Visiones Peligrosas III (2 page)

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Authors: Harlan Ellison

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Visiones Peligrosas III
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De todos modos, el caso fue que en un lapso de poco menos de tres décadas Terra fue despoblada con ayuda de muchos miles de naves que partían hacia cientos de mundos (dejando atrás, por supuesto, a ciertos recalcitrantes que, por supuesto también, ciertamente murieron); y los nuevos mundos fueron colonizados con gran variedad de hechos heroicos, así como también de éxito.

Sucedió, sin embargo (de una manera demasiado abstrusa para ser descrita en este tipo de relato de ciencia ficción) que la Central de Impulsión de la Tierra, un computador central, era no sólo la única manera de seguir el rastro de todos los mundos, sino también el único modo de mantenerlos comunicados entre sí, y cuando esta instalación sumó su efímera mancha brillante al océano deslumbrador de la Nova, desapareció toda posibilidad de que los nuevos mundos se encontraran unos con otros sin el arduo proceso de búsqueda por medio de naves no tripuladas. Les llevó largo tiempo a cada uno de los mundos nuevos desarrollar la necesaria tecnología, e incluso un tiempo más largo aún para que dicha tecnología se tornara operacionalmente productiva, pero al fin, en un planeta que se llamó a sí mismo Terratu (el sufijo significaba tanto «también» como «dos»), pues resultó ser el tercer planeta de una estrella tipo GO, apareció algo que fue llamado Archivos, una especie de índice y centro distribuidor de todos los mundos habitados conocidos, que convirtió a dicho planeta en la central de comunicaciones y despachos, tanto para su propio comercio con ellos como para las relaciones de unos con otros; en suma, algo muy beneficioso para todos. Un efecto colateral, por supuesto, fue la convicción desarrollada en Terratu de que, por el hecho de ser la Central de Comunicaciones, era también el centro del universo, y por lo tanto debía controlarlo; pero después de todo, esos son los gajes del oficio que aquejan a todas las entidades conscientes.

Y ahora ya estamos en condiciones de determinar con exactitud qué tipo de relato de ciencia ficción es éste.

—Charli Bux —restalló la voz de Charli Bux—, para ver al Director de Archivos.

—No lo dudo —contestó la bonita chica del escritorio, con el frío tono que las chicas bonitas reservan para los visitantes apurados e indignados, que claramente ignoran, o no les interesa, que la chica sea bonita—. ¿Concertó la entrevista con anterioridad?

El hombre parecía joven y agradable, a pesar de su prisa e indignación. Sin embargo, el modo en que disimulaba esas cualidades, fijando —por fin— sus ojos entrecerrados en la cara de ella vuelta hacia arriba, sin demostrar en ningún momento signos de. haber reparado en su hermosa juventud, logró que la chica lo catalogara como desagradable.

—¿Tiene un libro de citas? —replicó él, fríamente.

Ella no encontró ninguna respuesta adecuada, pues tenía un libro de esa especie; es más, estaba abierto delante de ella. Colocó una dorada y bien cuidada uña sobre el nombre inscrito, comparándolo, con entusiasmo negativo, con su cara, y siguió el renglón hasta la hora anotada. Echó una rápida mirada al reloj de su escritorio, posó una uña en un intercomunicador y dijo:

—Un tal señor Charli…, este…, Bux quiere verlo, señor Director.

—Hágalo pasar —contestó el intercomunicador.

—Puede pasar.

—Ya lo sé —fue la seca respuesta.

—Usted no me gusta.

—¿Cómo dice? —preguntó él.

Pero evidentemente estaba pensando en otra cosa y antes de que ella pudiera repetir la observación desapareció por la puerta interior.

El Director de Archivos había desempeñado sus funciones el tiempo suficiente como para esperar de sus interlocutores cortesía, respeto y sumisión, y además eso le complacía. Charli Bux irrumpió en su despacho, arrojó estrepitosamente una carpeta sobre el escritorio, se sentó sin ser invitado, e inclinándose hacia delante rugió:

—Maldita sea…

Gracias a que había sido prevenido, el Director de Archivos no se sorprendió. Había planeado exactamente todo lo que debería hacer para manejar a aquel joven impetuoso, pero al tener que enfrentar la medida real del temperamento de Bux comprobó que sus planes eran menos útiles que despreciables. Estaba sorprendido, pues una rápida ojeada a su boca abierta y a los febriles movimientos de sus manos —gesto que creía perdido y olvidado mucho tiempo atrás— echó por tierra cualquier plan que pudiera haber trazado previamente.

—Uf…, la puta que lo parió —gruñó Bux, mientras su rabia se desinflaba notoriamente—. La grandísima puta que lo parió. —Miró a las horrorizadas cejas del viejo e hizo una mueca—. Creo que no es culpa suya. —La mueca desapareció—. Pero de todas las estúpidas demoras que he soportado en mi vida, ésta ha sido sin duda la peor. ¿Tiene usted idea de la cantidad de oficinas en las que he entrado y salido con esto —golpeó la pesada carpeta— desde que volví?

El Director de Archivos lo sabía perfectamente, pero de todos modos preguntó:

—¿Cuántas?

—Demasiadas, pero así y todo la mitad de las que recorrí antes de ir a Vexvelt.

Al decir eso cerró los labios con un chasquido y se inclinó hacia delante nuevamente, clavando su brillante y penetrante mirada, como dos rayos láser gemelos, en el viejo. El Director se descubrió a sí mismo luchando por no ser el primero en desviar la mirada, pero el esfuerzo lo obligó a recostarse cada vez más atrás, hasta que por último se apoyó en los almohadones de su sillón, con la barbilla apenas levantada. Comenzó a sentirse un poco ridículo, como si se hubiera visto obligado con engaños a trabarse en lucha con el criado de un desconocido.

Fue Charli quien primero apartó la vista, pero ésa no fue una victoria del viejo, ya que la mirada del muchacho dejó sus ojos en forma tan perceptible como si su pecho se hubiese librado de la presión de la palma de una mano, y literalmente se desplomó hacia delante al aliviarse la fuerza que lo retenía. Sin embargo, aunque hubiese sido una victoria para él, Charli Bux pareció despreocuparse por completo del asunto.

—Creo que voy a contarle todo acerca de… cómo llegué a Vexvelt —dijo, tras una larga y concentrada pausa—. No tenía pensado hacerlo, o al menos iba a decirle sólo lo que creía que usted necesitaba saber. Pero recuerdo lo que tuve que pasar para llegar hasta allí, y lo que todavía estoy pasando desde que regresé, y al parecer todo es lo mismo. Ahora las trabas han desaparecido. Ignoro qué las reemplazará pero, por todos los demonios del infierno, ya han conseguido sacarme de quicio, ¿entiende?

Si esas palabras eran un intento de llegar a un acuerdo, el Director de Archivos no tenía la menor idea de qué se trataba.

—Creo preferible que empiece por algún sitio —dijo diplomáticamente; y luego agregó, sin levantar la voz pero con inmensa autoridad—: Y con calma.

Charli Bux lanzó una sonora carcajada.

—Nunca paso más de tres minutos con alguien sin que me pida que me calme. Bienvenido al Club de Apaciguadores de Charli; miembros: la mitad del universo; miembros potenciales: todo el resto. Lo siento. Nací y me crié en Biluly, donde no hay más que vientos alisios, cañones de roca desnuda y arrecifes, y donde la única manera de susurrar es a gritos. —Hizo una pausa y prosiguió más apaciguado—. Pero no vamos a ponernos ahora a discutir el asunto. Estoy hablando de un leve detalle aquí, y otro pormenor allá, que puestos juntos y sumados dan la idea de que existe un planeta del que nadie sabe nada.

—Hay miles…

—Quiero decir, un planeta del que nadie quiere que se sepa nada.

—Supongo que habrá oído hablar de Magdilla.

—Sí, con catorce tipos de microsporas alucinógenas desperdigadas en la atmósfera y con carcinógenos en el agua. Nadie quiere ir allí, y nadie quiere que otros vayan, pero nadie le impide a uno conseguir información sobre Magdilla. No, me refiero a un planeta que no es noventa y nueve por ciento Terrón Optimum, ni noventa y nueve con noventa y nueve, sino tantos nueves que se podría cambiar el sistema de referencia y llamar a la propia Terra noventa y siete por ciento en comparación con él.

—Eso sería lo mismo que decir «ciento dos por ciento del normal» —acotó presurosamente el Director.

—Si usted prefiere las tablas estadísticas a la verdad… —gruñó Bux—. Aire, agua, clima, flora, fauna y recursos naturales con seis nueves decimales, tan fáciles de obtener como en cualquier lugar, o más… Y nadie sabe nada de él. O si lo saben, fingen que lo ignoran. Y si uno los acorrala un poco lo mandan a otro departamento.

El Director extendió las manos.

—Yo diría que las circunstancias son una prueba suficiente. Si no hay contacto con ese, hum, notable lugar, eso demuestra que lo que quiera que posea se puede obtener tanto o más fácilmente mediante las rutas establecidas…

—¡Sí, obtener una mierda! —gritó Bux. Luego se dominó y meneó la cabeza con amargura—. Perdóneme otra vez, señor Director, pero este asunto ya hace mucho que me enfurece. Lo que usted acaba de decir es lo mismo que si un par de trogloditas comentara «No tiene sentido edificar una casa ya que todo el mundo vive en cuevas». —Al ver los ojos cerrados, los largos y pálidos dedos apoyados en las blancas sienes, Bux reiteró—: Ya le he dicho que lamento haber vociferado de esa forma.

—En todas las ciudades de todos los planetas habitados —dijo el Director de Archivos pacientemente—, en todo el universo conocido, existen clínicas públicas gratuitas donde todas las reacciones a las tensiones pueden ser debidamente diagnosticadas, tratadas o prescritas con eficacia, rapidez y dignidad. Confío en que no lo tome como una intromisión en su vida privada si formulo una observación, en absoluto profesional (ya lo ve, no pretendo ser un terapeuta): en algunos momentos un ciudadano no tiene conciencia de sufrir agudas tensiones o estrés, aunque ello pueda ser claramente, quizá dolorosamente evidente para otros. Y no sería una descortesía, ni una falta de delicadeza, que un comprensivo extraño sugiriera a ese ciudadano que…

—Lo que usted quiere decir con toda esa palabrería es que tendría que hacerme revisar la cabeza.

—De ninguna manera. No soy un especialista. Pienso, sin embargo, que una visita a una de esas clínicas…, hay una a pocos pasos de aquí, podría tornar las… relaciones entre nosotros mucho más fáciles. Me será muy grato concederle otra cita cuando se sienta mejor. Quiero decir cuando…, este…

Terminó la frase con una sonrisa helada y se inclinó hacia el intercomunicador.

Desplazándose casi como una nave movida por impulsión, Bux pareció dejar de existir en la silla destinada a los visitantes y reapareció instantáneamente al lado del escritorio, con un robusto y largo brazo extendido, en tanto su vigorosa mano bloqueaba el camino hacia el intercomunicador.

—Primero escúcheme —dijo suave, muy suavemente. Eso en sí mismo eran tan asombroso como si el Director de Archivos hubiese empezado a barritar como un elefante—. Escúcheme, por favor.

El viejo retiró la mano, pero la entrelazó con la otra y ubicó el nítido juego de dedos en el borde del escritorio. Parecía la imagen del empecinamiento.

—Mi tiempo es considerablemente limitado, y su legajo es demasiado voluminoso.

—Es muy voluminoso porque soy un perro de presa que persigue detalles; eso no es una jactancia, es un defecto. A veces no sé dónde detenerme. Puedo ir al grano con suficiente rapidez…, todo este material lo confirma. Quizá la décima parte sería suficiente, pero vea, a mí me importa un comino. En realidad me importa tres cominos. De cualquier forma, usted ha presionado justo el botón correcto en Charli Bux. «Hacer nuestras relaciones más fáciles.» Bueno, correcto. No voy a putear, no voy a insultar, y no le voy a tomar demasiado tiempo.

—¿Puede hacer todo eso?

—¡Mierda, sí…! Hum… —Disparó al Director su sonrisa de treinta mil bujías; luego echó atrás la cabeza y tomó aliento. Miró de nuevo hacia delante y dijo apaciblemente—: Sin duda puedo hacerlo, señor.

—En tal caso…

El Director de Archivos agitó la mano en dirección a la silla de los visitantes. Charli Bux, incluso un contrito Charli Bux, era aún demasiado ancho y alto. Pero una vez ubicado, se quedó en silencio por un lapso tan largo que el viejo se agitó impaciente. Charli levantó rápidamente la vista y se excusó.

—Sólo estoy tratando de ordenar todo, señor. Gran parte le parecerá digna de que me prescriban un tratamiento de shock y una larga estancia en el manicomio, lo sé, y eso sin ser modesto en cuanto a sus conocimientos profesionales. Una vez leí un cuento acerca de una niñita que tenía miedo a la oscuridad porque había un hombrecito rojo y peludo, con colmillos venenosos, escondido en el armario. Todo el mundo se empeñaba en decirle: «No, no, no hay tal hombrecito. Debes ser sensata, debes ser valiente». Hasta que un día la encontraron muerta; tenía una mordedura similar a la de una víbora, y su perro había matado a una criatura roja y peluda… Puedo decirle que hubo una especie de confabulación para impedirme obtener información acerca de un planeta, hasta que me enfurecí y decidí ir allí para enterarme por mí mismo. «Ellos» hicieron todo lo posible para impedírmelo; me hicieron ganar un sorteo cuyo premio mayor era un viaje a donde deseara, excepto allí, y donde pudiera invertir el tiempo de mis vacaciones. Puedo agregar que cuando lo rechacé me dijeron que no había Guía de Impulsión orbitando alrededor de ese planeta, y que estaba demasiado lejos para alcanzarlo a través del espacio normal. ¡Y eso era una maldi…, una sucia mentira, señor! Luego, cuando descubrí una manera de alcanzarlo mediante sucesivas etapas, comenzaron a poner trabas a mis registros de crédito, de manera que no me fuera posible comprar mi pasaje. En resumen, no puedo culparlo por colgarme el rótulo de paranoico y aconsejarme que vaya a hacerme ver la cabeza. Sólo que todo eso fue real, que todas las cosas sucedieron realmente y no fueron meros desvaríos, sin importar lo que todo el mundo más dos tercios de Charli Bux (en el momento en que «ellos» terminaron conmigo) creyeran. Poseía algunas evidencias y creía en ellas. Disponía de una tonelada de opiniones en contra. Se lo aseguro, señor, tenía que ir. Tuve que hundirme hasta las rodillas en el suave pasto de Vexvelt, aspirar el olor a cedro de un fogón de campamento y sentir el cálido viento en mi cara —«y mis manos entrelazadas con las de una chica llamada Tyng, junto con mi corazón y mi esperanza, y una deslumbrante maravilla coloreada como un amanecer y con gusto a lágrimas»— para permitirme a mí mismo creer que no me había equivocado y que existía un planeta llamado Vexvelt, que tenía todas las cosas que sabía que tenía —«y más, más, oh, mucho más de lo que alguna vez te diré, viejo». Al fin quedó silencioso, con la mirada lejana y luminosa.

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