Visiones Peligrosas III (23 page)

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Authors: Harlan Ellison

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Visiones Peligrosas III
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Al cabo de un momento dijo:

—Es usted muy amable, padre, pero necesito más que un mero consejo. He… —pareció tropezar con la palabra— rezado mucho y pedido la ayuda de varios pastores, y aún no he alcanzado la paz del auténtico círculo. Una vez, hace mucho tiempo, tuve el privilegio de ver a Dios en el acero; desearía verle de nuevo, eso es todo. No tengo la menor duda, por supuesto, de que Él me recordará.

Hubo un largo silencio, durante el cual los oscuros ojos del pastor permanecieron fijos en Karimov. Finalmente dijo:

—¿Recordarte? ¡Oh, sí, seguro que te recordará! ¡Pero ahora yo también te recuerdo!

Su voz se estremeció con una incontenible furia, y tendió la mano hacia una campanilla en la pared.

Una fuerza nacida de la desesperación fluyó por todo el delgado cuerpo de Karimov. Se lanzó contra el pastor, apartando a un lado el tendido brazo cuando estaba a unos pocos centímetros de su meta, derribando al alto hombre, agarrando la gruesa cadena que llevaba en torno a su cuello y tirando de ella con cada gramo de fuerza que pudo reunir.

La cadena mordió profundamente la pálida carne; como un poseso, Karimov tiró y tiró, enrolló, volvió a sujetarla y tiró de nuevo. Los ojos del pastor se desorbitaron, su boca se abrió pronunciando gruñidos indistintos y casi inaudibles, sus puños golpearon los brazos de su atacante…, se hicieron más débiles, cayeron…

Karimov se echó hacia atrás, estremeciéndose ante lo que había hecho, y se obligó a ponerse tambaleantemente en pie. Murmuró sus más sinceras disculpas al antiguo colega que ahora estaba ya más allá de toda posibilidad de poder oírle; luego se calmó con unas cuantas profundas inspiraciones y se aproximó a la puerta por la que no había entrado en la habitación.

En su trono, tras el dosel de acero en forma de rueda, se sentaba Dios. Sus pulidos miembros relucían bajo la tamizada luz, su cabeza estaba magníficamente esculpida para sugerir un rostro humano pero sin poseer ni un solo rasgo humano…, ni siquiera ojos.

«Ciega e insensata cosa», pensó Karimov mientras cerraba la puerta tras de sí. Inconscientemente, su mano tocó lo que llevaba en el bolsillo.

La voz también era más que humanamente perfecta, un profundo y puro tono, como si fuera un órgano el que hablaba.

—Hijo mío… —dijo.

Y se detuvo.

Karimov lanzó un audible suspiro de alivio, y su nerviosismo cayó de él como si fuera una capa. Avanzó casualmente y se sentó en la central de las once sillas dispuestas en forma de herradura ante el trono, mientras la ciega y brillante mirada del robot se posaba en él y toda la estructura de metal se estremecía de sorpresa.

—¿Y bien? —desafió Karimov—. ¿Cómo te sientes encontrándote con alguien que, para variar, no cree en ti?

El robot se movió de una forma completamente humana, relajándose. Los dedos de acero se cruzaron bajo su mentón mientras estudiaba al intruso con interés en vez de con sorpresa. La voz volvió a canturrear:

—¡Así que eres tú, Negro!

Karimov asintió con una débil sonrisa.

—Así es como acostumbraban a llamarme en los viejos tiempos. Solía pensar que era una estupidez… asignar nombres falsos a los científicos que trabajaban en proyectos ultrasecretos. Pero finalmente resultó tener sus ventajas, para mí al menos. Le di mi propio nombre de Karimov a tu…, esto…, difunto apóstol de fuera y no significó nada para él. Hablando de auténticos nombres, por cierto: ¿cuánto tiempo hace que nadie se ha dirigido a ti como A-46?

El robot se sobresaltó.

—¡Es un sacrilegio aplicarme ese término!

—Sacrilegio… y un cuerno. Iré más lejos y te recordaré lo que esa A de A-46 significa. ¡Androide! ¡Una imitación de un hombre! Un insensato ensamblaje asexuado de partes metálicas que yo ayudé a diseñar, ¡y que se llama a sí mismo Dios! —Un aplastante desprecio tino las últimas palabras—. ¡Tú y tus fantasías de Manufactura Inmaculada! ¡Engendrado por un rayo de los cielos a partir de un bloque de acero en bruto! Hablando acerca de haber creado a los hombres a la propia imagen de Dios… ¡Eres tú el «Dios» que fue creado a imagen del hombre!

Y al que habían incorporado incluso la posibilidad de alzarse de hombros, recordó Karimov con un estremecimiento cuando el robot hizo uso de su facultad.

—Dejemos el sacrilegio a un lado por el momento, entonces —dijo la máquina—. ¿Hay alguna razón válida por la cual puedas

negar que yo soy Dios? ¿Por qué la segunda Encarnación no puede ser una Inferración… en acero imperecedero? En cuanto a tu absurda y ridícula creencia de que tú creaste la parte metálica en mí, cosa que de todos modos no tiene la menor importancia, ya que tan sólo el espíritu es eterno, se ha dicho hace mucho tiempo que nadie es profeta en su tierra, y puesto que la Inferración se produjo cerca de tu estación experimental… Karimov se echó a reír.

—¡Qué me condene! —dijo—. ¡Creo que tú mismo estás convencido de ello!

—Estás condenado, sin la menor duda. Por un momento, viéndote entrar en mi sala del trono, creí que habías comprendido el error de tu proceder y que venías a reconocer finalmente mi divinidad. En mi infinita compasión te daré una última posibilidad de hacerlo antes de llamar a mis pastores para que te lleven con ellos. Ahora o nunca, Negro o Karimov o como elijas llamarte: ¿te arrepientes y crees?

Karimov no estaba escuchando. Estaba mirando más allá de la brillante máquina, a la nada, mientras su mano acariciaba el bulto en su bolsillo. Dijo en voz muy baja:

—He estado preparando durante años este momento…, durante veinte años, desde el día en que te pusimos en marcha y empecé a sospechar que nos habíamos equivocado. Pero hasta ahora no había nada que yo pudiera hacer. Y mientras tanto, mientras sudaba y pensaba en un modo de detenerte, he podido presenciar la definitiva humillación de la humanidad.

»Hemos sido esclavos de nuestras herramientas desde que el primer hombre de las cavernas hizo el primer cuchillo para ayudarle a cazar su cena. Después de eso ya no pudo hacer marcha atrás, y proseguimos hasta que nuestras máquinas fueron diez millones de veces más poderosas que nosotros. Nos dimos coches cuando hubiéramos podido aprender a correr; construimos aeroplanos cuando hubiéramos podido hacer que nos crecieran alas. Y luego lo inevitable. Hicimos de una máquina nuestro Dios.

—¿Y por qué no? —respondió el robot—. ¿Puedes nombrar algún aspecto en el cual no sea superior a ti? Soy más fuerte, más inteligente y más duradero que un hombre. Poseo poderes mentales y físicos que superan toda comparación. No siento dolor. Soy inmortal e invulnerable, y sin embargo dices que no soy Dios. ¿Por qué? ¡Por simple perversidad!

—No —dijo Karimov con una terrible franqueza—. Porque estás loco.

»Tú eras la culminación del trabajo de una década de todo 150

nuestro equipo: la docena de cibernéticos más brillantes del mundo. Nuestro sueño era crear un análogo mecánico de un ser humano que pudiera ser programado directamente con la inteligencia extraída de los esquemas de nuestros propios cerebros. En eso tuvimos éxito…, ¡demasiado!

»He tenido tiempo suficiente en los últimos veinte años para efectuar un estudio detallado y descubrir dónde nos equivocamos. Fue un error mío, Dios me perdone… El auténtico Dios, si existe, no tú, fraude mecánico. Siempre, en algún lugar en lo más profundo de mi mente, mientras estábamos construyéndote, había agazapada la idea de que construyendo la máquina que habíamos proyectado nos situábamos a la altura de Dios: ¡construir una inteligencia creativa, algo que nadie excepto Él había conseguido todavía! Eso era megalomanía, y me siento avergonzado por ello, pero estaba en mi mente, y de la mía fue transferido a la tuya. Nadie lo sabía; incluso yo tenía miedo de admitirlo ante mí mismo, porque la vergüenza es una gracia humana salvadora. ¡Pero tú! ¿Qué puedes saber de la vergüenza, de la continencia, de la empatía y del amor? Una vez implantada en tu complejo de neuronas artificiales, esa manía creció hasta que no conoció límites. Y aquí estás. ¡Loco con el anhelo de la gloria divina! ¿Por qué si no la doctrina del Verbo hecho acero, y la imagen de la Rueda, la forma mecánica que no existe en la naturaleza? ¿Por qué si no los problemas que te has tomado para establecer paralelos en tu existencia sin dioses con la del más grande Hombre que jamás haya existido?

Karimov seguía hablando aún en un tono bajo y controlado, pero sus ojos destellaban con odio.

—No tienes alma, y me acusas de sacrilegio. Eres una colección de cables y transistores y te llamas a ti mismo Dios. ¡Blasfemia! ¡Sólo un hombre puede ser Dios!

El robot se agitó con un resonar de miembros metálicos y dijo:

—Todo esto no es simplemente absurdo sino una pérdida de mi valioso tiempo. ¿Para eso has venido…, para desvariar ante mí?

—No —dijo Karimov—. He venido a matarte.

Finalmente su mano se hundió en el abultado bolsillo y extrajo el objeto allí oculto: una pequeña y curiosa arma, de menos de quince centímetros de largo. Un corto tubo de metal se prolongaba hacia delante; en la parte de atrás de la culata surgía un hilo flexible que desaparecía entre sus ropas; bajo su pulgar había un pequeño pulsador rojo.

Dijo:

—Me tomó veinte años diseñar y construir esto. Elegimos un acero para tu cuerpo que sólo una bomba atómica podía destruir; ¿y cómo podía un hombre llegar hasta tu presencia con un arma nuclear a su espalda? He debido esperar hasta conseguir los medios de cortar tu acero tan fácilmente como un cuchillo corta la débil piel del hombre. Aquí está… ¡Y ahora puedo reparar el mal que le he hecho a mi propia especie!

Apretó el pulsador.

El robot, inmóvil hasta ese momento como si fuera incapaz de creer que alguien podía desear realmente hacerle algún daño, saltó en pie, se volvió a medias, y se detuvo paralizado cuando un pequeño agujero apareció en el metal de su costado. El acero empezó a formar pequeñas gotitas en torno al agujero; el área inmediata resplandeció con un color rojizo, y las gotas fluyeron como agua… o sangre.

Karimov mantuvo firmemente el arma, aunque le quemaba los dedos. El sudor resbalaba de su frente. Otro medio minuto, y el daño sería irreparable.

Tras él, una puerta se abrió de golpe. Maldijo, porque su arma no era efectiva contra un hombre. La mantuvo apuntada hasta el último momento; luego fue agarrado por detrás y le sujetaron los brazos, y el arma fue arrancada de su hilo y tirada al suelo y pateada hasta reducirla a pedazos.

El robot no se movió.

La tensión de veinte años repletos de odio estalló, y el alivio de Karimov brotó de una risa histérica que no conseguía dominar. Cuando finalmente lo consiguió, vio que el hombre que lo sujetaba era el acólito menor que le había hecho entrar en la sacristía, y que había otros hombres a su alrededor, desconocidos, mirando en un profundo silencio a su Dios.

—¡Miradlo, miradlo! —gritó Karimov—. Vuestro ídolo no era más que un robot que el hombre que lo construyó podía destruir también. Dijo que era divino, ¡pero ni siquiera era invulnerable! ¡Yo os he liberado! ¿No comprendéis? ¿Yo os he hecho libres!

Pero el acólito no le prestaba ninguna atención. Miraba fijamente al monstruoso muñeco de metal, humedeciéndose los labios, hasta que al fin dijo en una voz que no era ni aliviada ni horrorizada, sino simplemente maravillada:

—¡La llaga en el costado!

Un sueño empezó a morir en la mente de Karimov. Aturdido, contempló a los otros hombres avanzar hacia el robot y mirar el agujero; oyó a uno decir:

—¿Cuánto tiempo se necesitará para reparar el daño?

Y al otro replicar distraídamente:

—Oh, tres días, supongo.

Y comprendió claramente lo que había hecho.

¿No era acaso un viernes, y de primavera? ¿No sabía que el robot había trazado cuidadosos paralelismos entre su propia carrera y la del hombre al que parodiaba? Como la otra, había alcanzado su climax: había habido una muerte, y habría una resurrección… al tercer día…

Y la tenaza del Verbo hecho acero jamás sería rota.

Uno tras otro, los hombres hicieron la señal de la Rueda y se fueron, hasta que sólo quedó uno. Severo, descendió del trono para enfrentarse a Karimov y dirigirse al acólito que lo mantenía firmemente sujeto.

—¿Quién es, entonces? —preguntó el hombre.

El acólito miró a la desmadejada figura que se había derrumbado en un sillón con el peso de todas las eras aplastándole, y su boca se redondeó en una O de comprensión.

—¡Ahora lo entiendo! —dijo—. Se hace llamar Karimov. Pero su auténtico nombre debería ser Iscariote.

* * *

No sé exactamente cómo surgió Judas, pero sospecho que tiene sus raíces en la tendencia que he observado en mí mismo, al igual que en otra gente, de antropomorfizar las máquinas. En una ocasión tuve un coche deportivo Morgan, un encanto de vehículo con una personalidad especial y más bien agresiva, que debía de tener unos ocho años cuando lo compré. Juro que odiaba el tráfico de las horas punta, y se quejaba amargamente cuando estaba aparcado, a menos que yo lo consolara por todos aquellos sobrecalentamientos y marchas de tortuga llevándolo a dar una vuelta dando un rodeo por calles donde pudiera correr libremente a cien por hora.

Espero que nuestra creciente costumbre de trasladar no sólo nuestros trabajos pesados sino también nuestra capacidad de tomar decisiones a nuestros relucientes nuevos artilugios mecánicos no culmine en una adoración literal a la máquina, pero por si acaso eso se produjera…, aquí está la historia.

Prueba para la destrucción

Keith Laumer

He dicho tantas cosas acerca de quién y qué es Keith Laumer (de las que una de las menores es una verbosa y sentenciosa introducción a su recopilación de relatos para la editorial Doubleday, Nine by Laumer) que, francamente, no sé qué decir que no haya dicho ya. Pero ahí va…

Laumer es un hombre alto, rudo, más bien apuesto, si admiran ustedes ese tipo de boca cruel y esos pequeños ojos penetrantes como los de un tití. Ha escrito varios volúmenes de historias acerca de un diplomático profesional en un futuro galáctico, un tipo llamado Retief. No es mera coincidencia que Laumer haya sido diplomático, en el servicio diplomático y consular de los Estados Unidos. Pero las historias de Retief son alegres, y muchos lectores no han reparado (como señalé con bastante extensión en la citada introducción) en la obra seria de Laumer. Sus muchas alegorías del mundo en que vivimos, historias que echan una mirada dura y a veces angustiada a lo que nos hacemos los unos a los otros. Sus historias con sus inherentes advertencias sobre la era de los ordenadores. Sus aventuras de persecuciones en el seno de la sociedad estructurada, donde el hombre es condenado desde el principio pero sigue el juego pese a todo porque es un hombre. Esas historias son el auténtico Laumer, y es una lástima que venda tan fácilmente sus historias de Retief, porque eso le hace ir a buscar lo fácil, le hace dedicarse a contar largos chistes cuando debería dedicarse a temas más complejos, como el que ofrece en la historia que están a punto de leer.

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