Cuando estaba a unos veinte metros vi moverse algo en una de las jaulas, su blanca forma pasando por delante de los barrotes. No había ninguna señal ni del enano ni de la joven, pero los carromatos habían sido puestos de nuevo en su lugar.
De pie en el centro de las jaulas, miré inseguro a mi alrededor, consciente de que sus ocupantes habían salido finalmente de sus casetas. Los angulosos cuerpos grises seguían siendo indistintos en la semioscuridad, pero tan familiares como el penetrante olor que brotaba de las jaulas.
Una voz gritó detrás de mí una única palabra obscena. Me volví para descubrir su procedencia, y vi a uno de los ocupantes contemplándome con ojos fríos. Mientras miraba alzó su mano y movió sus dedos en un gesto procaz.
Una segunda voz llamó, seguida por un coro de insultos y groserías. Con un esfuerzo, conseguí aclarar mi cabeza, y entonces inicié una atenta caminata en torno a las jaulas, satisfaciéndome por última vez respecto a la identidad de sus ocupantes. Excepto la del final, que estaba vacía, todas las demás estaban ocupadas. Las delgadas figuras permanecían desvergonzadamente frente a los barrotes que las protegían de mí, sus pálidos rostros brillando a la débil luz. Finalmente reconocí el olor que surgía de las jaulas.
Mientras me alejaba, sus burlonas voces me llamaban a mis espaldas, y la joven, despertada de su cama en la caravana, me observaba en silencio desde los escalones.
* * *
El reconocimiento expresa una cordial repugnancia hacia la raza humana…, no injustificada. El humor de los tiempos parece ser el del egocentrismo, si bien de una extraña clase… Calibán dormido sobre un espejo manchado de vómitos. Pero quizá la historia ilustre también la paradoja de que la libertad real sólo se encuentra en una prisión. A veces resulta difícil decir a qué lado de los barrotes estamos, puesto que los espacios reales entre los barrotes son las suturas en nuestro propio cráneo. Originalmente jugué con la noción del narrador entrando en una jaula y uniéndose al circo, pero eso hubiera destruido un punto muy importante. La historia no es, de hecho, un pedazo de duramente ganada misantropía, sino un comentario sobre algunas de las más inusuales perspectivas que nos separan. Los personajes más importantes, cuyas motivaciones son la clave de la historia, son la mujer joven y el enano. ¿Por qué prosiguen esa interminable gira en su deprimente circo?
John Brunner
Sentado a la diestra de Dios padre, se me pidió: «Da la mejor palabra que defina a John Brunner, el conocido novelista inglés de ciencia ficción». Pensé un momento y sugerí: «urbano». Dios sonrió benignamente, pero era obvio que no estaba satisfecho con la respuesta inicial. «¿Suave?», aventuré. Dios hizo una ligera mueca de irritación. «¿Caballeresco? ¿Refinado? ¿Culto? ¿Gracioso?» Dios me echó una de esas miradas. «¿Encantador?», dije, con una débil voz. Dios me dirigió una amplia sonrisa. Me dio una palmada en la espalda con camaradería. «¡Excelente, Harlan, excelente!», dijo con voz meliflua.
«Gracias, señor Brunner», respondí.
La primera vez que oí hablar de John Brunner fue en 1952. Ocupaba la mitad de la revista conocida como
Two Complete Science-Adventure Novéis
(
Dos novelas completas de ciencia-aventura
). (Ése creo que era el título. Hace ya bastantes años. Pero recuerdo que la historia de la otra mitad de la revista era una novela épica de Poul Anderson.) No recuerdo el nombre de la novela corta (que invariablemente llamaban «novela completa»), pero estaba publicada por la Fiction House, así que debía de ser algo así como «
Los reyes del sexo de los domos de placer platoniano
». Estaba escrita por Killian Huston Brunner. ¡Ja, ja, Brunner, te hemos atrapado! Y este comentario de John Brunner: «Tu memoria acerca del número de
Two Complete Science-Adventure Novéis
en el cual viste por primera vez mi nombre es un tanto deficiente. No era en 1952 sino 1953. La otra mitad era
Mission to Marakee
(
Misión a Marakee
) de Brian Berry, no una historia de Poul Anderson. El nombre era —y es— (John) Kilian Houston Brunner (no Killian Huston). Y para lo que pueda servir, la historia se titulaba
The Waníon of Argus
(
El libertino de Argus
).]
John Brunner nació en 1934 en Oxfordshire, Inglaterra. Ha escrito la brillante novela The Whole Man (El hombre completo), que íue nominada para el Hugo. En 1940 encontró un ejemplar de La guerra de los mundos de Wells en su parvulario, y se sintió prendado. Ha escrito The Long Result (La gran consecuencia), que fue casi un éxito total. En 1943 empezó (pero no terminó) a escribir su primera historia de ciencia ficción, porque no podía encontrar suficiente material para leer. Ha escrito The Squares ofthe City (Las casillas de la ciudad), que es una pequeña obra maestra de técnica. En 1947 recibió su primera carta de rechazo, y en 1951 vendió su primer libro de bolsillo en el Reino Unido. Ha escrito The Dreaming Earth (La Tierra soñadora), que se hundía en su última parte pero que era fascinante hasta entonces. En 1952 realizó sus primeras ventas a revistas norteamericanas, y de 1953 a 1955 fue (reclutado sin excesivo entusiasmo) oficial piloto en la RAF. Ha escrito Wear the Butcher's Medal (Lleve la medalla del carnicero), una sorprendente novela de suspense y aventuras. En 1956 fue consejero técnico de una revista dirigida por «John Christopher», y de 1956 a 1958, director literario con Jonathan Burke. Ha escrito The Space-Time Juggler (El manipulador espaciotemporal), The Astronauts Musí Not Land (Los astronautas no deben aterrizar), Castaway's World (El mundo de Castaway), Listen! The Stars! (¡Escuchen! ¡Las estrellas!) y otras diez, todas para un mismo editor, que puso títulos insípidos en libros que quizá no sean clásicos en el campo de la ficción especulativa pero que son, todos y cada uno de ellos, libros entretenidos y dignos de leer, lo que hace aún más vergonzoso que hayan sido deshonrados con unos títulos tan horribles. Pero desde 1958, cuando John Brunner se casó y se convirtió en escritor independiente, ha publicado más de cuarenta libros, así que alterna lo amargo con lo dulce.
Ha escrito principalmente ficción especulativa, pero su producción incluye también thrillers y novelas «normales». Ha contribuido a casi todas las revistas que se han publicado, escrito un gran número de tópicas canciones folk, incluida una grabada por Pete Seeger, y se las ha arreglado para visitar unos catorce países distintos hasta el presente. («Sin embargo, tengo la impresión de que estoy perdiendo terreno —escribe—. Cada vez que tacho uno, hay otro que declara su independencia y me deja exactamente con los mismos por visitar.»)
Vive en Hampstead, Londres, su lugar favorito, conduce un Daimler V-8 descapotable, y disfruta tanto trabajando que le parece casi un hobby. La ambición actual de Brunner: construirse una villa en Grecia y huir del invierno inglés, que es siempre húmedo.
La historia que van ustedes a leer es la tercera que Brunner sometió para Visiones peligrosas. Eso no quiere decir que las dos primeras no estuvieran maravillosamente escritas, pero hubo algunas complicaciones menores. Con la primera, llamada The Vitanuls, tuve la temeridad de estar en desacuerdo con John sobre la forma de presentar un concepto absolutamente brillante y original. Le envié aproximadamente cinco páginas escritas a un solo espacio de perceptivos, inteligentes y expresivos comentarios, aconsejando una reescritura, y con su habitual caballerosidad, y casi con un exceso de desenvoltura, me escribió a vuelta de correo diciéndome que me fuera a la porra.
Peor para él. El muy estúpido no sabe reconocer a un nuevo Maxwell Perkins cuando lo ve. Pero tan grande es mi magnanimidad que acepté un segundo envío del agente de Brunner, una loca e hilarante comedia llamada Nobody Axed You, y estaba a punto de enviarle el cheque cuando el agente me informó, casi con vergüenza, que había, esto, un pequeño, hum, menor, realmente insignificante, ejem, problema si deseaba publicar la historia como inédita, un original nunca publicado antes. Había sido publicada en Inglaterra. Pero eso no importaba, me aseguró rápidamente el agente. Después de todo, sólo había sido en una revista británica, de modo que no era posible que ninguno de los lectores de mi antología la conociera. Así que ésa también quedó eliminada.
Un mes más tarde Brunner, avergonzado, y habiendo recibido un cable del sanatorio donde me estaba sometiendo a una fuerte cura de sedantes, me envió directamente una historia. La historia que empieza a continuación, Judas.
Les gustará Brunner. Es tranquilo, pero mortal. Como una flecha impregnada en curare clavada directamente en la nuca.
* * *
El servicio del viernes por la noche estaba terminando. Los rayos del declinante sol de primavera se filtraban a través del polícromo plástico de las ventanas y se esparcían por el suelo del pasillo central como una mancha de aceite sobre una carretera húmeda. Sobre el acero pulido del altar una rueda plateada giraba constantemente, resplandeciendo entre dos lámparas siempre encendidas de vapor de mercurio; sobre todo ello, silueteada contra el oscuro cielo del este, se erguía una estatua de Dios. El coro, cubierto con sobrepellices, cantaba una antífona —«El Verbo hecho Acero»—, y el pastor permanecía sentado escuchando con las manos unidas en copa bajo el mentón, preguntándose si Dios habría aprobado el sermón que acababa de pronunciar sobre la Segunda Venida.
La mayor parte de la amplia congregación estaba arrebatada con la música. Sólo un hombre de entre los presentes, al final de la última fila de bancos de acero, se agitaba impaciente, apretando con dedos nerviosos el almohadillado de caucho del reposafrentes situado ante él. Tenía que mantener las manos ocupadas, O de otro modo se dirigirían al bulto del bolsillo interior de su sencilla chaqueta marrón. Sus acuosos ojos azules vagaban incesantes a lo largo de las graciosas y supremas líneas del templo de metal, y se desviaban cada vez que llegaban al motivo de la rueda que el arquitecto —probablemente el propio Dios— había incorporado allí donde era posible.
La antífona terminó con una vibrante disonancia y la congregación se arrodilló, las cabezas apoyadas contra los reposafrentes, mientras el pastor pronunciaba la bendición de la Rueda. El hombre de marrón no estaba escuchando en realidad, pero captó unas pocas frases: «Pueda él guiaros en vuestras tareas…, serviros de eterno pivote…, aportaros finalmente la paz del auténtico círculo eterno…»
Entonces se levantó con el resto de ellos, mientras el coro salía al ritmo del órgano electrónico. El pastor había desaparecido directamente por la puerta de la sacristía, mientras los fíeles empezaban a dirigirse con gran ruido hacia las salidas principales. Sólo quedó él sentado en su banco.
No era el tipo de persona a la que se mira dos veces. Tenía el pelo color arena, y un rostro cansado y retorcido; sus dientes eran irregulares y estaban manchados, sus ropas colgaban mal cortadas, y sus ojos estaban ligeramente desenfocados, como si necesitara gafas. Resultaba evidente que el oficio no le había procurado la paz mental.
Al fin, cuando todo el mundo se hubo ido, se puso en pie y volvió a colocar el almohadillado de caucho escrupulosamente en su exacto lugar. Por un momento cerró los ojos y movió los labios sin pronunciar ningún sonido; como si ese acto le hubiera dado el coraje de tomar una decisión, pareció erguirse como un saltador preparándose para tirarse desde el trampolín. Bruscamente abandonó su banco y echó a andar —en silencio sobre la mullida alfombra que recubría la nave— hacia la pequeña puerta de acero en la que figuraba la única palabra SACRISTÍA.
A su lado estaba la campanilla. La hizo sonar.
Poco después la puerta fue abierta por un acólito menor, un joven vestido de gris y llevando unas cadenas metálicas que tintineaban al moverse, las manos enfundadas en unos brillantes guantes grises, el cuero cabelludo oculto bajo un casquete de acero liso. Con una voz que la práctica había hecho impersonal, el acólito dijo:
—¿Desea consejo?
El hombre de marrón asintió, apoyándose nerviosamente en uno y otro pie. Desde el umbral eran visibles varias imágenes devotas y estatuas; bajó la mirada ante ellas.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó el acólito.
—Karimov —dijo el hombre de marrón—. Julius Karimov.
Se tensó un poco mientras hablaba, sus ojos aleteando sobre el rostro del acólito en busca de alguna reacción. No captó ninguna, y se relajó cuando el joven le dijo que aguardara mientras informaba al pastor.
En el momento en que estuvo solo, Karimov cruzó la sacristía y examinó un cuadro en la pared del fondo: Manufactura Inmaculada de Anson, representando el legendario origen de Dios…, un rayo cayendo del cielo para golpear un lingote de acero puro. Estaba excelentemente pintado, por supuesto; la utilización por parte del artista de la pintura electroluminiscente, en particular para el rayo, era de una gran maestría. Pero a Karimov le provocó una náusea física, y tras algunos segundos tuvo que apartarse.
Finalmente el pastor entró, con su ropa de oficiante que lo identificaba como uno de los Once más próximos a Dios, su casquete —que durante el servicio había ocultado su cráneo afeitado— retirado, sus blancas y estilizadas manos jugueteando con un enjoyado emblema de la Rueda que colgaba en torno a su cuello de una cadena de platino. Karimov se volvió despacio para enfrentarse con él, la mano derecha ligeramente alzada en un gesto muerto antes de nacer. Había sido un riesgo calculado decir su verdadero nombre; pensó que probablemente era todavía un secreto. Pero su rostro auténtico…
No, ningún asomo de reconocimiento. El pastor se limitó a decir con su profesionalmente resonante voz:
—¿Qué puedo hacer por ti, hijo mío?
El hombre de marrón cuadró los hombros y dijo, simplemente:
—Quiero hablar con Dios.
Con el aire resignado de alguien acostumbrado a tratar con peticiones de ese tipo, el pastor suspiró.
—Dios está extremadamente ocupado, hijo mío —murmuró—. Tiene que cuidar del bienestar espiritual de toda la raza humana. ¿No puedo ayudarte yo? ¿Hay algún problema en particular sobre el que necesites consejo, o buscas una guía divina generalizada para programar tu vida?
Karimov le miró con desconfianza y pensó: «¡Este hombre cree realmente! Su fe no es tan sólo una fachada para sacar beneficio de ella, sino que cree honesta y profundamente, ¡y eso es mucho más terrible que cualquier otra cosa, más terrible que el hecho de que todos aquellos que estaban conmigo al principio creyeran también!».