»Luego se quedó allí de pie, con el dorso de las manos en las caderas, sin jadear siquiera, observando el blasfemante y aullante revoltijo disperso en el pavimento del callejón. Me acerqué y me ubiqué a su lado. Uno o dos de ellos se pusieron de pie y se alejaron renqueando. Una de las mujeres comenzó a gritar…; supongo que maldiciones, pues no se oían las palabras. Volví la luz hacia ella y se calló de inmediato.
»—¿Estás bien? —me preguntó el hombre alto.
»—Con el pecho hundido —le contesté—, pero no te preocupes, puedo usarlo como frutero cuando esté acostado.
»Se rió y, volviendo la espalda al enemigo, me guió en la dirección en que había venido. Se presentó como Vorhidin, de Vexvelt, y yo le dije quién era. Agregué que había estado buscando a un vexveltiano, pero antes de que pudiera proseguir se abrió un negro agujero a la izquierda y una voz susurró: «Rápido, rápido». Vorhidin apoyó una mano en mi espalda y me dio un leve empujón.
»—Entra, Charli Bux de Terratu.
»Y allí fuimos; yo tambaleé a lo largo de algunos escalones, primero porque ignoraba que estaba allí y después porque no estaban en el sitio en que yo supuse que debían estar. Una gran puerta se cerró ruidosamente detrás de nosotros y se encendió una difusa luz amarilla. Allí había un pequeño hombrecito de piel olivácea y brillantes bigotes aceitados.
»—Vorhidin, por el amor de Dios, te dije que no vinieras a la ciudad, ¡Te van a matar!
»—Este es Charli Bux, un amigo —dijo Vorhidin por toda respuesta.
»El hombrecito se adelantó y comenzó a palparlo en los brazos y las costillas para verificar si tenía heridas. Vorhidin se rió y lo hizo a un lado.
»—¡Pobre Tretti! ¡Siempre teme que me suceda algo! No te preocupes por mí, miedoso. Revisa a Charli. Recibió un golpe en las costillas que me estaba destinado.
»El pequeño Tretti emitió un sonido similar a un chirrido y antes de que pudiera impedírselo ya había abierto mi camisa, me había quitado la linterna de la mano y con ella encendida estudiaba la magulladura.
»—Tu próxima mujer podrá admirar una hermosa puesta de sol —bromeó Vorhidin.
»En un abrir y cerrar de ojos Tretti salió y volvió con algo con lo que me roció; era fresco y agradable; parte del dolor se desvaneció.
»—¿Qué tienes para nosotros? —preguntó Vorhidin, y Tretti llevó la luz a otra habitación.
»Allí había pilas de mercancías, en su mayor parte productos manufacturados, utensilios y herramientas. Advertí además un enorme montón de cartuchos de trideo, la mayoría de música y de obras de teatro, pero también una o dos novelas. Casi todo el resto de las cajas era del mismo tipo. Vorhidin tomó un envase de unos veinte kilos y lo hizo girar hasta que vio la etiqueta: Espectroscopio molar.
»—En realidad no necesitamos parte de esta mercancía —dijo—. Pero nos gusta ver qué se está haciendo y cómo está diseñado. Algunas veces son mejores, en otros casos no. Nos agrada comparar, eso es todo.
«Volvió a ponerlo en su lugar suavemente; buscó en el bolsillo y exhibió en la palma de la mano más de una docena de piedras que resplandecían hasta el punto de herir la retina. Una de ellas, azul, sobresalía entre las demás. Tomó la mano de Tretti, la atrajo hacia sí y la llenó de gemas.
»—¿Son suficientes para este embarque?
»No lo pude evitar, eché una mirada en derredor de la habitación e hice un cálculo estimativo del contenido…; cien veces cada cosa que había allí no cubría el valor de esa piedra azul. Los ojos de Tretti se desorbitaron. No podía pronunciar una sola sílaba. Vorhidin meneó la cabeza y le dijo riendo:
»—Muy bien.
»Y metiendo de nuevo la mano en el bolsillo del pantalón extrajo cuatro o cinco más. Pensé que Tretti iba a echarse a llorar; tenía razón. Lloró.
»Comimos algo y le conté a Vorhidin cómo había llegado allí. Me dijo que era preferible que me llevara consigo. Le pregunté adonde, y me dijo a Vexvelt. Comencé a reír. Le confesé que había estado estrujándome los sesos tratando de encontrar la manera de decir eso mismo, y entonces él también rió y me respondió que en realidad ya la había encontrado, y por dos buenas razones.
»—Primero, te debo un favor por eso —afirmó, inclinando la cabeza en dirección a la pared que daba al callejón—. Segundo, si te quedaras aquí no sobrevivirías a esta noche.
»Quise saber por qué, pues, por lo que había comprobado, allí había peleas, continuamente y luego, una hora más tarde, uno podía ver a los contrincantes bebiendo del mismo jarro. Contestó que no era lo mismo.
»—Nadie ayuda a un vexveltiano. Si lo haces, en lo que a Leteo se refiere te conviertes en uno de ellos.
»Entonces quise saber qué tenía Leteo contra Vexvelt. Dejó de masticar y me miró durante un largo tiempo, como si no me entendiera. Luego dijo:
»—Realmente no sabes nada sobre nosotros, ¿verdad?
»—Bueno, no mucho —le contesté.
»—Entonces ahora hay tres buenas razones para llevarte a Vexvelt conmigo —agregó.
»Tretti abrió las puertas dobles en el extremo más lejano del depósito; allí había un gran camión estacionado, y otro juego de puertas que daban a la calle. Cargamos las cajas en el camión y entramos en él, con Vorhidin al volante. Tretti se subió a una escalera, acercó los ojos a algo, luego hizo girar una rueda.
»—Es un periscopio —me aclaró Vorhidin—. Desde el exterior parece el asta de una bandera.
»Tretti agitó una mano en dirección a nosotros. Las lágrimas corrían nuevamente por sus mejillas. Apretó un interruptor y las puertas se abrieron, dejándonos el paso libre. El camión salió del almacén haciendo rechinar las ruedas, mientras las puertas se cerraban rápidamente a nuestras espaldas. Vorhidin condujo el camión con el cuidado con que podría hacerlo una ancianita. El parabrisas y las ventanillas eran de cristal polarizado, con vista en un solo sentido. Varias veces me pregunté qué harían aquellas hordas de borrachos y degenerados si pudieran ver el interior.
»—¿De qué están asustados? —le pregunté a Vorhidin. Al parecer no entendió la pregunta. Le aclaré—: La mayoría de las veces la gente forma una pandilla para atacar a alguien porque de una forma u otra está asustada. ¿Qué suponen que vais a quitarles?
»—Su decencia —dijo después de reírse, y eso fue todo lo que pude sacarle en el camino al espaciopuerto.
»El navío vexveltiano estaba ubicado a varios kilómetros de la terminal, en un camino endemoniado, más allá del límite del pavimento y cerca de algunos árboles. Se había declarado un incendio cerca de la nave. Cuando nos aproximamos pude comprobar que en realidad no era cerca, sino que habían encendido fuego debajo mismo de la nave. Allí había reunida una considerable multitud, quizá más de cincuenta personas, la mayoría mujeres, la mayoría borrachos. Bailaban y se tambaleaban por los alrededores y arrastraban ramas y leña debajo de la nave. Esta se encontraba apoyada sobre la cola, al estilo de los antiguos cohetes químicos de los cuentos de hadas.
»—Estúpidos —masculló Vorhidin, y movió algo que llevaba en la muñeca.
«Inmediatamente el cohete comenzó a rugir sordamente, y todos huyeron dando alaridos. Hubo una gran explosión de vapor y las ramas saltaron hacia todos lados; durante unos momentos el pavimento se colmó de gente corriendo, cayéndose y gritando, y de bicicletas y vehículos que daban vueltas alocadamente y chocaban unos con otros. Al rato todo se aquietó y pudimos acercarnos. Una enorme escotilla se abrió y de ella surgió un gran botalón con su marco, el cual descendió hasta el nivel del suelo. Vorhidin enganchó y acerrojó el transporte en su alvéolo, me hizo señas de que lo siguiera, aseguró los controles y volvió a tocar el mando que llevaba en la muñeca. Toda la sección de carga del camión comenzó a desplazarse, incluidos nosotros, mientras el remolque se dirigía de regreso al depósito por sus propios medios.
»La única tripulación que llevaba la nave era un joven oficial de comunicaciones — añadió Charli Bux cuidadosamente.
Con brillantes alas negras por cabello, pedacitos de cielo en los ojos almendrados y una boca plena e insinuante. Se apretó largamente a Vorhidin, expresando con su risa un mensaje que no podía decirse con palabras; él estaba a salvo.
—Tamba, éste es Charli. Viene de Terratu y luchó por mí.
Entonces ella se acercó y lo abrazó y lo besó también; aquella boca increíble, aquella cálida, suave y al mismo tiempo fuerte boca. Compartieron el beso por una hora, pues durante una hora sintió los labios de ella sobre los suyos, aunque ella lo había besado sólo un segundo. Durante una hora entera la boca de ella difícilmente pudo estar más cerca de ella misma que de la propia y asombrada carne de Charli.
—La nave se encaminó hacia el sol y el norte celeste —prosiguió Charli—. Mantuvo su curso dos días. Leteo tiene dos lunas; la más pequeña es sólo una roca, un asteroide. Vorhidin equiparó las velocidades con esta última, flotando a la deriva a un kilómetro escaso de distancia.
La primera noche Charli colgó su litera en el mamparo de popa y se tendió allí, sufriendo penosamente el empuje de los reactores, tan intenso como el de su corazón y sus riñones. Nunca había visto una mujer como aquélla…, que había dejado de ser niña sólo poco tiempo atrás. Tan alegre, tan total y estrictamente ella misma.
—La ropa molesta en una nave, ¿no crees? —le dijo media hora después del despegue—. Sin embargo, Vorhidin piensa que debo pedir tu opinión, ya que las costumbres son diferentes de un mundo a otro, ¿no es así?
—La nave y las costumbres son vuestras, no mías —apenas fue capaz de decir Charli.
Ella le dio las gracias, luego tocó la pequeña pieza brillante que llevaba en el cuello y los vestidos cayeron a sus pies.
—De esta manera la intimidad es mucho mayor —aclaró cuando se alejaba—. Una puerta cerrada significa mucho más para las personas desnudas; está cerrada por un motivo real, y no por la posibilidad de ser visto en paños menores.
Tomó sus ropas y las ubicó en uno de los camarotes. Era el de Vorhidin. Charli se recostó débilmente contra el mamparo y cerró los ojos. Los pezones de Tamba eran como su boca, plenos y suplicantes. Vorhidin también andaba despreocupadamente desnudo, pero Charli no se quitó la ropa; los vexveltianos no hicieron comentario alguno al respecto. La noche resultó muy larga. Durante un rato parte del peso de Charli se transformó en cólera, y eso lo ayudó a soportarlo. Viejo y canoso hijo de su madre, lo bastante viejo como para ser el padre de Tamba… Pero no podía durar y se rió de sí mismo. Recordó la primera vez que había ido a un club de esquí. Allí había todo tipo de gente: jóvenes, viejos, ricos, trabajadores, profesionales; pero había una diferencia. Aquel lugar, por ser lo que era, ocultaba a los sedentarios de cara maquillada y hombros caídos, a los sibaritas regordetes. Alrededor de Charli sólo había ojos claros, espaldas erguidas y pieles curtidas por el frío y la diversión. Los que caminaban no lo hacían ociosamente, iban a algún lado; los que descansaban lo hacían alegremente, con un bien ganado reposo. Así era el aura de Vorhidin…; no sólo una cuestión de piel y ojos claros, que ciertamente los tenía; esas mismas cualidades estaban en su interior, en sus huesos, irradiaban desde su mente. Era algo muy difícil de explicar, pero resultaba un placer convivir con eso. El segundo día, muy temprano, Vorhidin se le acercó cuando se encontraban solos en el cuarto de control y le preguntó si le gustaría dormir con Tamba esa noche. Charli boqueó como si le hubieran golpeado en el estómago con un puñado de hielo molido. Se sonrojó y tartamudo:
—Si ella, si ella…
Se preguntaba fuera de sí, cómo haría para pedírselo. En realidad no tenía motivos para preocuparse.
—¡Él está encantado, querida! —gritó Vorhidin, y la cara de Tamba se asomó en el corredor.
—Te lo agradezco mucho —dijo sonriendo.
Y entonces (después de la larga noche), aquél fue el día más largo de su vida; pero ella dejó que todo sucediera a su debido tiempo, dulce, fuerte y sin apuros. Después se quedó tendido mirándola, con un asombro tan duradero y absoluto que la hizo reír. Inundó su cara con el negro cabello y con sus besos y por fin lo inundó por completo con aquella flexible y dócil fuerza suya. Esta vez fue más violenta y exigente, hasta que con un grito final Charli cayó desde la cumbre misma del placer y el goce al más directo, total y absoluto sopor que hubiera conocido nunca. Veinte minutos después, quizás, abrió los ojos y encontró su mirada sumergida profundamente en una celeste gloria, los ojos de ella tan cerca de los suyos que sus pestañas se mezclaban. Más tarde, mientras conversaban en la sala de oficiales con las manos entrelazadas, se volvió y descubrió a Vorhidin de pie en la puerta de entrada. Se acercó a ellos con un largo paso y ubicó un brazo en torno de cada uno. Nadie habló. ¿Qué se podía haber dicho?
—Hablé mucho con Vorhidin —siguió diciendo Charli Bux al Director de Archivos—. Nunca conocí a un hombre tan seguro de sí mismo, de lo que quería, de lo que le agradaba, de lo que creía. Lo primero que dijo cuando mencioné el tema del comercio fue «¿Para qué?». Jamás en toda mi vida pensé que alguien pudiera preguntar eso. Todo cuanto hice, al igual que cualquiera, fue comerciar donde pude y en la mayor escala posible. Pero él quería saber para qué. Pensé en las gemas entregadas a cambio de esa chatarra que llevábamos en la bodega y en el niobio puro al precio de simple manganeso. Un comerciante llamaría a eso ignorancia, otro quizás un buen negocio, y ambos tratarían de conseguir más…; cuentas de vidrio a cambio de marfil. Pero se ha tenido noticias de culturas que comerciaban de esa forma por razones éticas o religiosas: dar siempre más de lo que se recibe en la moneda del otro tipo. O quizás eran simplemente ricos. Acaso había tanta riqueza en Vexvelt que la única forma en que la podían invertir era…, bueno, como él dijo, en manufacturas; así podían comparar diseños «Algunas veces mejores que los nuestros, en otros casos no». Se lo pregunté.
»Me lanzó una profunda mirada, que al metro y medio de distancia en que nos encontrábamos me pareció como si estuviera ahogándome en los inefables lagos azules de los ojos de Tamba, pero ¡cuidado!, no pienses en eso cuando hables con este viejo de pie ante un equipo de rayos X.
»—Sí, supongo que somos ricos —contestó por último—. No necesitamos muchas cosas.
»—De cualquier manera —argüí—, podríais obtener precios mucho más bajos por los pocos productos con los que comerciáis.