De detrás del abrigo de su inmenso y latiente corazón surgió una formación de negros cazas, llevando la insignia de una «C»; escarlata en sus alas y fuselajes, rugiendo contra él.
Wintergreen dio toda la potencia a su motor y subió al ataque, volando por encima de los bandidos, disparándoles con sus ametralladoras, y primero uno por uno, luego a racimos, se estrellaron en llamas allá abajo, contra el peritoneo…
Bajo un millar de formas y tamaños, las cosas negras y rojas atacaron. Negro, el color del olvido, rojo, el color de la sangre. Dragones, motoristas, aviones, monstruos marinos, soldados, tanques y tigres en los vasos sanguíneos, pulmones, bazo, tórax, vejiga…, todos ellos Angeles del Carcinoma.
Y Wintergreen luchó en sus batallas analógicas en un número igual de encarnaciones, como conductor, caballero, piloto, jinete, soldado, domador, con una salvaje y profunda alegría, sembrando los campos de batalla de su cuerpo con el polvo negro de los Angeles del Carcinoma caídos.
Luchó y luchó, y mató y mató, y finalmente…
Finalmente se encontró hundido hasta las rodillas en el mar de los jugos digestivos, apoyado contra las paredes de la viscosa y chorreante caverna que era su estómago. Y tendiendo hacia él sus quitinosas patas, un monstruoso cangrejo negro con ojos rojo sangre, grotesco, rechoncho, primordial.
Haciendo cliquetear sus pinzas, arrastrándose sobre su estómago, el cangrejo avanzó hacia él. Wintergreen hizo una pausa, sonrió con una sonrisa de lobo, y saltó muy alto en el aire, aterrizando con ambos pies directamente encima del duro caparazón negro.
Como una calabaza deshidratada por el sol, frágil, seca, vacía, el cangrejo se aplastó bajo sus pies y se desmenuzó en un millón de polvorientos fragmentos.
Y Wintergreen estuvo solo, finalmente solo y victorioso, el primero y el último de los Angeles del Carcinoma definitivamente barridos, desaparecidos y derrotados.
Harrison Wintergreen, solo en su propio cuerpo, victorioso y una vez más buscando nuevos mundo que conquistar, aguardando a que las drogas dejaran de actuar sobre él, aguardando el regreso del mundo que siempre había sido el suyo.
Aguardando, aguardando, aguardando…
Vayan al mejor sanatorio del mundo, y allí encontrarán a Harrison Wintergreen, que se hizo a sí mismo Asquerosamente Rico:
Harrison Wintergreen, que Hizo el Bien; Harrison Wintergreen, que Dejó su Huella en las Arenas del Tiempo; Harrison Wintergreen, el vegetal catatónico.
Harrison Wintergreen, que entró en su propio cuerpo para combatir a los Ángeles del Carcinoma, y venció.
Y no puede salir.
* * *
Cáncer. El cáncer se ha convertido en una palabra susurro, una palabra mito, una palabra mágica, una palabra sucia; el cáncer, perdónenme la expresión, es la sífilis del siglo XX. Sólo las Preeminentes Personalidades Públicas escapan a sus estragos, como podrán ver en cualquier columna necrológica de cualquier periódico: «murió tras una larga y penosa enfermedad», o «falleció de muerte natural». Cáncer el Cangrejo ha perdido incluso su jerarquía en algunas de las más sensibles columnas astrológicas, en las cuales su porción del pastel zodiacal ha sido ocupada por los «Niños de la Luna», ya que los poderes públicos han decidido que recordar a un doceavo de los lectores que han nacido bajo el signo de la locura celular es malo para la circulación, por no hablar del canal alimentario.
Entonces ¿qué ocurre con el cáncer? (Con ésta acaban de leer la palabra cáncer seis veces. ¿No han encontrado todavía ningún nódulo sospechoso?) Las encuestas Gallup revelan que siete de cada diez norteamericanos prefieren la sífilis terciaria al cáncer. Tal impopularidad debe de ser merecida, pero ¿por qué? ¿Sólo porque el cáncer es el propio cuerpo devorándose a sí mismo como una hiena herida? ¿Sólo porque el cáncer es inexplicable e incurable al nivel de la realidad objetiva?
Ah, pero ¿qué hay que decir al nivel de la realidad mítica? ¿De qué otro modo esperan ustedes luchar con un mito? Uno lucha contra la Magia Negra con la Magia Blanca. ¿Puede ser el cáncer algo psicosomático (una palabra mágica, si es que hay alguna), la manifestación física de algún vampirismo psíquico? El cáncer, después de todo, es el Canibalismo Definitivo: nuestro cuerpo comiéndose a sí mismo, célula a célula.
¿No preferirían ustedes olvidar este morboso y desagradable tema y pensar en algo más alegre, como por ejemplo los hornos de gas, la talidomida o la Guerra Termonuclear Preventiva Limitada?
Después de todo, como dice Henry Miller en su prefacio a
The Subterraneans
(
Los subterráneos
): «¡Cáncer! ¡Schmanser! ¿Cuál es la diferencia, mientras uno esté sano?».
Roger Zelazny
Es reconfortante ponerse uno periódicamente a prueba y descubrir lo firme que es la materia de que uno está compuesto. Una prueba semejante finaliza con este libro. La tentación de empezar esta antología con la A-de-Asimov y terminarla con la Z-de-Zelazny era casi suficiente para hacerle a uno babear de delicia. Pero he reservado el cierre del volumen para «Chip» Delany, por razones que explicaré en su introducción, y he adelantado el puesto de Roger Zelazny un lugar. El factor decisivo fue el reconocimiento. Delany necesitaba ser expuesto. Zelazny ha ascendido ya a la divinidad, y por lo tanto no necesita ninguna mano que le ayude.
Roger Zelazny es un hombre delgado, de aspecto ascético, de origen polaco-irlandés-Pennsylvania-holandés, de modales agradables y reservados que ocultan un sentido del humor que podría ser envidiado por Torquemada. Nació en Ohio, como el recopilador de esta antología. De hecho, muy cerca: Roger procede de Euclid, Ohio. Es una deprimente ciudad donde antes había una tienda de helados que te daba tres bolas por nueve centavos, pero eso era hace mucho tiempo. El comentario de Zelazny a su carrera antes de dedicarse a escribir es más o menos así: «Elevación rápida hacia la oscuridad en los círculos gubernamentales como especialista en reclamaciones en la "Administración de la Seguridad Social"». Frecuentó las universidades de Western Reserve y Columbia. Sólo Dios sabe si obtuvo algún título, y eso no importa demasiado. El único escritor existente con un uso más singular de la lengua inglesa es Nabokov. Actualmente Roger reside en Baltimore con una esposa excepcionalmente hermosa llamada Judy, que es demasiado buena para él.
Zelazny, autor de historias tan premiadas como
He Who Shapes
(
El que da forma
),
A Rose for Ecclesiastes
(
Una rosa para el Eclesiastés
),
And Call Me Conrad
(
Y llámame Conrad
) y
The Doors of His Face
,
the Lamps of His Mouth
(
Las puertas de su rostro
,
las lámparas de su boca
), tiene el mal gusto de ser un glotón para los premios. Su novela Lord ofLight (El señor de la luz) será pronto publicada por Doubleday. A la edad de veintinueve años ha copado ya un Hugo y dos Nébula, humillando así a las venerables cabezas del género más viejas, más grises y más sabias que han estado trabajando tres veces más tiempo, cinco veces más duro, y escrito una veinteava parte tan bien. Es algo increíble para alguien tan joven.
Lo cual realmente es una cosa extraña. Porque no hay nada joven en la obra de Zelazny. Sus historias se hunden hasta las rodillas en la madurez y la sabiduría, en una bravura de estilo que rompe reglas de las cuales la mayoría de escritores sólo sospechan su existencia. Sus conceptos son frescos, sus ataques, osados, sus resoluciones, generalmente cortantes. Eso nos lleva inexorablemente a la conclusión de que Roger Zelazny es la reencarnación de Geoffrey Chaucer.
Rara vez un autor es tan reconocido y aplaudido en estos estadios de su desarrollo (particularmente en el inconstante y estúpido campo de la ciencia ficción) como lo ha sido Zelazny. Constituye un tributo a su tenacidad, su talento y sus visiones personales del mundo el que, en cualquier lista de los principales autores de ficción especulativa, el nombre de Roger Zelazny aparezca siempre de forma destacada. Podemos deleitarnos con la perspectiva de muchos años de excelentes historias surgidas de su máquina de escribir, como esta última entrega, considerando el comentario que sigue como una penetrante extrapolación de nuestra «cultura móvil».
* * *
Aún recuerdo el ardiente sol sobre las arenas de la Plaza de Autos, los gritos de los vendedores de refrescos, las hileras de humanidad instaladas al otro lado frente a mí en el soleado tendido de la arena, las gafas de sol como cavidades en sus relucientes rostros.
Aún recuerdo los aromas y los colores: los rojos, azules y amarillos, el omnipresente olor de los vapores de petróleo en el aire.
Aún recuerdo aquel día, aquel día con su sol en medio del cielo y del signo de Aries, ardiendo en aquel inicio del año. Recuerdo los pequeños pasos de los bombistas, las cabezas echadas hacia atrás, los brazos agitándose, la deslumbrante blancura de sus dientes enmarcada en unos labios sonrientes, los trapos asomando como coloreadas colas por los bolsillos traseros de sus monos; y las bocinas…, recuerdo el resonar de mil bocinas por los altavoces, intermitentemente, a golpes, una y otra vez, y de nuevo, y luego una vibrante nota final, sostenida, para romper los tímpanos y el corazón con su infinita potencia, su pathos.
Y luego el silencio.
Lo veo de nuevo, como lo vi aquel día hace tanto tiempo…
Él entró en la arena, y el grito que resonó sacudió el cielo azul sobre sus pilares de mármol blanco.
—¡Viva! ¡El mechador! ¡Viva! ¡El mechador!
Recuerdo su rostro, oscuro, triste y sabio.
Largo de mandíbula y de nariz, su risa era como el rugir del viento, y sus movimientos, como la música del theramin y del tambor. Su mono era azul y plata, ajustado y adornado con galones de oro, y bordado por todas partes con trenzas negras. Su chaquetilla estaba engalanada con abalorios y resplandecientes lentejuelas sobre el pecho, los hombros y la espalda.
Sus labios se curvaron en la sonrisa de un hombre que ha conocido mucha gloria y ha retenido el poder que le aportará mucha más.
Avanzó, girando en un círculo, sin proteger sus ojos del sol.
Estaba por encima del sol. Era Manolo Stillete Dos Muertos, el mejor mechador que el mundo había visto nunca, botas negras cubriendo sus pies, pistones en sus muslos, dedos con la discreción de micrómetros, halo de oscuros rizos sobre su cabeza, y el ángel de la muerte en su brazo derecho, allí, en el centro de aquel círculo de la verdad manchado de grasa.
Agitó una mano, y el grito se elevó de nuevo.
—¡Manolo! ¡Manolo! ¡Dos Muertos! ¡Dos Muertos!
Tras dos años de ausencia del ruedo, había elegido aquel día, el aniversario de su muerte y retirada, para volver…, porque había gasolina y metilo en su sangre, y su corazón era una bruñida bomba rodeada de deseo y coraje. Había muerto dos veces en la arena, y dos veces los médicos lo habían resucitado. Tras su segunda muerte se había retirado, y alguien dijo que era porque había conocido el miedo. Aquello no podía ser cierto.
Agitó la mano, y su nombre resonó sobre él.
Las bocinas sonaron una vez más: tres largos acordes.
Luego se produjo de nuevo el silencio, y un bombista vestido de rojo y amarillo le trajo la capa y le quitó la chaquetilla.
El dorso aluminio brillante de la capa llameó al sol cuando Dos Muertos la hizo girar.
Entonces llegaron las últimas y cortas notas.
La gran puerta se abrió hacia arriba y hacia dentro en la pared. Dobló la capa sobre su brazo y se enfrentó a la abertura.
La luz de encima era roja, y desde la oscuridad le llegó el sonido de un motor.
La luz cambió a amarillo, luego a verde, y hubo el sonido de un precavido cambio de marchas.
El coche apareció lentamente en el ruedo, se detuvo, avanzó un poco más, se detuvo de nuevo.
Era un Pontiac rojo, el capó retirado, su motor como un nido de serpientes, silbando y agitándose tras el brillo circular de su invisible ventilador. Las alas de su estabilizador giraron y giraron, y finalmente se clavaron en Manolo y su capa.
Había elegido uno pesado para empezar, lento en el giro, para que le diera la posibilidad de desentumecer un poco sus miembros.
Los tambores del cerebro del Pontiac, que nunca antes habían registrado un hombre, estaban girando.
Luego la conciencia de su clase hizo presa en él, y avanzó.
Manolo hizo dar un molinete a su capa y pateó un guardabarros cuando pasó rugiendo por su lado.
La puerta del gran garaje se cerró.
Cuando alcanzó el lado opuesto del ruedo, el coche se detuvo, aparcado.
Gritos de disgusto, silbidos e insultos brotaron de la multitud.
El Pontiac seguía aparcado.
Dos bombistas, portando cubos, salieron de detrás de la barrera y lanzaron barro contra su parabrisas.
Entonces rugió y persiguió al más próximo, golpeando contra la barrera. Luego se volvió bruscamente, miró a Dos Muertos y cargó.
La verónica del mechador transformó a éste en una estatua bordada de plata. El entusiasmo de la multitud fue enorme.
El Pontiac se volvió y cargo de nuevo y me maravillé de la habilidad de Manolo, porque había dado la impresión de que sus botones rayaban la pintura color cereza de los paneles laterales del vehículo.
Luego éste hizo una pausa, giró sobre sus ruedas, rodó en un círculo en tomo al ruedo.
La multitud rugió cuando pasó cerca de ella y dio otra vuelta.
Luego se detuvo de nuevo, quizás a unos veinte metros de distancia.
Manolo le volvió la espalda y saludó a la multitud.
De nuevo los gritos y la repetición de su nombre.
Hizo un gesto a alguien detrás de la barrera.
Salió un bombista trayéndole su llave inglesa cromada, sobre un almohadón de terciopelo.
Entonces se volvió de nuevo hacia el Pontiac y avanzó hacia él.
El coche permaneció allí, estremeciéndose, y el hombre hizo saltar el tapón de su radiador.
Un chorro de vapor se alzó en el aire, y la multitud aulló. Entonces Manolo golpeó el frente del radiador y cada uno de los guardabarros.
Le dio nuevamente la espalda y se mantuvo inmóvil.
Cuando oyó el crujido de la caja de cambios, se volvió de nuevo y, con un elegante pase, lo dejó pasar, no sin antes golpear un par de veces su maletero con la llave inglesa.