Visiones Peligrosas III (29 page)

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Authors: Harlan Ellison

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Visiones Peligrosas III
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A la edad de veinticinco años Harrison Wintergreen era Asquerosamente Rico por sus propios méritos. Perdió su interés por el dinero.

Entonces decidió que lo que quería era Hacer el Bien. Hizo el Bien. Derrocó siete desagradables gobiernos latinoamericanos, y los reemplazó por seis socialdemocracias y una dictadura benevolente. Convirtió a la doctrina de los rosacruces a una tribu de cazadores de cabezas de Borneo. Hizo construir doce asilos para prostitutas retiradas, y organizó un programa de control de natalidad que esterilizó a doce millones de fecundas mujeres hindúes. Gracias a estas empresas consiguió ganar otros 100.000.000 de dólares.

A la edad de treinta anos Harrison Wintergreen estaba harto de Hacer el Bien. Decidió Dejar Su Huella en las Arenas del Tiempo. Dejó Su Huella en las Arenas del Tiempo. Escribió una novela que fue aclamada internacionalmente acerca del rey Faruk. Inventó el Filtro Wintergreen, una membrana por la que el agua pasaba libremente, pero que retenía todas las sales. Una vez construida, una Planta de Desalinización Wintergreen podía desalinizar una cantidad ilimitada de agua a un coste por litro que se aproximaba al cero absoluto. Pintó un cuadro e inmediatamente le ofrecieron 200.000 dólares por él. Lo donó al Museo de Arte Moderno, gratis. Desarrolló un virus mutante que destruía la sífilis bacteriana. Como la sífilis, se propagaba también por contacto sexual. Era un afrodisiaco leve. La sífilis desapareció en dieciocho meses. Compró una isla cerca de la costa de California, una roca de mil quinientos metros que brotaba del Pacífico. Hizo que la esculpieran en una estatua de mil quinientos metros de Harrison Wintergreen.

A la edad de treinta y ocho años Harrison Wintergreen había Dejado suficientes Huellas en las Arenas del Tiempo. Estaba aburrido. Miró ávidamente a su alrededor en busca de nuevos mundos que conquistar.

Éste era el hombre que, a la edad de cuarenta años, fue informado de que tenía un avanzado, muy extendido e incurable caso de cáncer, y que le quedaba tan sólo un año de vida.

Wintergreen pasó el primer mes de su último año buscando alguna cura existente para el cáncer terminal. Visitó laboratorios, escuelas médicas, hospitales, clínicas, Grandes Doctores, charlatanes, gente que se había recuperado milagrosamente del cáncer, sanadores y Pequeñas Viejas Damas en Zapatillas de Tenis. No existía ninguna cura conocida para el cáncer terminal, honorable o no. Era lo que sospechaba, lo que más o menos había esperado. Tendría que hacerlo por sí mismo.

Consagró el siguiente mes a preparar las cosas para hacerlo por sí mismo. Hizo erigir en mitad del desierto de Arizona una villa amurallada con aire acondicionado. La villa tenía una cocina completamente automatizada y comida suficiente para un año. Poseía un laboratorio biológico y bioquímico de 5.000.000 de dólares. Poseía una biblioteca microfilmada de 3.000.000 de dólares que contenía todas las palabras escritas sobre el tema del cáncer. Tenía la farmacia que terminaba con todas las farmacias; una reserva literal de literalmente todos los medicamentos que existían: venenos, calmantes, alucinógenos, anticaspas, antisépticos, antibióticos, viricidas, remedios contra el dolor de cabeza, heroína, quinina, curare, aceite de serpiente…, todo. La farmacia costó 20.000.000 de dólares.

La villa contenía también un radioteléfono unidireccional, una gran provisión de productos químicos básicos, incluidos los radiactivos, copias del Corán, la Biblia, la Torah, el Libro de los muertos, La ciencia y la salud con la llave de las escrituras, el I Ching, y las obras completas de Wilhelm Reich y Aldous Huxley. Contenía también un enorme y tremendamente caro ordenador. Cuando la villa estuvo lista, los fondos de Wintergreen en moneda pequeña estaban casi exhaustos.

Con diez meses para realizar lo que el mundo médico consideraba imposible, Harrison Wintergreen entró en su ciudadela.

Durante los primeros dos meses devoró la biblioteca, durmiendo tres horas cada veinticuatro y atiborrándose regularmente con bencedrina. La biblioteca no ofrecía más que datos. Digirió los datos y se dirigió a la farmacia.

Durante el siguiente mes probó la aureomocina, la bacitracina, el fluoruro de estaño, el hexilresorcinol, la cortisona, la penicilina, el hexaclorofeno, el extracto de hígado de tiburón y otros 7.312 milagros surtidos de la moderna ciencia médica, todo ello sin resultado.

Empezó a sentir dolor, que bloqueó inmediatamente y siguió bloqueando con morfina. La adicción a la morfina era tan sólo una molestia.

Probó productos químicos, radiactivos, viricidas. La ciencia cristiana, el yoga, las plegarias, los enemas, las especialidades médicas, los tés de hierbas, la brujería y la dieta de yogur. Aquello consumió otro mes, durante el cual Wintergreen continuó desmejorando, durmiendo menos y menos cada vez, y tomando más y más bencedrina y morfina. Nada funcionaba. Le quedaban seis meses.

Estaba al borde de la desesperación. Intentó un ángulo de ataque distinto. Se sentó en un confortable sillón y se contempló el ombligo durante cuarenta y ocho horas consecutivas.

Sus meditaciones produjeron una seria tortícolis y dos significativas palabras: «remisión espontánea».

En sus dos primeros meses de investigaciones Wintergreen había conocido varios casos en los cuales un cáncer terminal había remitido bruscamente, y el paciente, para el cual se habían perdido todas las esperanzas, se había visto curado. Nadie sabía cómo ni por qué. No podía ser predicho, no podía ser producido artificialmente, pero ocurría de todos modos. A falta de una explicación, lo llamaban remisión espontánea. «Remisión» significaba cura. «Espontánea» significaba que nadie sabía lo que la causaba.

Lo cual no quería decir que esa causa no existiera.

Wintergreen se sintió nuevamente animado, incluso entusiasmado. Sabía que algunos pacientes de cáncer terminal habían sido curados. En consecuencia, el cáncer terminal podía ser curado. En consecuencia, el problema se trasladaba del reino de lo imposible al reino de lo altamente improbable.

Y hacer lo altamente improbable era la especialidad de Wintergreen.

Con seis meses de vida estimada ante él, Wintergreen se lanzó jubiloso al trabajo. Extrajo de su completa biblioteca sobre el cáncer todos los casos conocidos de remisión espontánea. Los codificó uno por uno en el ordenador: datos de los historiales médicos de los pacientes, de los tratamientos empleados, de sus edades, sexos, religiones, razas, creencias, colores, orígenes nacionales, temperamentos, estado civil, informes comerciales, neurosis, psicosis y cervezas favoritas. El ordenador de Harrison Wintergreen fue alimentado con los perfiles completos de cada ser humano que se sabía había sobrevivido a un cáncer terminal.

Wintergreen programó el ordenador para que efectuara una serie completa de correlaciones entre diez mil factores separados y distintos y la remisión espontánea. Si un solo factor —edad, crédito, comida preferida—, cualquiera, tenía alguna correlación con la remisión espontánea, el factor de espontaneidad podría ser eliminado.

Wintergreen había pagado 100.000.000 de dólares por el ordenador. Era el mejor maldito ordenador del mundo. En dos minutos y 7,894 segundos había realizado su tarea. En una sucinta palabra le dijo a Wintergreen su respuesta: «Negativo».

La remisión espontánea no se correlacionaba con ningún factor externo. Seguía siendo espontánea; la causa era desconocida.

Un hombre con menos coraje se hubiera sentido abrumado. Un hombre más convencional se hubiera sentido desconcertado. Harrison Wintergreen sintió que sus energías aumentaban.

Había eliminado todo el universo entero como un factor de la remisión espontánea de un solo plumazo. En consecuencia, de alguna manera misteriosa, el cuerpo humano y/o la psique eran capaces de curarse por sí mismos.

Wintergreen empezó a explorar y conquistar su propio universo interior. Regresó a la farmacia y preparó una formidable poción. Decantó, en la jeringuilla más grande que encontró, lo siguiente: novocaína; morfina; curare, vlut, un raro veneno centroasiático que inducía una ceguera temporal; olfatorcaína, un desodorante secreto utilizado por los criadores de mofetas; timpanolina, una droga que mataba temporalmente los nervios auditivos (usada sobre todo por los senadores obstruccionistas); una generosa dosis de bencedrina; ácido lisérgico, psilocibina; mescalina; extracto de peyote; otros siete alucinógenos altamente experimentales y completamente ilegales; ojo de tritón, y uña de perro.

Wintergreen se echó en su más confortable sofá, limpió con alcohol el hueco de la vena de su codo izquierdo, y se inyectó el brebaje de bruja.

Su corazón empezó a palpitar fuertemente. Su sangre hirvió, arrastrando el arcano de productos químicos hacia todas las partes de su cuerpo. La novocaína neutralizó todos los nervios sensitivos de su cuerpo. La morfina eliminó todas las sensaciones de dolor. El vlut anuló su visión. La olfatorcaína cortó todo su sentido del olfato. La timpanolina lo volvió tan sordo como un juez de tráfico. El curare lo paralizó.

Wintergreen estaba solo con su propio cuerpo. Ningún estímulo externo lo alcanzaba. Estaba en un estado de total privación sensorial. El deseo de hundirse en una bendita inconsciencia era irresistible. Wintergreen, pese a su fuerza de voluntad, no hubiera podido permanecer consciente sin ayuda. Pero la dosis masiva de bencedrina no iba a dejarle dormir.

Estaba despierto, consciente, solo con el universo de su propio cuerpo, sin estímulos externos de los que ocuparse. Luego, uno y dos, y después en combinación, como los puños de un buen y rápido peso pesado, los alucinógenos golpearon.

Los órganos sensoriales de Wintergreen estaban neutralizados, pero los centros cerebrales que recibían los datos sensoriales seguían activos. Fue en uno de esos centros cerebrales donde actuó la tremenda carga de un buen surtido de alucinógenos. Empezó a ver espectrales colores, formas, cosas sin nombre o forma. Oyó extrañas sinfonías, fantasmales ecos, locos aullidos. Un millón de imposibles olores torbellinearon en su cerebro. Un millar de falsos dolores y tensiones lo retorcieron, como si todo su cuerpo estuviera siendo amputado. Los centros sensoriales del cerebro de Wintergreen eran como un poderoso receptor radiofónico sintonizado a una longitud de onda vacía…, llena con estática visual auditiva, olfativa y sensorial carente de significado.

Las drogas mantuvieron sus sentidos inertes. Le bencedrina lo mantuvo consciente. Cuarenta años de ser Harrison Wintergreen lo mantuvieron frío y dueño de sí.

Durante un indeterrninado período de tiempo rodó bajo los puñetazos, intentando encajarse en aquel extraño y nuevo no entorno. Luego, gradualmente, con vacilación al principio pero con una creciente confianza, Wintergreen alcanzó el control. Su mente construyó falsas pero útiles analogías para acciones que no eran acciones, estados de ánimo que no eran estados de ánimo, datos sensoriales distintos a cualquier dato sensorial recibido por un cerebro humano. Las analogías, construidas en una especie de calculada locura por su subconsciente para la ruda tarea de hacer palpable lo incomprensible, lo capacitaron también para enfrentarse con aquel no entorno como si fuera un entorno, traduciendo los cambios mentales a análogos de acción.

Tendió una mano analógica y sintonizó hacia el interior una radio figurativa, alejándola de las vacías longitudes de onda del lado externo del universo y dirigiéndola hacia la aún no utilizada longitud de onda de su propio cuerpo, el universo interno que era la única escapatoria posible del caos para su mente.

Sintonizó, ajustó, forzó, se debatió, sintió su mente apretarse contra una zona interfacial del grosor de un átomo. Golpeó contra aquella zona interfacial, una translúcida membrana analógica entre su mente y su universo interno, una membrana que se estiraba se flexionaba, se hinchaba, se adelgazaba… y finalmente se rompió. Como Alicia a través del espejo, su cuerpo analógico la cruzó y se detuvo al otro lado.

Harrison Wintergreen estaba dentro de su propio cuerpo.

Era un mundo de maravillas y de horrores, de majestad y de ridiculez. El punto de vista de Wintergreen, que su mente analogizaba como un cuerpo dentro de su auténtico cuerpo, estaba en el interior de una enorme red de pulsantes arterias, como algún monstruoso sistema de autopistas. La analogía cristalizó. Era una autopista, y Wintergreen estaba conduciendo por ella. Hinchados sacos arrojaban cosas en el intenso tráfico: hormonas, desechos, nutrientes. Glóbulos blancos le adelantaban como taxis locos. Glóbulos rojos conducían reposadamente como estólidos burgueses. El tráfico refluía y se congestionaba como un cruce en hora punta. Wintergreen siguió conduciendo, buscando, buscando.

Giró a la izquierda a través de tres carriles y luego giró a la derecha hacia un nódulo linfático. Y entonces lo vio…, un montón de glóbulos blancos como una colisión de una docena de coches, y acelerando hacia ellos un carcajeante motorista.

Una moto negra. Un motorista vestido de cuero negro. Negra, siniestramente negra, la cara del conductor, excepto los dos resplandecientes ojos color rojo sangre. Y adornando la parte delantera y trasera de la cazadora negra del motorista, bordada en brillantes tachuelas escarlata, la leyenda: «Angeles del Carcinoma».

Con un salvaje grito, Wintergreen lanzó su coche analógico por la hipotética autopista directamente hacia el motorista imaginario, la célula cancerígena.

¡Plaf! ¡Pop! ¡Crush! El coche de Wintergreen aplastó a la moto, y el motorista estalló en una nube de fino polvo negro.

Arriba y abajo por las autopistas de su sistema circulatorio, Wintergreen patrulló, desviándose por las arterias, regresando por las venas, penetrando en los más angostos capilares, buscando a los motoristas vestidos de negro, a los Angeles del Carcinoma, convirtiéndolos en polvo entre sus ruedas…

Se encontró en el oscuro y húmedo bosque de sus pulmones, cabalgando un caballo analógico blanco como la nieve, con una imaginaria lanza de pura luz en su mano. Salvajes dragones negros con ojos inyectados de rojo y agitadas lenguas rojas deslizándose sinuosamente entre los nudosos e hinchados troncos de los grandes árboles bronquiales. San Wintergreen espoleó a su caballo, bajó su lanza, y empaló silbante monstruo tras silbante monstruo hasta que finalmente el sagrado bosque-pulmón quedó libre de dragones…

Estaba volando en alguna enorme y húmeda caverna; sobre el colgaban las vagas formas de gigantescos órganos, bajo él una ilimitada extensión de brillante y resbaladiza llanura peritoneal.

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