El coche se dirigió al otro extremo del ruedo y aparcó.
Manolo alzó su mano al bombista al otro lado de la barrera.
El hombre con el almohadón saltó y corrió hacia él, llevándole el destornillador de mango largo y la capa corta. Se llevó consigo la llave inglesa, así como la capa larga.
De nuevo se hizo el silencio en la Plaza de Autos.
Como si captara todo aquello, el Pontiac se volvió una vez más e hizo sonar dos veces la bocina. Luego cargó.
Había manchas oscuras en la arena allí donde su radiador había soltado agua. Su tubo de escape se alzaba tras él como un fantasma. Cargó a una terrible velocidad.
Dos Muertos alzó la capa ante él y descansó el extremo del destornillador sobre su antebrazo izquierdo.
Cuando parecía que sin duda alguna iba a ser atropellado, su mano salió disparada hacia delante, tan rápida que los ojos apenas pudieron seguirla, y él saltó a un lado mientras el motor empezaba a toser.
El Pontiac siguió adelante por efecto de la inercia, giró bruscamente sin frenar, volcó de lado, se deslizó hacia la barrera y empezó a arder. Su motor tosió de nuevo y murió.
La Plaza se agitó con los vítores. Concedieron a Dos Muertos los dos faros y el tubo de escape. Los alzó ante él y avanzó en un lento paseo en tomo al perímetro de la Plaza. Sonaron las bocinas. Una dama le arrojó una flor de plástico, y él le hizo llevar por un bombista el tubo de escape, indicándole que le preguntara si quería cenar con él. La multitud le vitoreó más fuertemente, porque era bien sabido que era un gran mujeriego, y en aquellos tiempos de mi juventud no era algo tan poco usual como lo es hoy en día.
El siguiente era el Chevrolet azul; jugó con él como un niño juega con un gatito, atormentándolo hasta la locura, y luego parándolo para siempre. Recibió los dos faros. Para entonces el cielo se había nublado un poco, y sonaban a lo lejos algunos truenos.
El tercero era un Jaguar XKE negro, que requieren la mayor destreza posible y no proporcionan sino un brevísimo momento de la verdad. Había sangre además de gasolina sobre la arena antes de que lo despachara, porque su retrovisor lateral salía más de lo que parecía, y hubo una línea rojiza a lo largo de las costillas del mechador antes de que acabara con él. Sin embargo, le arrancó su sistema de ignición con tanta gracia y arte que la multitud hirvió en torno a la arena, y hubo que avisar a los guardias para que los hicieran retroceder a golpes de porra y aguijones eléctricos y los condujeran de vuelta a sus asientos.
Después de todo aquello, ya nadie podría decir que Dos Muertos había conocido alguna vez el miedo.
Se levantó una fría brisa; compré un refresco aguardé al último.
Su último coche salió a toda velocidad cuando la luz estaba todavía amarilla.
Era un Ford descapotable color mostaza. Cuando pasó por su lado la primera vez, hizo sonar la bocina y puso en marcha los limpiaparabrisas. Todo el mundo aplaudió, porque aquello quería decir que tenía temple.
Luego se detuvo en seco, puso marcha atrás, y retrocedió hacia él a más de setenta por hora.
Manolo se salió de su camino, sacrificando la gracia a la rapidez, y el coche frenó en seco, pasó a primera y avanzó de nuevo.
Dos Muertos agitó la capa, y le fue arrancada de las manos. Si no se hubiera echado hacia atrás con toda rapidez, habría recibido un buen golpe.
Alguien gritó entonces:
—¡Está fuera de alineación!
Pero el mechador se puso en pie, recuperó su capa y lo enfrentó de nuevo.
Se habla aún de los tres pases que siguieron. ¡Nunca se había visto flirtear de tal modo con el parachoques! ¡Nunca en toda la Tierra se había visto un encuentro como aquél entre mechador y máquina! El descapotable rugió como diez siglos de muerte aerodinámica; el espíritu de san Detroit se sentaba en el asiento del conductor, sonriendo, mientras Dos Muertos se enfrentaba a él con su capa forrada de aluminio, citándole y reclamando su llave inglesa. El coche protegió su sobrecalentado motor e hizo subir y bajar los cristales, arriba y abajo, arriba y abajo, aclarando su tubo de escape con ruidos como de cisterna de water y mucho humo negro.
Entonces empezó a llover, lentamente, suavemente, y el trueno se acercó a nosotros. Terminé mi refresco.
Dos Muertos nunca había utilizado su llave inglesa con el motor antes, sólo con la carrocería. Pero esta vez la lanzó. Algunos expertos dicen que apuntaba al distribuidor; otros, que intentaba romper la bomba de la gasolina.
La multitud lo abucheó.
Algo viscoso goteaba del Ford sobre la arena. La línea roja se estaba ensanchando en el costado de Manolo. La lluvia seguía cayendo.
No miró a la multitud. No apartaba sus ojos del coche. Alzó la mano derecha, con la palma hacia arriba, y aguardó.
Un jadeante bombista colocó el destornillador en su mano y se alejó corriendo de vuelta a la barrera.
Manolo se echó a un lado y aguardó.
El coche saltó hacia él, y el mechador golpeó.
Hubo más abucheos.
Había fallado la muerte.
Nadie se fue, sin embargo. El Ford empezó a dar vueltas en torno a él en círculos cada vez más cerrados, con su motor ahora humeando. Manolo se frotó el brazo y recogió el destornillador y la capa que había dejado caer. Hubo más abucheos cuando lo hizo.
De pronto el coche estuvo sobre él, con su motor en llamas.
Algunos dicen que Manolo golpeó y falló de nuevo, perdiendo el equilibrio. Otros, que empezó a golpear, cogió miedo y retrocedió. Por último, hay quien dice que, quizá por un instante, sintió una fatal piedad hacia su valeroso adversario, y aquello retuvo su mano. Yo digo que el humo era demasiado denso para que nadie pudiera ver con seguridad lo que había ocurrido.
Lo cierto es que el coche hizo un giro y el hombre cayó hacia delante, y fue arrastrado sobre aquel motor, ardiendo como el catafalco de un dios, para ir al encuentro de su tercera muerte mientras ambos se estrellaban contra la barrera y desaparecían entre las llamas.
Hubo muchas disputas acerca de aquella última corrida, pero, lo que quedaba del tubo de escape y los dos faros fueron enterrados con lo que había quedado de él, bajo la arena de la plaza, y hubo muchos llantos entre las mujeres que lo habían conocido. Yo digo que no puede haber tenido miedo ni sentido piedad, porque su fuerza era como una ristra de cohetes, sus muslos eran pistones, y los dedos de sus manos tenían la discreción de micrómetros; su pelo era un halo negro, y el ángel de la muerte rondaba por su brazo derecho. Un hombre así, un hombre que ha conocido la verdad, es más poderoso que cualquier máquina. Un hombre así está por encima de todo excepto el poder y la gloria.
Ahora sin embargo está muerto, por tercera y última vez. Está tan muerto como todos los muertos que hayan muerto nunca ante un parachoques, bajo el morro, entre las ruedas. Y está bien que no pueda volver a levantarse, porque digo que ese último coche fue su apoteosis, y cualquier otra cosa sería un anticlímax. Una vez vi una brizna de hierba creciendo entre las hojas de metal del mundo en un lugar donde habían quedado algo separadas, y la destruí porque sentí que debía de sentirse muy sola. A menudo he lamentado haber hecho eso, porque arranqué la gloria de su unicidad.
Durante todo el camino de vuelta a casa pensé en ello, y los cascos de mi montura resonaban sobre el suelo de la ciudad mientras cabalgaba bajo la lluvia hacia el anochecer, aquella primavera.
* * *
Ésta es la primera vez que tengo ocasión de dirigirme a los lectores de una de mis historias, directamente y no por medio de nuestro juego mimético. Aunque acepto la noción de que un escritor debería presentar un espejo de la realidad, no creo necesario que deba ser del tipo que uno utiliza para mirarse mientras se afeita o se depila las cejas, o ambas cosas a la vez si se da el caso. Si debo llevar a todas partes un espejo, para enfocarlo a la realidad si alguna vez la encuentro, no hay razón para que no disfrute la carga tanto como me sea posible. Mi forma de hacerlo es cargar con uno de esos espejos que uno podía ver en las casas de la risa, en los tiempos en que aún existían las casas de la risa. Naturalmente, nada de lo que refleja es tan atractivo o tan sombrío como puede llegar a serlo ante el ojo desnudo. A veces parece más atractivo, o más sombrío. Uno no lo sabe realmente, hasta que prueba el espejo deformante. Y es terriblemente difícil mantener fija esa resbaladiza cosa. Un parpadeo y —¿quién sabe?— tiene usted sesenta centímetros de altura. Un estornudo, y que el Buen Señor Dios les sonría. Vivo en un miedo mortal de dejarlo caer. No sabría qué hacer sin él. Vivir más alegre, probablemente. De todos modos, amo mi fría y brillante carga. Y no voy a decir nada de la precedente historia, porque si ella misma no ha dicho todo lo que se suponía tenía que decir, entonces es culpa mía, y no voy a intentar dignificarla con más palabras. Cualquier error es siempre atribuible al espejo —a la forma en que yo lo estoy sujetando, o a la forma en que ustedes se están mirando en él—, así que no me culpen. Yo simplemente trabajo aquí.
Samuel R. Delany
Ésta es la última historia del libro. Por una razón muy especial (y no simplemente porque es la última en ser impresa, chicos listos). Es el final de una aventura y el inicio de un viaje. El fin para esta antología y la necesidad de hacer un último esfuerzo y demostrar lo que se supone que el libro pretendía demostrar (si no ha sido así, Dios no lo quiera, todo el material que antecede sólo ha hecho el trabajo adecuadamente); una última salva de fuegos artificiales para iluminar la escena. El final. Lo último. Quizás una patada en el trasero, algo que les deje jadeantes, un fuera de combate.
El inicio de un viaje: la carrera de un nuevo escritor. Pueden ustedes presenciar la partida del barco, ofrecer el cesto de frutas, tirar los confetis, decir adiós agitando el pañuelo, y nosotros les estaremos mirando. El gran viaje al gran mundo. El periplo. Pero ¿por qué esta historia, por qué este escritor?
Toulouse-Lautrec dijo en una ocasión: «Uno nunca debería conocer a un hombre cuya obra admira. El hombre es siempre muy inferior a la obra». Lamentablemente, casi siempre es cierto. El gran novelista resulta ser un quejica. El penetrador de las debilidades humanas se mete los dedos en la nariz en público. La gran autoridad sobre Sudáfrica nunca ha estado más allá de Levittown. El escritor de apasionantes aventuras resulta ser un patético homosexual bajito que vive aún con su madre inválida. Oh, Henri el Loco, tenías tanta razón… Pero no ocurre así con el autor de la historia que he elegido para cerrar este intento de provocación.
Muy pocas veces me he sentido tan impresionado con un escritor como cuando conocí por primera vez a Samuel R. Delany. Estar en la misma habitación con «Chip» Delany es saber que uno está en presencia de un acontecimiento inminente. No es su ingenio, que es considerable, o su intensidad, que es como una cálida luz, ni su erudición, que es asombrosa, ni su sinceridad, que es tan real que tiene forma y sustancia. Es una indefinible pero innegable impresión de que allí hay un hombre que lleva grandes obras en él. Hasta ahora no ha escrito casi nada excepto novelas, y ésas para una casa de libros de bolsillo alabada por dar a los recién llegados una oportunidad, pero criticada por la baja calidad de sus presentaciones. Los títulos son
Jewels of Aptor
(
Las joyas de Aptor
),
Captives of the Flame
(
Cautivos de la llama
),
The Towers of Toron
(
Las torres de Toron
),
City of a Thousand Suns
(
La ciudad de los mil soles
),
La balada de Beta
-
2
,
Empire Star
(
Estrella imperial
) y un increíble pequeño volumen titulado
Babel
-
17
, que ganó en 1966 el premio Nebula de la Asociación de Escritores de Ciencia Ficción de Norteamérica Ignoren los títulos. Son las lucubraciones de marketing de editores en las paredes de cuyas oficinas están pegados carteles recordando: ¡COMPETID!, Pero lean los libros. Demuestran un talento inquieto, intrincado, singular, e pleno proceso de desarrollo. Chip Delany está destinado a ser uno de los escritores auténticamente importantes surgidos en el campo de la literatura especulativa. Una clase de escritor que pasará a otros campos y se convertirá para la literatura general en algo importante, a su delanymanera, como Bradbury, Vonnegut o Sturgeon. Su talento es así de grande.
Nacido el 1 de abril de algún año durante la segunda guerra mundial, Delany creció en el Harlem de Nueva York. Una educación en una escuela primaria muy privada, muy progresista, luego la escuela superior de Ciencias del Bronx, una asistencia esporádica al City College, con un periodo como director de poesía de Promethean. Escribió su primera novela de ciencia ficción a los diecinueve años. Ha trabajado, entre novela y novela, como dependiente de una librería, en barcos langostineros en el golfo de Texas, como cantante folk en Grecia, y ha ido arriba abajo entre la ciudad de Nueva York y Estambul. Está casado. En la actualidad reside en el Lower East Side de la ciudad de Nueva York, y está trabajando en una enorme novela de ciencia ficción,
Nova
, que será publicada próximamente por Doubleday. Muy pocas cosas respecto a alguien que escribe tan formidablemente como Delany. Pero al parecer es todo lo que él desea que se sepa.
Sin embargo, su ficción es lo bastante elocuente. Sus novelas abordan los clichés de la ficción especulativa gastados y envejecidos por el tiempo con una enorme y cautivante ingeniosidad Llevan frescura a un campo que ocasionalmente se hunde en la línea de menor resistencia. Esta frescura es manifiestamente visible en la historia que están a punto de leer, a su manera una de las mejores de las treinta y tres obras maestras incluidas aquí. Por supuesto se clasifica como una visión «peligrosa», y tanto Chip como yo pensamos que hubiera sido difícil incluirla en el mercado de las publicaciones periódicas establecidas. Quizás hayan visto ustedes algún relato corto o novela corta de Delany impresos antes de leer la historia que sigue, pero no olviden que ésta fue la primera historia corta escrita por Chip. No había hecho nada excepto novelas antes de aceptar escribir algo para este libro. Se sitúa, para mí, como un de los más memorables vuelos en solitario de la historia del género.