Henry Slesar nació en 1927 en Brooklyn. Es la personificación de la virtud, del tacto y del honor en un campo singularmente avaro de tales cualidades: es un publicista. Ha sido vicepresidente y director creativo de tres de las más importantes agencias de Nueva York, y ahora es presidente y director creativo de su propia agencia: Slesar amp; Kanzer, Inc., fundada en 1965. Como escritor ha publicado más de 600 historias, novelas, etc., en revistas tales como Playboy, Cosmopolitan, Diners Club Magazine, todas las revistas para hombres, todas las revistas de misterio y la mayor parte de las revistas de ciencia ficción. Ha figurado cincuenta y cinco veces en antologías, ha escrito tres novelas, incluida The Gray Flannel Shroud (El sudario de franela gris), que ganó en 1959 el Edgard de la Asociación de Escritores de Misterio de Norteamérica como la mejor novela de misterio del año. Ha visto publicadas dos recopilaciones de sus relatos cortos, ambas prologadas por Alfred Hitchcock, el cual siente una gran predilección por Henry, quien ha escrito más de sesenta guiones de televisión, la mayor parte de los cuales para las series de Hitchcock de media hora y una hora. Ha escrito también para las series 77 Sunset Strip, The Man from U.N.C.L.E., Run for Your Life, y media docena de bien pasados guiones para episodios piloto de nuevas series. Ha escrito también cuatro guiones cinematográficos para la Warner Bros.
Henry está casado con una de las mujeres más encantadoras que pueda tener un escritor —la O. en su seudónimo: O. H. Leslie—, y tiene una hija —la Leslie del seudónimo—. Viven juntos en la ciudad de Nueva York, lo cual es a la vez práctico y agradable.
La historia de Henry Slesar en esta antología tiene sólo 1.100 palabras. Casi la mitad de la longitud de esta introducción, acabo de darme cuenta. Hay dos comentarios que debo hacer a este extraño hecho. En primer lugar, mi admiración y amistad por Slesar no conoce límites…; no los simples límites de la charla o conversación. En segundo lugar, y esto es más importante, Henry Slesar es un maestro en la historia ultracorta. Puede matarles a ustedes con una sola línea. Le bastan 1.100 palabras para conseguir lo que en autores de inferior categoría requeriría 10.000 palabras. Si existe actualmente en Norteamérica un escritor de historias ultracortas que sea mejor que él, no puedo recordar su nombre, y sin embargo tengo muy buena memoria.
* * *
Había mil seiscientas Estaciones de Paz erigidas en el octavo año del conflicto, la contribución de los pocos civiles que quedaban aún en el continente americano; mil seiscientos refugios a prueba de radiaciones donde el combatiente itinerante podía hallar comida, bebida y descanso. Sin embargo, en cinco agotadores meses de vagabundear por las áridas regiones de Utah, Colorado y Nuevo México, el sargento Tod Halstead había perdido toda esperanza de encontrar alguna. En su armadura de aluminio forrada de plomo, parecía una máquina de guerra perfectamente acondicionada, pero la carne dentro del resplandeciente alojamiento era débil y estaba sucia, cansada y solitaria, en su monótona tarea de buscar un camarada o encontrar un enemigo a quien matar.
Era un Portacohetes de tercera clase, significando el rango que su tarea consistía en ser una rampa de lanzamiento humana para los cuatro cohetes con cabeza de hidrógeno que llevaba sujetos a la espalda, cohetes que debían ser puestos en ignición por un Portacohetes de segunda clase, siguiendo las órdenes y la cuenta atrás de un Portacohetes de primera clase. Tod había perdido los otros dos tercios de su unidad hacía meses; uno de ellos se había echado a reír de pronto y se había clavado su propia bayoneta en la garganta; el otro había sido muerto de un disparo por la esposa sexagenaria de un granjero, la cual se resistía a sus desesperados avances amorosos.
Luego, a primera hora de la mañana, tras asegurarse de que el resplandor que surgía por el este era el sol y no el fuego atómico del enemigo, echó a andar por una polvorienta carretera y vio más allá de las oscilantes oleadas de calor un edificio cuadrado blanco situado en medio de un bosquecillo de desnudos árboles grises. Avanzó tambaleante, y supo que no era un espejismo del desierto creado por el hombre, sino una Estación de Paz. En la puerta, un hombre de pelo blanco con rostro de Papá Noel le hizo una seña, le sonrió y le ayudó a entrar.
—Gracias a Dios —dijo Tod, dejándose caer en una silla—. Gracias a Dios. Ya casi había renunciado…
El jovial viejo le palmeó las manos, y dos muchachos de revuelto pelo entraron corriendo en la habitación. Como empleados de una estación de servicio, se afanaron en torno a él, quitándole el casco, las botas, soltando sus armas. Le abanicaron, masajearon las muñecas, aplicaron una loción refrescante a su frente; pocos minutos más tarde, con los ojos cerrados y sintiendo aproximarse el sueño, fue consciente de una mano suave en su mejilla, y cuando se despertó descubrió que su barba de meses había desaparecido.
—Ya está —dijo el director de la estación, frotándose satisfecho las manos—. ¿Se siente mejor, soldado?
—Mucho mejor —dijo Tod, mirando a su alrededor la desnuda pero confortable habitación—. ¿Cómo va la guerra para usted, civil?
—Muy dura —dijo el hombre, perdiendo su jovialidad—. Sin embargo, hacemos todo lo que podemos, sirviendo a los luchadores del mejor modo posible. Pero relájese, soldado; pronto le traerán comida y bebida. No será nada especial; nuestras provisiones de ersatz están muy bajas. Hay un nuevo buey químico que hemos estado guardando; se lo daremos. Creo que está hecho a base de corteza de árbol, pero su sabor no es tan malo como todo eso.
—¿Tiene usted cigarrillos? —dijo Tod. El otro extrajo un cilindro amarronado.
—También ersatz, me temo; fibras de madera tratadas. Pero arde, al fin y al cabo.
Tod lo encendió. El humo acre ardió en su garganta y pulmones; tosió, y lo apagó.
—Lo siento —dijo el director de la estación tristemente—. Es lo mejor que tenemos. Todo, todo es ersatz; nuestros cigarrillos, nuestra comida, nuestra bebida…; la guerra es dura para todos.
Tod suspiró y se reclinó. Cuando la mujer surgió por la puerta, llevando una bandeja, se irguió en su asiento y sus ojos se clavaron primero en la comida. Ni siquiera se dio cuenta de lo hermosa que era, cómo sus ropas casi transparentes y hechas harapos moldeaban sus pechos y caderas. Cuando se inclinó hacia él, tendiéndole un humeante tazón de un guiso de extraño olor, su rubio pelo cayó hacia delante y rozó la mejilla del hombre. Él alzó la vista y sus ojos se encontraron; la joven bajó tímidamente la mirada.
—Te sentirás mejor después de esto —dijo con voz ronca, e hizo un movimiento con su cuerpo que apagó su hambre por la comida, despertando otro tipo de apetito. Hacía cuatro años desde la última vez que había visto a una mujer como aquélla. La guerra se las había llevado las primeras, con las bombas y el polvo radiactivo, a todas las mujeres jóvenes que se habían quedado detrás mientras los hombres escapaban a la comparativamente relativa seguridad de la batalla. Sorbió el guiso y lo halló detestable, pero lo apuró hasta el final. El buey hecho de madera era duro y fibroso; no obstante, era mejor que las raciones enlatadas a las que se había acostumbrado. El pan sabía a algas, pero lo untó con una especie de margarina y lo masticó a grandes bocados.
—Estoy cansado —dijo finalmente—. Me gustaría dormir.
—Sí, por supuesto —dijo el director de la Estación de Paz—. Por aquí, soldado, venga por aquí.
Lo siguió hasta una pequeña habitación sin ventanas, cuyo único mobiliario era un oxidado camastro de metal. El sargento se dejó caer blandamente sobre el colchón, y el director de la estación cerró con suavidad la puerta tras él. Sin embargo, Tod sabía que no iba a poder dormir, pese a su estómago saciado. Su mente estaba demasiado llena, su sangre corría demasiado aprisa por sus venas, y el ansia de mujer crispaba todo su cuerpo.
La puerta se abrió y ella entró.
No dijo nada. Se dirigió hacia el camastro y se sentó junto a él. Se inclinó y le besó en la boca.
—Mi nombre es Eleanora —susurró, y él la abrazó ansiosamente—. No, espera —dijo, soltándose de su abrazo.
Se alzó del camastro y se dirigió hacia el rincón.
Él la contempló mientras se desprendía de sus ropas. El rubio cabello se deslizó hacia un lado cuando se sacó el vestido por encima de la cabeza, y los bucles cayeron en un ángulo imposible sobre su frente. Dejó escapar una risita, y se ajustó de nuevo la peluca. Luego se llevó las manos atrás y soltó el sujetador; cayó al suelo, revelando un plano y velludo pecho. Iba a quitarse el resto de la ropa interior cuando el sargento empezó a gritar y echó a correr hacia la puerta; ella se alzó, le tendió los brazos y croó palabras de amor y súplica. Él golpeó a la criatura con todas sus fuerzas, y ella cayó al suelo, sollozando amargamente, su falda a medio camino de sus musculosas y peludas piernas. El sargento no se detuvo a recuperar su armadura y sus armas: salió de la Estación de Paz al brumoso desierto, donde la muerte aguardaba al desarmado y al desesperado.
* * *
Ersatz es una historia rechazada. Me fue devuelta por un editor que simplemente me dijo: «No me gustan las historias de guerra futura». No fue el único con esa actitud. Algunos editores y directores de revistas tienen la sensación de que las guerras futuras no constituyen realmente una «visión peligrosa», y prefieren que sus autores se mantengan lejos de este tema. Los conflictos atómicos son «trillados». Los holocaustos postatómicos son «clichés». El Armagedón está «superado». En el mundo de la ficción, al menos, existe la opinión de que nuestro trauma de miedo nuclear está curado, y que los lectores prefieren que no se les recuerden las ruinas y las radiaciones. Pero el campo de juego de la ciencia ficción es el futuro, y el futuro debe ser extrapolado a partir de los ingredientes del presente. Y si no creen ustedes que esos ingredientes de catástrofe se hallan aún entre nosotros, su radio necesita pilas nuevas, necesita unas gafas de más dioptrías y tiene un tapón de cera en sus oídos. Personalmente, espero que nuestros autores, y en Particular los escritores de ciencia ficción, que poseen talentos y privilegios especiales, continúen inundando el mundo con nuevas obras sobre el tema, para mantener despierto nuestro miedo a lo que pueda venir, y tenernos permanentemente preocupados con la prevención y la cura. Para mí, la visión más peligrosa de todas es la teñida de rosa, y me alegro de que el recopilador de este volumen lleve gafas de cristales transparentes.
Sonya Dorman
Conocer a Sonya Dormán es amarla, si me perdonan este infantilismo de mi parte. Infantilismo que puede molestar además a su esposo Jerry, que tiene unos poderosos antebrazos, y con quien Sonya Dormán cría y exhibe akitas (un tipo de perros japoneses del tamaño de poneys pequeños, que parece como si desearan saltarte a la yugular a la menor ocasión pero que generalmente sólo desean cubrirte de babas para demostrarte su inquebrantable amistad) en su criadero de perros de Stony Point, Nueva York, lo cual seguramente representa el mayor destrozo de sintaxis que se haya hecho desde que Victor Hugo escribiera una frase de veintidós páginas en Nuestra Señora de París.
En respuesta a mi petición de datos autobiográficos Sonya escribe: «Mi biografía es tan inverosímil que, la verdad, no sé qué contar. No he tenido una educación clásica.
Frecuenté escuelas privadas (progresistas) en Nueva Inglaterra, con el resultado de que poseo muy poca educación pero estoy podrida de cultura. Crecí entre caballos, pero ahora no me puedo permitir el lujo de tenerlos, por cuyo motivo crío y exhibo akitas —el perro intuitivo para personas sensibles—, mientras escribo poemas y relatos. He sido cocinera, recepcionista, instructora de equitación, bailarina de flamenco y casada. Me gusta la ficción especulativa porque creo que el arte y la ciencia deben ser amantes, no enemigos o adversarios».
Nada de lo que acaban de leer, por supuesto, les preparará para el genuino horror e impacto de la historia que la gentil pequeña Sonya ha escrito. Una historia que sólo puede ser comparada, y aun remotamente, con la obra de la difunta Shirley Jackson. Tampoco dice nada acerca de la sustancial reputación que ha adquirido en los últimos años como colaboradora en revistas tales y tan variadas como Cavalier, Galaxy, Redbook, la excelente antología de relatos originales de Damon Knight Orbit I,
The Saturday Evening Whateveritis
y The Magazine of Fantasy & Science Fiction.
Lee uno a Leigh Brackett, a Vin Packer o a C. L. Moore y piensa «Jesús, qué musculatura literaria; escriben como hombres, con fuerza». O lee a Zenna Henderson y piensa «Jesús, escribe como una mujer, todo en tonos pastel». O lee a Ayn Rand y piensa «Jesús».
Pero ésa es otra línea de crítica.
Sin embargo, cuando uno lee a Sonya Dormán no piensa en la musculatura de un modo de escribir masculino. Lo lee sabiendo que está escrito por una mujer, pero eso no significa nada. No hay ningún intento de emular la fuerza particular de la literatura masculina. Es un razonamiento y una línea de ataque puramente femeninos, pero son fuertes. Una clase especial de fuerza flexible. Eso es lo que significa la obra de una mujer vigorosa. Es un tipo de literatura que tan sólo puede llevar a cabo una mujer. Carol Emshwiller, que aparece en otro lugar de esta antología, tiene una fuerza parecida, pero se halla mucho más perfectamente germinada en el desarrollo de S. Dormán. Se enfrenta a la realidad de la inflexible manera en que lo hacen las mujeres cuando quieren enfrentarse a ella, cuando ya no quieren seguir engañándose a sí mismas o a aquellos que las observan. Y afirmo que las verdades que profiere hacen a veces rechinar los dientes.
Ésta es una historia memorable, y presenta solamente una faceta más del talento que escribe bajo el sencillo nombre de S. Dormán. Es un nombre sobre el que les aconsejo permanezcan atentos.
* * *
Corre, corre, corre, dijo el pájaro; la naturaleza humana no puede soportar demasiada realidad.
T. S. ELIOT
Dominando el grito entre sus apretados dientes, echó a correr, pese a las voces que a su espalda la llamaban desde cada grieta y cada resplandeciente fachada. Los rostros en las rotas ventanas se convirtieron en una procesión de risas mientras corría, dominando aún el grito entre sus dientes, decidida a no dejarlo escapar. Le dolían los talones de golpear la calzada de cemento, saltando por encima de las fisuras y grietas de lo que había sido la más concurrida carretera de la región.