instrumentos de una vigilancia permanente, exhaustiva, omnipresente, capaz de hacerlo todo visible, pero a condición de volverse ella misma invisible. Debe ser como una mirada sin rostro que trasforma todo el rostro social en un campo de percepción: millares de ojos por doquier, atenciones móviles y siempre alerta, un largo sistema jerarquizado, que, según Le Maire, supone para París los 48 comisarios, los 20 inspectores, y además los "observadores" pagados regularmente, los "bajos soplones" retribuidos por día, después los denunciadores, calificados según la misión, y finalmente las prostitutas. Y esta incesante observación debe acumularse en una serie de informes y de registros; a lo largo de todo el siglo XVIII, un inmenso texto policíaco tiende a cubrir la sociedad gracias a una organización documental compleja.
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Y a diferencia de los métodos de la escritura judicial o administrativa, lo que se registra así son conductas, actitudes, virtualidades, sospechas —una toma en cuenta permanente del comportamiento de los individuos.

Ahora bien, hay que advertir que este control policíaco, si bien se halla entero "en la mano del rey", no funciona en una sola dirección. Es de hecho un sistema de doble entrada: tiene que responder, eludiendo el aparato de justicia, a la voluntad inmediata del rey; pero es susceptible también de responder a las solicitaciones de abajo; en su inmensa mayoría, las famosas
lettres de cachet,
que han sido durante mucho tiempo el símbolo de la arbitrariedad regia y que han descalificado políticamente la práctica de la detención, estaban de hecho solicitadas por las familias, los amos, los notables locales, los vecinos de los barrios, los párrocos; y tenían como función hacer sancionar por medio de un internamiento toda una infrapenalidad, la del desorden, de la agitación, de la desobediencia, de la mala conducta; lo que Ledoux quería expulsar de su ciudad arquitectónicamente perfecta, y que él llamaba los "delitos de la no vigilancia". En suma, la policía del siglo XVIII, a su papel de auxiliar de justicia en la persecución de los criminales y de instrumento para el control político de las conjuras, de los movimientos de oposición o de las revueltas, añade una función disciplinaria. Función compleja, ya que une el poder absoluto del monarca a las más pequeñas instancias de poder diseminadas en la sociedad; ya que, entre estas diferentes instituciones cerradas de disciplina (talleres, ejércitos, escuelas), extiende una red intermedia, que actúa allí donde aquéllas no pueden intervenir, disciplinando los espacios no disciplinarios; pero que cubre, une entre ellos, garantiza con su fuerza armada: disciplina intersticial y metadisciplina. "El soberano, por medio de una prudente policía, acostumbra al pueblo al orden y a la obediencia."
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La organización del aparato policíaco del siglo XVIII sanciona una generalización de las disciplinas que alcanza las dimensiones del Estado. Se comprende —aunque se haya encontrado vinculada de la manera más explícita a todo lo que, en el regio poder, excedía el ejercicio de la justicia regulada— por qué la policía pudo resistir con un mínimo de modificaciones la reorganización del poder judicial, y por qué no ha cesado de imponer cada vez más pesadamente, hasta hoy, sus prerrogativas. Es sin duda por ser su brazo secular; pero es también porque mucho más que la institución judicial forma cuerpo, por su magnitud y sus mecanismos, con la sociedad de tipo disciplinario. Sería inexacto, sin embargo, creer que las funciones disciplinarías han sido confiscadas y absorbidas de una vez para siempre por un aparato del Estado.

La "disciplina" no puede identificarse ni con una institución ni con un aparato. Es un tipo de poder, una modalidad para ejercerlo, implicando todo un conjunto de instrumentos, de técnicas, de procedimientos, de niveles de aplicación, de metas; es una "física" o una "anatomía" del poder, una tecnología. Puede ser asumida ya sea por instituciones "especializadas" (las penitenciarías, o las casas de corrección del siglo XIX), ya sea por instituciones que la utilizan como instrumento esencial para un fin determinado (las casas de educación, los hospitales), ya sea por instancias preexistentes que encuentran en ella el medio de reforzar o de reorganizar sus mecanismos internos de poder (será preciso demostrar un día cómo las relaciones intrafamiliares, esencialmente en la célula padres-hijos, se han "disciplinado", absorbiendo desde la época clásica esquemas externos, escolares, militares, y después médicos, psiquiátricos, psicológicos, que han hecho de la familia el lugar de emergencia privilegiada para la cuestión disciplinaria de lo normal y de lo anormal), ya sea por aparatos que han hecho de la disciplina su principio de funcionamiento interno (disciplinarización del aparato administrativo a partir de la época napoleónica), ya sea, en fin, por aparatos estatales que tienen por función no exclusiva sino principal hacer reinar la disciplina a la escala de una sociedad (la policía).

Se puede, pues, hablar en total de la formación de una sociedad disciplinaria en este movimiento que va de las disciplinas cerradas, especie de "cuarentena" social, hasta el mecanismo indefinidamente generalizable del "panoptismo". No quiere decir esto que la modalidad disciplinaria del poder haya remplazado a todas las demás; sino que se ha infiltrado entre las otras, descalificándolas a veces pero sirviéndoles de intermediaria, ligándolas entre sí, prolongándolas, y sobre todo permitiendo conducir los efectos de poder hasta los elementos más sutiles y más lejanos. Garantiza una distribución infinitesimal de las relaciones de poder.

Pocos años después de Bentham, Julius redactaba el certificado de nacimiento de esta sociedad.
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Hablando del principio panóptico, decía que había en él mucho más que una ingeniosidad arquitectónica: un acontecimiento en "la historia del espíritu humano". En apariencia, no es sino la solución de un problema técnico; pero a través de ella, se dibuja todo un tipo de sociedad. La Antigüedad había sido una civilización del espectáculo. "Hacer accesible a una multitud de hombres la inspección de un pequeño número de objetos": a este problema respondía la arquitectura de los templos, de los teatros y de los circos. Con el espectáculo predominaban la vida pública, la intensidad de las fiestas, la proximidad sensual. En estos rituales en los que corría la sangre, la sociedad recobraba vigor y formaba por un instante como un gran cuerpo único. La edad moderna plantea el problema inverso: "Procurar a un pequeño número, o incluso a uno solo la visión instantánea de una gran multitud." En una sociedad donde los elementos principales no son ya la comunidad y la vida pública, sino los individuos privados de una parte, y el Estado de la otra, las relaciones no pueden regularse sino en una forma exactamente inversa del espectáculo: "Al tiempo moderno, a la influencia siempre creciente del Estado, a su intervención cada día más profunda en todos los detalles y todas las relaciones de la vida social, le estaba reservado aumentar y perfeccionar sus garantías, utilizando y dirigiendo hacia este gran fin la construcción y la distribución de edificios destinados a vigilar al mismo tiempo a una gran multitud de hombres."

Julius leía como un proceso histórico consumado lo que Bentham había descrito como un programa técnico. Nuestra sociedad no es la del espectáculo, sino de la vigilancia; bajo la superficie de las imágenes, se llega a los cuerpos en profundidad; detrás de la gran abstracción del cambio, se persigue el adiestramiento minucioso y concreto de las fuerzas útiles; los circuitos de la comunicación son los soportes de una acumulación y de una centralización del saber; el juego de los signos define los anclajes del poder; la hermosa totalidad del individuo no está amputada, reprimida, alterada por nuestro orden social, sino que el individuo se halla en él cuidadosamente fabricado, de acuerdo con toda una táctica de las fuerzas y de los cuerpos. Somos mucho menos griegos de lo que creemos. No estamos ni sobre las gradas ni sobre la escena, sino en la máquina panóptica, dominados por sus efectos de poder que prolongamos nosotros mismos, ya que somos uno de sus engranajes. La importancia, en la mitología histórica, del personaje napoleónico tiene quizás ahí uno de sus orígenes: se halla en el punto de unión del ejercicio monárquico y ritual de la soberanía y del ejercicio jerárquico y permanente de la disciplina indefinida. Es el que lo domina todo de una sola mirada, pero al que ningún detalle, por ínfimo que sea, escapa jamás: "Podéis juzgar que ninguna parte del Imperio está privada de vigilancia, que ningún crimen, ningún delito, ninguna infracción debe permanecer sin ser perseguida, y que el ojo del genio que sabe alumbrarlo todo abarca el conjunto de esta vasta máquina, sin que, sin embargo, pueda escaparle el menor detalle."
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La sociedad disciplinaria, en el momento de su plena eclosión, toma todavía con el Emperador el viejo aspecto del poder de espectáculo. Como monarca a la vez usurpador del antiguo trono y organizador del nuevo Estado, ha recogido en una figura simbólica y postrera todo el largo proceso por el cual los fastos de la soberanía, las manifestaciones necesariamente espectaculares del poder, se han extinguido uno a uno en el ejercicio cotidiano de la vigilancia, en un panoptismo en que unas miradas entrecruzadas y despiertas pronto harán tan inútil el águila como el sol.

La formación de la sociedad disciplinaria remite a cierto número de procesos históricos amplios en el interior de los cuales ocupa lugar: económicos, jurídico-políticos, científicos, en fin.

1)
De una manera global puede decirse que las disciplinas son unas técnicas para garantizar la ordenación de las multiplicidades humanas. Cierto es que no hay en esto nada de excepcional, ni aun de característico: a todo sistema de poder se le plantea el mismo problema. Pero lo propio de las disciplinas es que intentan definir respecto de las multiplicidades una táctica de poder que responde a tres criterios: hacer el ejercicio del poder lo menos costoso posible (económicamente, por el escaso gasto que acarrea; políticamente por su discreción, su poca exteriorización, su relativa invisibilidad, la escasa resistencia que suscita), hacer que los efectos de este poder social alcancen su máximo de intensidad y se extiendan lo más lejos posible, sin fracaso ni laguna; ligar en fin este crecimiento "económico" del poder y el rendimiento de los aparatos en el interior de los cuales se ejerce (ya sean los aparatos pedagógicos, militares, industriales, médicos), en suma aumentar a la vez la docilidad y la utilidad de todos los elementos del sistema. Este triple objetivo de las disciplinas responde a una coyuntura histórica muy conocida. Es de un lado el gran impulso demográfico del siglo XVIII aumento de la población flotante (uno de los primeros objetos de la disciplina es fijar; la disciplina es un procedimiento de antinomadismo) ; cambio de escala cuantitativa de los grupos que se trata de controlar o de manipular (de los comienzos del siglo XVII a la víspera de la Revolución Francesa, la población escolar se multiplicó, como sin duda la población hospitalizada; el ejército en tiempo de paz contaba a fines del siglo XVIII más de 200 000 hombres). El otro aspecto de la coyuntura es el crecimiento del aparato de producción, cada vez más extenso y complejo, cada vez más costoso también y cuya rentabilidad se trata de hacer crecer. El desarrollo de los procedimientos disciplinarios responde a estos dos procesos o más bien, sin duda, a la necesidad de ajustar su correlación. Ni las formas residuales del poder feudal, ni las estructuras de la monarquía administrativa, ni los mecanismos locales de control, ni el entrecruzamiento inestable que formaban entre todos ellos podían garantizar este papel: se lo impedía la extensión llena de lagunas y sin regularidad de su red, su funcionamiento a menudo conflictual, y sobre todo el carácter "dispendioso" del poder que se ejercía. Dispendioso en varios sentidos: porque directamente costaba mucho al Tesoro, porque el sistema de los oficios venales o el de los arriendos pesaba de manera indirecta pero agobiante sobre la población, porque las resistencias que encontraba lo arrastraban a un ciclo de intensificación completa, porque procedía esencialmente por extracción (extracción de dinero o de productos por la tributación monárquica, señorial y eclesiástica; toma de hombres o de tiempo por las prestaciones personales o los alistamientos, el encierro de los vagabundos o su destierro). £1 desarrollo de las disciplinas marca la aparición de técnicas elementales del poder que corresponden a una economía completamente distinta: unos mecanismos de poder que, en lugar de venir "en descuento", se integran desde el interior a la eficacia productiva de los aparatos, al crecimiento de esta eficacia, y a la utilización de lo que produce. Las disciplinas sustituyen el viejo principio "exacción-violencia" que regía la economía del poder, por el principio "suavidad-producción-provecho". Se utilizan como técnicas que permiten ajustar, según este principio, la multiplicidad de los hombres y la multiplicación de los aparatos de producción (y por esto hay que entender no sólo "producción" propiamente dicha, sino la producción de saber y de aptitudes en la escuela, la producción de salud en los hospitales, la producción de fuerza destructora con el ejército).

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