Visiones Peligrosas III (10 page)

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Authors: Harlan Ellison

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Visiones Peligrosas III
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Por la mañana, al despertarme, la jovencita se había marchado con mi billetera, conteniendo entre otras cosas quinientos francos nuevos y una lista de afrodisiacos que le había comprado a una gitana. Tuve una discusión de mil diablos con el conserje, que no creyó la veracidad de mi historia ni por un momento. Se puso a insultarme violentamente mientras yo le contaba mi desgracia, y empezó a golpearme cuello y brazos con una botella de chianti a la que, helas, le había quitado la paja que la cubría.

Me senté en el bordillo de la acera, lleno de moraduras, sin un céntimo, y preguntándome qué podía hacer. No podía volver a Emile Becque y explicarle cómo me habían engañado. El honor me impedía una acción tan humillante. Pero el destino, disfrazado en forma de tarjeta de crédito perdida por un turista norteamericano, intervino. A las pocas horas había comido y bebido suntuosamente, tras vestirme de pies a cabeza en la elegante boutique para caballeros Manchoulette.

Aspiré el embriagador aire de París en el crepúsculo y me detuve unos instantes, contemplando las oscilantes posaderas de las enérgicas mujeres que se apresuraban hacia los asuntos del corazón. De pronto vi a un enorme chino tambaleándose bajo un terrible fardo de ropa para lavar. Me guiñó un ojo y tiró el fardo a mis desprevenidos brazos, haciéndome caer al suelo. Cuando conseguí levantarme de nuevo, pateando y debatiéndome contra el montón de nauseabundas ropas, se había desvanecido en un quiosco cercano.

Miré el fardo, aterrado ante la perspectiva de lo que podía contener, pero finalmente dominé mis nervios y desaté los dobles nudos. No había nada dentro excepto cuatro calzoncillos y once camisas sucias, dos de ellas con cuellos que necesitaban urgentemente una vuelta. Una nota escrita dentro, casi dolorosa en su intensidad, imploraba que no se almidonaran los calzoncillos.

Mientras meditaba acerca del secreto significado de aquel acontecimiento, Marnay apareció ante mí como una sombra materializándose de entre el humo. Me miró intensamente, sus ojos inyectados de las más curiosas líneas rojas, me tendió una tarjeta de visita blanca grabada en relieve, y luego cayó de bruces, víctima (supe más tarde) de un reventón de su vejiga, un caso médico que no había sido registrado en los anales desde hacía más de un siglo.

Tomé la tarjeta y agité una de sus blancas puntas bajo mi nariz. Una fragancia a la vez embriagadora y repelente me inundó. La tarjeta llevaba impreso un nombre, A. Systole, y una dirección, 23 rué de Daie. Empujando el cadáver hasta un arbusto de escaramujo donde algún perro aventurero lo descubriría seguramente antes de la mañana, me dirigí hacia la residencia de Monsieur Systole. Era, descubrí, una oscura estructura de piedra arenisca, de no más de catorce metros de altura, pero mantenida en buen estado gracias a un propietario constante y cuidadoso.

Me dirigí a la gárgola que servía de llamador justo en el momento en que un pequeño caniche que pasaba por la acera se volvía y empezaba a ladrarme de la manera más arisca posible. Siempre me he enorgullecido de mantener relaciones amistosas con los caniches, y me sorprendí enormemente ante las desagradables muestras de animosidad de aquella neurótica criatura. Abatí el llamador una vez, dos veces, suavemente pero con firmeza, debido a que la correa del caniche estaba muy gastada y amenazaba con romperse ante sus insistentes tirones.

Un rostro rubicundo apareció tras un panel deslizante de caoba, un rostro demasiado bien alimentado y que había vivido demasiado. Uno de los enormes ojos parpadeó en mi dirección, y luego la puerta se abrió de par en par y unos fuertes dedos me agarraron del codo y me ayudaron a entrar. Más tarde, ante un ardiente anisette, Clarot, porque naturalmente era él, me lo contó todo.

—¿Ha visto usted a mi esposa? —dijo, animándome con un movimiento de cabeza.

—Por supuesto que sí —dije disculpándome.

—Entonces comprenderá usted por qué he preferido desaparecer. Pero ¿cómo iba a vivir? Presentarme ante cualquier laboratorio químico hubiera sido muy expuesto. Decidí consagrar todos mis esfuerzos en una aventura a la vez creativa y lucrativa; algo que no requiriera una inversión de demasiados francos.

—Y tuvo éxito, por supuesto —exclamé, incapaz de contenerme.

—Extraordinario —dijo Clarot. Se puso en pie y estiró su enorme corpulencia como un monstruoso gato—. Venga conmigo y se lo mostraré —dijo jactancioso.

Seguí su cojeante silueta habitación tras habitación, todas amuebladas al estilo chino moderno, apartando mis ojos de algunos de los ejemplos más extremados. Abajo, en el sótano, estaba el más desordenado de todos los laboratorios, con retortas rotas por todos lados, un inactivo mechero Bunsen tirado a un lado, y un mortero de productos químicos solidificados con la maza clavada en la masa.

—Fue en estas sagradas estancias donde descubrí la sustancia aromática que excita a todos los perros —dijo Clarot—. Una vaharada, y el más tranquilo de los canes se convierte en un monstruo rabioso, dispuesto a atacarme y a despedazarme a mordiscos.

—¿Y qué maldito uso puede tener una sustancia así? —exclamé. Clarot colocó su dedo a un lado de su nariz, sagazmente.

—Hace que me muerdan una y otra vez —dijo, sonriendo torcidamente.

—¿Morderle? ¡Dios misericordioso!

—Olvida usted la ley, mi querido amigo. Soy juicioso, por supuesto, y me cuido mucho de la pernera de mis pantalones impregnada en ese aromático avance tan sólo dentro del radio de acción de los perros más pequeños. Sin embargo, algunos de esos pequeños bichos muerden como demonios.

Se inclinó y se masajeó pensativamente la tibia.

—Pero los propietarios se muestran generosos ante la amenaza de una denuncia —continuó—. Al menos la mayoría de ellos. Vivo bastante bien gracias a ello, como puede ver.

—Entonces ¿el olor de su tarjeta?

—Era el aromatique Clarot.

—¿No le importará que todo esto aparezca en L'Expressel —dije, pues todo buen periodista que se haga valer desea proteger sus fuentes.

—¿Importarme? —dijo Clarot frívolamente—. ¿Por qué debería importarme? Mientras charlábamos, he rociado abundantemente las perneras de sus pantalones con mi aromático. Cuando pulse el botón color chartreuse de esta pared, liberaré a mis sabuesos hiper-tensos, que procederán a despedazarlo a usted en fragmentos realmente pequeños.

Fue un gran error por parte de Clarot. La vida muelle lo había dejado muy poco en forma, y me costó muy poco patear y debatirme, librarlo de sus pantalones y colocar en su lugar los míos en sus desnudas piernas. Luego pulsé el botón color chartreuse y salí de la habitación, ignorando los gritos de súplica de Clarot.

Mientras abandonaba la casa de piedra arenisca, fui golpeado en la base del cráneo por una cocotte corta de vista, que había sido traicionada por Clarot y que me confundió con él debido a que llevaba sus pantalones color corzo. Su golpe me envió a la calzada, donde estuve a punto de ser atropellado por un Funke azul, un coche deportivo inglés.

Pasé en la sala común del Hópital des Trois Bailes, amnésico, más de tres meses. Una vez recobrada la memoria, me arrastré hasta las oficinas de L'Expresse y descubrí que Emile Becque había sido estrangulado por el enorme chino, que había interpretado mal su silencio telepático ante su exigencia de que le pagara la cuenta de la lavandería.

El nuevo director, un sombrío bretón, escuchó mis embrolladas explicaciones con incansable atención. Cuando hube terminado, me escoltó hasta la puerta y depositó la puntera reforzada en hierro de su zapato en mis posaderas, permitiéndome así abandonar el despacho a una velocidad realmente extraordinaria.

No me quedaba pues más remedio que ir a ver a Madame Clarot de nuevo. Tras un galanteo corto pero apasionado, se unió a mí en mi apartamento de encima de la Taberna de los Cuatro Grifos. Ya no bebe manzanilla, y pienso con considerable nostalgia en el día en que me acogió con helada sobriedad. Pero creo que le debo esto a Clarot.

* * *

Puede que, aunque yo no me haya dado cuenta de ello, Auguste Clarot esté lleno de simbolismo desplazado. Quizá sea incapaz de soportar la escalada de fraternidad en Vietnam, el mal trato discriminatorio a los hombres de color, y los abultados clichés voceados aquí y allá. Auguste Clarot fue para mí una alegre catarsis, y espero que lo sea también para los lectores.

Ersatz

Henry Slesar

El acto de colaboración entre escritores, completamente opuesto al acto de colaboración entre amantes, es sólo satisfactorio cuando ha terminado, nunca mientras está siendo realizado. He tenido el fastidio y el placer de haber colaborado con quizá media docena de escritores en los once años que llevo como profesional. (Nunca he sido amante de ninguno de ellos.) Con Avram Davidson escribí una especie de disparate tan cargado de chistes personales y referencias literarias que me sentí obligado a escribir un artículo de 10.000 palabras explicando la historia para acompañar a las 7.000 palabras de ficción antes de conseguir publicarlo. No por casualidad, la historia se llamaba
Up Chistopher to Madness
(
De Christopher hasta la locura
), y el artículo se titulaba
Scherzo por Schizoids
(
Scherzo para esquizoides
). Con Huckleberry Barkin escribí una historia de seducción humorística (términos que considero contradictorios) para Playboy titulada
Would yon Do It for A Penny
? (¿
Lo haría usted por un centavo
?); y con Robert Silverberg una historia policiaca titulada
Ship-Shape Pay-Off
(
Atildado sí paga
). Incluso escribí una historia con Budrys en una ocasión.

Pero el trabajo en colaboración es generalmente algo desmoralizador, lleno de trampas tales como el desacuerdo conceptual, el choque de estilos, la latente pereza, la verbosidad, la confusión, y simplemente el escribir mal. Cómo se las arreglaban Pratt y De Camp o Nordhoff y Hall es algo que nunca he acabado de entender. Sin embargo, con dos escritores sí he podido colaborar siempre con facilidad, y los productos resultantes han superado lo que cualquiera de los dos aisladamente hubiéramos podido conseguir. El primero es Joe L. Hensley, que aparece en otra parte de esta antología, y del cual hay mucho que decir; pero en otro lugar. El segundo es Henry Slesar, del cual hay muchas cosas que decir aquí. Me siento feliz de tener la oportunidad de decirlas porque han estado en mi cabeza desde hace muchos años, y como rozan la naturaleza de un poema de amor, no son obviamente la clase de cosas que uno pueda decirle a un hombre a la cara.

(El concepto de afecto entre hombres ha sido tan castrado —literalmente— que desplegar cualquier signo de alegría ante la presencia, la compañía o la comprensión de otro hombre es tomado por los patanes como un signo seguro de homosexualidad. No quiero dignificar la implicación, pero sí afirmaré claramente que yo no suscribo la vil teoría de que existe algo entre Batman y Robín aparte una gran fraternidad. Alguna gente tiene una garganta que parece un albañal.)

Creo que el elemento operativo en toda colaboración que tenga éxito es el compañerismo. Basado en el respeto, la admiración y la confianza en la moralidad del otro hombre, el sentido de la habilidad en el trabajo y el sentido de la justicia. Para aceptar el juicio de otro escritor en la forma y dirección de una historia, uno debe primero respetar y admirar lo que el otro ha hecho por sí mismo. Debe haber hecho sus pruebas. Luego tiene que sentirse inconscientemente seguro para seguir el instinto del otro hombre en cuanto a todo lo que se dice en la historia, en términos generales y en términos de ética y moralidad. Sólo entonces se sentirá seguro dejando que la creación aún informe sea moldeada por otras manos. Y finalmente, por las extensiones e implicaciones de la amistad, uno sabe que el otro hombre desea un conjunto unificado, un producto de dos mentes y talentos individuales, antes que una historia que ha sido robada del almacén de ideas de otro hombre. Sí, creo que la amistad debe estar presente en la colaboración para que ésta sea un éxito. Henry Slesar y yo hemos sido amigos durante más de diez años.

Conocí a Henry tras una conferencia que di en la Universidad de Nueva York en 1956. La presunción de decirles yo a una clase de futuros escritores creativos cómo funcionar en la arena comercial, tras sólo un año de trabajo profesional, era asombrosa. Pero aparentemente (Henry me lo ha dicho numerosas veces), hasta entonces aquella clase había sido alimentada con grandes cantidades del habitual pienso literario, numerosas teorías extraídas de textos ineptos, pero muy pocos consejos prácticos de cómo vender lo que la clase había escrito. Puesto que yo era un escritor que no tenía dificultades en ser publicado —desde hacía poco tiempo, sin embargo, por aquel entonces—, me sentí justificado explicándoles simplemente cómo obtener el mejor contrato y cómo impedir ser engañado, antes que cómo conseguir retomar la antorcha de Chejov. (Comentario: como queda demostrado por la preponderancia de escritores sólo en este volumen, los escritores memorables nacen, no se hacen. Creo en esto firmemente. Oh, es posible aprender a manejar el idioma de una forma competente, incluso es posible aprender a manejar una intriga como un ordenador. Pero eso es algo distinto: es la diferencia entre ser un autor y ser un escritor. El primero pone su nombre en los libros, el segundo escribe. Entre todos los cursos de literatura que he conocido —como alumno, conferenciante, oyente o espectador interesado—, sólo he encontrado uno que pareciera saber de qué estaba hablando. Se trataba de la serie de clases dadas por Robert Kirsch en la Universidad de California en Los Ángeles. En los primeros diez minutos dejó bien claro que, si sus oyentes no sabían ya escribir, entonces era mejor que se apuntaran a otro tipo de curso, porque él estaba dispuesto a enseñarles las superficialidades, pero la chispa de la creatividad tenía que estar ya allí, o simplemente pasarían su tiempo en una constante masturbación. Se nace, no se hace, pese a lo que algunas agencias literarias les digan a sus pobres víctimas tras haberles hecho pagar los honorarios correspondientes.)

Tras la clase, Henry yo nos encontramos a menudo. Él era por aquel entonces director creativo en la agencia de publicidad de Robert W. Orr. (Henry es el hombre que creó el célebre anuncio para
Life Saver
consistente simplemente en una página llena de caramelos alineados en filas y la frase: «No chupe esta página». Ganó un premio, el anuncio y Henry.) Pero aparte los discos de
Bix Beiderbecke
, la única pasión de Henry es escribir. Nunca he encontrado a un hombre que deseara tanto poner las palabras sobre el papel y que, desde un principio, supiera hacerlo con tanto talento. Durante el primer año de su carrera vendió historias a Ellery Queen's Mystery Magazine, Playboy y una docena más de revistas de primera línea. Nos encontrábamos por la tarde, ya fuera en mi pequeño apartamento de la calle Ochenta y dos Oeste, cerca de la avenida Amsterdam, o en su enorme residencia dominando la avenida West End, y tras algunas horas de charla entre nosotros y nuestras esposas (en aquellos tiempos yo estaba casado con la Zona de Desastre n.° 1), desaparecíamos en el despacho de Henry y escribíamos un relato corto. Completo en una tarde. Normalmente historias de ciencia ficción o policíacas: The Kissing Dead, Sob Story, Mad Dog, RFD # 2, The Man wiíh the Creen Nose. Trabajábamos bien juntos, aunque no de una forma enteramente racional. A veces yo empezaba con un título y la primera frase, escribiendo algo tan insólito y peculiar que no daba lugar a seguir un argumento. O Henry iniciaba la historia y escribía un millar de palabras de una complicadísima intriga, abandonándola en mitad de un diálogo. De tanto en tanto trazábamos un esquema por anticipado de lo que queríamos hacer. Pero fuera cual fuese la forma o la dirección empleada, siempre obteníamos una historia publicable de la colaboración. Vendimos todo lo que escribimos juntos. Era como un juego de salón, una diversión, una afición que nos pagaba en buenos ratos y en dinero para cigarrillos.

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