Visiones Peligrosas III (12 page)

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Authors: Harlan Ellison

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Visiones Peligrosas III
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—Oh, no, no —sollozó mientras corría.

Las hierbas espinosas se agarraban a sus tobillos; forcejeó para liberarse con dedos frenéticos y echó a correr de nuevo.

Se presentaban oportunidades a los lados de la carretera, entradas de madrigueras, abrigos subterráneos. En una ocasión algo apareció planeando y aterrizó cerca de ella, haciéndole señas, pero ella apretó los dientes sobre el grito a punto de escaparse y miró fijamente hacia delante, siguiendo la línea del cuarteado firme, con sus paseos cubiertos de maleza a cada lado. Tenía que proseguir por aquel camino, si no quería perderse definitivamente.

—Aquí, pollita, aquí, pollita —llamó una mujer vieja, haciéndole señas, sonriendo, ofreciéndole un escondite, quizás al precio de su vida, porque era aún joven y por lo tanto suculenta.

—No, no, no —jadeó mientras corría.

Porque sólo tenía treinta años, y era única, y ser comida era algo aceptable, porque la gente debe existir, pero morir era terrible. Lisa y llanamente, no deseaba morir. No ahora, mientras corría para salvar su vida, ni tampoco después, cuando llegara el momento inevitable; pero se sentía inmediatamente preocupada por el ahora, luego ya se ocuparía del mañana. Sin embargo, mientras corría empezó a temblar también por el después, como si el ahora no fuera lo suficientemente terrible.

«Piensa en ello», se decía a sí misma mientras aspiraba grandes bocanadas de aire, saltando por encima de una grieta allí donde una derivación hacia el sur partía la carretera. «Piensa en ello», insistió, casi sin aliento pero incapaz de controlar su mente, que galopaba más aprisa que sus debilitadas piernas.

«No tengo más que treinta años; soy única, no hay nadie en este mundo, en este universo, que sea yo, con mis recuerdos»:

Instantánea 1

Había nevado. Ella estaba de pie sobre el derrumbado umbral, envuelta a causa del invierno en sus polainas de piel, y esperaba a Marn. Iban a cazar algún animal para la olla. Veía las cosas en negativo, debido a la luz lunar: los árboles blancos, negras las bolsas de nieve. Una pluma pareció respirar cerca de ella.

—Eh, vamos, ven —dijo Marn, sujetándola por el hombro; y derivaron como dos oscuros copos de nieve sobre la polvorienta hierba, hacia los bosques—. Lo ahumaremos —dijo Marn confiadamente, y a ella la boca se le hizo agua.

El ahumadero era cálido y oscuro, una matriz donde se llevaban las cosas buenas para su distribución. Era buena suerte ser la mujer del jefe. Sus hijos tenían menos frío y hambre. Pese a todo no podía evitar una sensación de pesadez, en algún lugar, cuando, oía los llantos de los otros niños. Mam decía que era debido a que era joven.

Sus pieles tenían rayas laterales como las de un tigre. Era hija de un jefe, y esposa de un jefe. Era alta, educada, privilegiada, y tendida bajo las pieles del dormitorio ardía y se derretía como grasa en el fuego de Marn.

—Vamos, ven, descansa un poco —la llamó una chica joven.

Pero ella aceleró su marcha, porque los dientes de la muchacha destellaban como cuchillos; y mientras seguía avanzando sollozaba y se decía a sí misma (reservando su aliento para la carrera): «No, no puedo morir, aún no estoy preparada. Oh, no, no». Y era el mismo sonido que había emitido aquel invierno cuando:

Instantánea 2

Los huertos no habían dado frutos, y los ciervos se morían de hambre. Todos los animales se retiraron allá detrás, a las montañas, excepto aquellos que fueron muertos allí donde el agua corría aún al aire libre. A la llegada del solsticio ya no había agua al aire libre. Los peces dormían en el fondo del lago. Los eperlanos no ascendían hacía los fríos y azules agujeros abiertos por los pescadores. El cuero crujía y se cuarteaba sobre sus pieles, la chimenea del ahumadero dejó de respirar, la mayoría de los fuegos permanecían silenciosos.

Durante esa hambre había nacido su tercer hijo, con un pie defectuoso. Alzándolo en el aire, Marn dijo:

—No es bueno.

Y le partió el cuello.

—Oh, no —gritó ella, sujetándose el hinchado abdomen con ambas manos y sintiendo la sangre chorrear por sus muslos—. No, no —le gritó al jefe, su hombre.

«¿Nueve meses en la caliente oscuridad, aguardando, sólo para llegar a esto? ¿Vamos a llegar todos a esto?»

Marn tendió el bebé muerto a la mujer vieja, que se lo llevó fuera del ahumadero. Ella permaneció tendida, bañada en su sangre y sus lágrimas, llorando por la chisporroteante grasa que echarían sobre su bebé. Luego sus ojos se secaron, y los del bebé, en el humo del fuego, se secaron también, y tuvo la sensación de que aquello era más de lo que podía exigírsele a cualquier mujer.

Allí donde el roto cemento formaba una bifurcación, un lado dirigiéndose al sur y el otro al oeste, hubiera querido hacer una pausa, determinar cuál era su ventaja, pero en la embocadura de la bifurcación aparecieron dos jóvenes armados con cuchillos.

Deseaba más que nada en el mundo poder detenerse y descansar. No se le ofrecía ninguna alternativa: o bien seguía corriendo y corriendo, o bien se detenía y era muerta. No podía impedir que su mente sopesara ambas posibilidades, aunque sabía que no existía ninguna elección posible.

—Recupera el aliento —le dijeron los jóvenes, riendo, y ella eligió sin pensarlo el camino del oeste.

Uno de ellos lanzó su cuchillo al azar, que le abrió una herida en el hombro. Ignorando la pálida sangre que manaba por ella, siguió adelante. «No puedo morir ahora —pensó—. Nunca moriré. Soy la única yo en este mundo.» Sabía que había demasiado en ella para perderlo, mucho que no podía pertenecer a nadie más, que era demasiado precioso e irremplazable. ¿Por qué no podían comprender lo importante que era para ella el sobrevivir? Ella contenía:

Instantánea 3

Tras el duro invierno el mundo de hierro se abrió y brotaron las flores. Era tan sorprendente… Pasó junto al lugar donde el último hueso de Marn estaba enterrado (sólo un jefe podía hacer que su cráneo fuera enterrado, intacto, las mandíbulas aún articuladas como si estuviera hablando a la comunidad) y bajó a la orilla del río, donde se estaban bañando los niños. Su Neely había crecido mucho esa primavera. Pese a la carestía de comida durante todo el invierno, se había fortalecido. Al menos las gachas-de-papá habían ayudado a alimentarlo, dándole aquella fuerza primaveral.

—Ah, la primavera… —dijo una cansada voz.

Era Tichy, bajo el sauce. Hubiera podido ser el nuevo jefe, pero era demasiado indolente, y seguramente acabaría destinado al ahumadero si no iba con cuidado. Pero algunos miembros de la comunidad habían descubierto que era más rápido y más vivaz de lo que parecía, y el propio Marn había muerto bajo el martillo de Tichy.

—Oh, sí, seguro que es la primavera —dijo ella, caminando muy lentamente, acercándose a él con gran cuidado.

Porque si se había hecho cargo con tanta rapidez de su hombre, y ahora estaba allí tendido indolentemente, observando a su hijo, ¿qué iba a ocurrir a continuación?

Tichy tendió una mano abierta hacia ella, y ella se sorprendió al tomarla y sentirla tan cálida. Luego siguió otra sorpresa, porque él tiró rápida y hábilmente de ella, y ella cayó cuan larga era sobre su cuerpo.

—Oh, no —dijo, medio asfixiada por su barba—. No, Tichy.

Porque los dientes de él la mordisqueaban, y ella no sabía, aprisionada por sus brazos y piernas, si iba a ser amada o comida o ambas cosas a la vez, ni por qué.

—Diablos, sí —dijo Tichy—. Después de todo, ¿por qué no?

Aquello era razonable. Le permitió que tuviera la mejor manta en su cabaña de madera, y cuando ella no encontraba nada con que aromatizar los guisos, él los comía de todos modos, y no le pegaba por ello.

Conteniendo desesperadamente el grito, esa sirena que los lanzaría a todos tras ella, entre sus apretados dientes, siguió corriendo y corriendo, el aliento quemando su irritada garganta.

Volvería junto a Tichy. No iba a morir. ¿Podía existir algo en el mundo que exigiera realmente su muerte, podía existir? Neely había tomado a la hija de Gancho, una muchacha de piel oscura y frente estrecha con un peculiar sentido de la justicia. «No está mal —pensó—. Muy bien por Neely. Debo estar de vuelta antes de que ella tenga el niño. ¿Qué otra puede ayudarla? No debe tener el primero sola; únicamente yo puedo ayudarla. Soy necesitada, de veras, son muy necesitada, indispensable. Ella estará sola, porque»:

Instantánea 4

Hacia el otoño, cuando ya ni siquiera las más suaves lluvias podían hacer crecer otro tallo de espárrago silvestre, Neely y Tichy tuvieron una pelea en la ladera norte del seco huerto. Tichy le dio a Neely un golpe con su martillo que derribó al joven y pareció haber acabado con él. Pero Neely se puso en pie una vez más, con los labios curvados mostrando sus oscuras encías, exhibiendo sus cinco dientes. Observando desde el techo de la cabana, ella vio a Neely alzarse de puntillas y partir en dos el cráneo de Tichy.

—¡Ése es mi hijo! —gritó a pleno pulmón.

Luego Neely trajo a casa a la chica de piel oscura, que gruñía cuando él le hacía el amor, y nunca se cansaba, y mantenía el suelo limpio. Era bueno tener a otra mujer en la cabaña, y especialmente una mujer que comprendía lo correcto y lo tradicional. Después de todo, ella era la hija de un jefe, y no debía ser echada a un lado.

—¡Te agarré! —aulló una mujer, casi cayendo sobre ella mientras huía por un talud.

Pateó a la mujer en el vientre y oyó el gemido de angustia mientras seguía corriendo.

—No, no me has agarrado —jadeó, no sólo a la gimiente mujer sino a todas ellas, a todo el mundo.

¿Qué era lo que le hacía pensar que volvía junto a Tichy, que estaba muerto, cráneo incluido? Los nietos le darían la bienvenida. Eran buenos chicos, delgados y duros como la madera, parecidos a Neely. Se alegrarían de verla, y ella los acunaría, les prepararía cosas especiales para comer, vigilaría la olla para la chica de piel oscura mientras ella y Neely estaban de caza. Si alguna vez volvía el ciervo, les haría un asado. La sequía había sido tan mala durante todo el verano que habían acudido las serpientes. Primero las víboras, con su olor a ajo en la estación del apareamiento, como gusanos amarronados entre las piedras del viejo mundo. Luego las cascabel, con su histérica advertencia que llegaba demasiado tarde. La carne envenenada era peor que nada de carne. De todos modos, una persona mordida por una serpiente era generalmente desmembrada antes de que el veneno tuviera oportunidad de extenderse.

Ahora, mientras corría, vio las señales características del hogar, que produjeron ecos en su mente. El paisaje empezó a hacerse alegremente familiar, porque ella había cazado alÚ, con Marn, y luego con Tichy. No iba a morir, no esta vez, no ahora; podría por supuesto continuar, porque era ella, única, plena, espléndida.

—¡Te tengo! —gritó alguien a su oído.

Ella sintió el golpe que la derribó, y cayó al suelo al lado de la carretera, sus músculos aún corriendo. Las instantáneas empezaron a parpadear en su mente; las estaciones del año, la gente que había conocido, sus hijos, sus hijas, ella misma por encima de todo, la única, «la única que soy yo en todo el mundo de las estrellas».

—No, no —gimió, mientras el hombre alzaba un hacha sobre su frente.

—Oh, sí, sí —dijo el hombre, sonriendo con placer. Tras él apareció el resto de la partida de caza. Estaba Neely con la chica de piel oscura y dos delgados niños.

—Neely —gritó—. Sálvame. Soy tu madre. Neely también sonrió, y dijo:

—Todos tenemos hambre.

El hacha descendió, haciendo pedazos sus instantáneas, que cayeron como copos de nieve al suelo, donde levantaron un poco de polvo que volvió a posarse lentamente. Los niños pequeños empezaron a disputarse los huesos de los pulgares.

* * *

Quizás haya escrito esta historia porque a veces ésa es la forma en que se me aparece el mundo, o quizá porque espero que cuando la generación de mi hija crezca no necesite ni desee correr para salvar su vida, o quizá porque en el siglo xvii Jeremy Taylor escribió: «…Cuando se le pregunte si dicha persona ha sido un buen hombre o no, el significado no será lo que él cree, o lo que espera, sino lo que ama». Amén.

La raza feliz

John T. Sladek

Ésta es la segunda de las dos historias que he incluido de autores de los que no sabía nada. Me llegaron, las dos, por mediación de Robert Mills, mi propio agente literario. La nota que las acompañaba decía simplemente: «Te gustará su línea de pensamiento». En el negocio, eso es llamado la subvenía. De joven, cuando trabajaba en una librería de Times Square, una zona donde se inventó (o al menos se perfeccionó) la venta forzada, utilizaba la subvenía —o la «jeta», como la llamábamos— con sólo dos artículos. El primero era un libro titulado
The Alcoholic Woman
(
La mujer alcohólica
). Era ostensiblemente un volumen de historias de casos clínicos dedicados a estudiantes de medicina, que trataba de aberraciones psiquiátricas relacionadas con el alcoholismo femenino. Pero había un párrafo, en la página 73 si no recuerdo mal, que era extremadamente picante. Algo acerca de lesbianismo, contado de una forma más bien gráfica por la propia borracha. Cuando entraba alguno de esos vendedores de comercio de manos húmedas procedentes de Mashed Pótalo Falls, Wyoming, en busca de «lectura apasionante» (porque no se sentía capaz de coger alguna chica de bar y pasar una buena velada con ella), lo llevábamos a la parte de atrás de la tienda y le mostrábamos el libro. Se abría invariablemente por la página 73. «Tome, lea donde quiera», le decíamos, metiendo su nariz directamente en ese párrafo, como si fuera una bolsa de plastelina. Sus ojos se hacían agua. Un par de huevos escalfados. Siempre compraba el libro. Le sacábamos catorce pavos por la cosa. (Creo que ahora ha salido en edición de bolsillo, por medio pavo, pero entonces estábamos en los días anteriores al pomo duro.) La página 73 contenía la única acción realmente «apasionante» del libro. El resto era un batiburrillo de terapias de electroshock y lavados de estómago. Pero la jeta funcionaba maravillosamente.

El otro artículo era una navaja italiana de veinte centímetros, en un precioso estuche. Cuando un cliente pedía un cuchillo, yo abría la vitrina y sacaba aquella navaja. Se la mostraba, cerrada, para que viera que no había ningún botón o palanquita. Luego movía negligentemente mi muñeca en un rápido movimiento hacia abajo, y la hoja saltaba restallante, con un estremecimiento. Normalmente hacía eso a un par de centímetros por debajo del nudo de la corbata del cliente. Los ojos se desorbitaban. Dos huevos escalfados. Etcétera. Siete pavos cada venta. No fallaba ni una vez.

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