Visiones Peligrosas III (32 page)

Read Visiones Peligrosas III Online

Authors: Harlan Ellison

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Visiones Peligrosas III
5.9Mb size Format: txt, pdf, ePub

* * *

Y descendimos en París:

Donde recorrimos la calle Médicis con Bo, Lou y Muse dentro de la verja, Kelly y yo fuera, haciéndonos muecas entre los barrotes, haciendo ruidos, haciendo rugir los Jardines de Luxemburgo a las dos de la madrugada. Luego saltamos la verja y bajamos hasta la plaza frente a Saint-Sulpice, donde Bo intentó echarme a la fuente.

En cuyo momento Kelly observó lo que ocurría a nuestro alrededor, tomó la tapa de un cubo de basura, y corrió hacia los urinarios, golpeando sus paredes. Cinco chavales salieron precipitadamente; ni siquiera los urinarios más grandes pueden albergar a más de cuatro.

Un chico realmente rubio apoyó su mano sobre mi brazo y me sonrió.

—No crees, espaciano, que tu… gente debería irse?

Miré su mano sobre mi uniforme azul.

—Est’ce que tu es un frelk?

Alzó las cejas, luego agitó la cabeza.

—Une frelk —corrigió—. No, no lo soy. Desgraciadamente para mí. Tienes aspecto de haber sido un hombre alguna vez. Pero ahora… —Sonrió—. Ahora no tienes nada para mí. La policía. —Señaló con la cabeza al otro lado de la calle, donde observé por primera vez la gendarmería—. A nosotros no nos molestarán. Pero vosotros sois extranjeros…

Pero Muse estaba ya gritando:

—¡Eh, venid! Larguémonos de aquí.

Y nos fuimos. Hacia arriba de nuevo.

Y bajamos otra vez en Houston:

—¡Maldita sea! —dijo Muse—. Control de Vuelo Géminis… ¿Queréis decir que ahí es donde empezó todo? ¡Larguémonos fuera de aquí, por favor!

De modo que tomamos un autobús hasta Pasadena, y de allí la monolínea hasta Galveston; íbamos a bajar hasta el golfo, pero Lou encontró a una pareja con una camioneta…

—Encantados de llevaros, espacianos. La gente de ahí arriba en sus planetas y cosas, haciendo todo ese buen trabajo para el gobierno.

…que se dirigían hacia el sur, ellos y el bebé, de modo que subimos a la parte de atrás durante cuatrocientos kilómetros de sol y viento.

—¿Creéis que son frelks? —preguntó Lou, dándome con el codo—. Apostaría a que son frelks. Están simplemente esperando a echarnos el anzuelo.

—No digas tonterías. Tienen el aire encantador y estúpido de un par de chicos campesinos.

—¡Eso no quiere decir que no sean frelks!

—Tú no confías en nadie, ¿verdad?

—No.

Y finalmente un autobús de nuevo, que nos llevó a sacudidas cruzando Brownsville y la frontera hasta Matamoros, donde bajamos con rodillas temblorosas al polvo y al ardiente atardecer, con un montón de mexicanos y pollos y pescadores de langostinos del golfo de Texas —que olían aún peor—, y nosotros fuimos quienes gritamos más fuerte. Cuarenta y tres putas —las conté— se habían preparado para los langostineros, y para cuando rompimos dos de las ventanas de la estación de autobuses ya estaban todos riendo. Los langostineros decían que no iban a pagarnos nada de comida, pero que nos emborracharían hasta las orejas si queríamos, porque ésa era la costumbre con los langostineros. Pero nosotros gritamos y rompimos otra ventana; luego, mientras yo estaba tendido de espaldas en los escalones de entrada de la oficina de telégrafos, cantando, una mujer de labios oscuros se inclinó sobre mí y puso sus manos sobre mis mejillas.

—Eres muy guapo. —Su densa mata de pelo cayó hacia delante—. Pero los hombres están todos por ahí observándote. Y eso les hace perder tiempo. Por desgracia, su tiempo es nuestro dinero. Espaciano, ¿no crees que… tu gente debería irse?

Sujeté su muñeca.

—¡Usted! —susurré en español—. ¿Usted es una frelka?

—Frelko en español. —Sonrió y palmeó el broche en forma de sol que colgaba de la hebilla de mi cinturón—. Lo siento. Pero tú no tienes nada que… pueda servirme a mí. Es una lástima, porque parece como si alguna vez hubieras sido una mujer, ¿no? Y a mi me gustan las mujeres también…

Me aparté del porche.

—¡Esto es un aburrimiento, un completo aburrimiento! —estaba gritando Muse—. ¡Venga! ¡Vámonos!

Conseguimos estar de vuelta en Houston antes del amanecer, no sé cómo. Y subimos.

Aquella mañana llovía en Istanbul:

En la cantina bebimos nuestro té en vasos en forma de pera, mirando afuera al otro lado del Bósforo. Las islas Príncipes parecían montones de basura ante la ciudad llena de agujas.

—¿Quién sabe su camino en esta ciudad? —preguntó Kelly.

—¿No vamos a ir juntos? —dijo Muse—. Creía que íbamos a ir todos juntos.

—Me han retenido mi cheque en la oficina del sobrecargo —explicó Kelly—. Estoy hecho polvo. Creo que el sobrecargo me tiene manía. —Se alzó de hombros—. No me apetece en lo más mínimo, pero voy a pescar a algún frelk rico y hacerme amigo suyo. —Volvió a su té; luego observó el pesado silencio que se había hecho—. ¡Oh, vamos! Me estáis mirando como si fuera a romperos cada uno de los huesos de vuestro cuerpo tan-cuidadosamente-condicionados-desde-la-pubertad. ¡Eh, tú! —dijo dirigiéndose a mi—. ¡No me mires con esa cara de santurrón como si nunca hubieras ido con un frelk!

Ya empezaba.

—No te estoy mirando con ninguna cara —dije, irritándome tranquilamente.

El deseo, el viejo deseo.

Bo se echó a reír para romper la tensión.

—Mirad, la última vez que estuve en Istanbul, un año antes de unirme a esta compañía, recuerdo que salimos de la Plaza Taksim para bajar al Istiqlal. Justo pasados todos esos cines baratos encontramos un pasaje pequeño bordeado de flores. Frente a nosotros había otros dos espacianos. Hay un mercado allí dentro, y más abajo venden pescado; luego hay un patio con naranjas y caramelos y erizos de mar y coles. Pero sobre todo flores. De todos modos, observamos algo curioso en aquellos espacianos. No eran sus uniformes: eran perfectos. El corte de pelo: correcto. No fue hasta que los oímos hablar… Eran un hombre y una mujer vestidos como espacianos, ¡intentando pescar frelks! ¡Imaginad, vaya plan para los frelks!

—Sí —dijo Lou—. Ya he oído eso antes. Hay montones de ellos en Rio.

—Les dimos una buena paliza a aquellos dos —concluyó Bo—. Los llevamos a una calle lateral y ¡cómo nos lo pasamos!

El vaso de té de Muse chasqueó contra la superficie de la mesa.

—¿Desde Taksim bajando hasta el Istiqlal hasta que encuentras las flores? ¿Por qué no nos dijiste que era alli donde estaban los frelks, eh?

Una sonrisa en el rostro de Kelly hubiera arreglado las cosas. Pero no hubo ninguna sonrisa.

—Demonios —dijo Lou—, nadie ha tenido que decirme nunca dónde mirar. Salgo a la calle, y los frelks me huelen llegar. Los distingo a medio camino de Piccadilly. ¿No tienen nada más que té en este lugar? ¿Dónde podemos tomar una copa?

Bo sonrió.

—Es un pais musulmán, ¿recuerdas? Pero abajo, al final del Pasaje de las Flores, hay un montón de bares pequeños con puertecitas verdes y mostradores de mármol donde puedes conseguir un litro de cerveza por unos quince centavos en liras. Y están también todos esos puestos donde venden pescado frito y bocadillos de tripa de cerdo…

—¿Nunca habéis observado la cantidad que pueden meterse dentro los frelks? Alcohol, quiero decir…, no tripas de cerdo.

Y nos lanzamos a contar un montón de apasionantes historias. Terminamos con aquella acerca del frelk al que un espaciano intentaba enrollar y que declaró: «Hay dos cosas que me gustan. Una son los espacianos; la otra, una buena pelea…».

Pero lo único que hacen es calmar. No curan nada. Ahora incluso Muse sabia que cada uno iba a pasar el día por su lado.

La lluvia había cesado, así que tomamos el ferry para el Cuerno de Oro. Kelly preguntó inmediatamente el camino de la plaza Taksim y el Istiqlal, y le aconsejaron que tomara un dolmush, lo cual descubrió que era un taxi, excepto que tan sólo va a un lugar y recoge montones y montones de gente por el camino. Y es barato.

Lou se dirigió al puente Ataturk para ver la Ciudad Nueva. Bo decidió ir a ver lo que era realmente el Dolma Boche; y cuando Muse descubrió que uno podía ir hasta Asia por quince centavos —una lira y cincuenta krush—, bien, Muse decidió ir a Asia.

Yo me metí en la confusión del tráfico a la entrada del puente, pasados los grises y chorreantes muros de la Ciudad Vieja, bajo los cables del trolebús. Hay veces en las que gritar y hacer tonterías no llena el vacío. Hay veces en las que uno debe caminar por si mismo porque duele mucho estar solo.

Caminé por un montón de callejuelas con mulos empapados y camellos empapados y mujeres con velos; y luego por un montón de grandes calles con autobuses y papeleras y hombres con trajes de negocios.

Alguna gente mira a los espacianos; otra no. Alguna gente mira o no mira de una forma que un espaciano aprende a reconocer una semana después de haber salido de la escuela de entrenamiento a los dieciséis años. Yo estaba andando por el parque cuando noté que me miraban. Ella vio que yo me había dado cuenta y desvió su mirada.

Me acerqué lentamente sobre el mojado asfalto. Estaba de pie bajo la arcada del pequeño y vacio cascarón de una mezquinta. Cuando pasé por su lado ella salió al patio entre los cañones.

—Disculpe.

Me detuve.

—¿Sabe usted si éste es o no el santuario de Santa Irene? —Su inglés tenía un acento encantador—. Me he dejado la guía en casa.

—Lo siento. Yo también soy turista.

—Oh. —Sonrió—. Soy griega. Pensé que tal vez fuera usted turco por el tono oscuro de su piel.

—Piel roja norteamericano.

Hice una inclinación de cabeza. Ella me la devolvió.

—Entiendo. Acabo de entrar en la universidad, aquí en Istanbul. Su uniforme me dice que es usted —y en la pausa, todas las especulaciones resueltas— un espaciano.

Me sentía incómodo.

—Sí. —Me metí las manos en los bolsillos, agité un poco mis pies sobre la suela de mis botas, me chupé el tercer molar izquierdo empezando por detrás…, hice todas esas cosas que hace uno cuando se siente incómodo. «Eres tan excitante cuando te pones así», me dijo en una ocasión un frelk—. Si, lo soy —dije demasiado secamente, con voz demasiado fuerte, y ella se sobresaltó un poco.

Así que ella sabía que yo sabía que ella sabía que yo sabía; me pregunté cómo íbamos a jugar al juego Proust.

—Soy turca —dijo ella—. No griega. Y no empiezo la universidad. Me he graduado en historia del arte aquí en la universidad. Esas pequeñas mentiras que una inventa frente a los extraños para proteger su ego… ¿Por qué? A veces pienso que mi ego es muy pequeño.

Es una estrategia.

—¿Vive muy lejos de aquí? —pregunté—. ¿Y cuál es la tarifa en liras turcas?

—No puedo pagarle. —Apretó su impermeable en torno a sus caderas. Era muy hermosa—. Me gustaría. —Se alzó de hombros y sonrió—. Pero soy… una pobre estudiante. No una rica. Si desea usted irse ahora mismo, no se lo reprocharé. Pero me quedaré triste.

Me quedé. Pensé que ella iba a sugerir un precio al cabo de un rato. No lo hizo.

Me estaba preguntando «¿Y qué demonios piensas hacer con ese maldito dinero, de todos modos?», cuando un soplo de viento nos arrojó agua de uno de los grandes cipreses del parque.

—Creo que todo esto es triste. —Se secó unas gotas del rostro. Su voz se había roto por un momento, y por un momento miré los rastros de las gotas de agua demasiado cerca—. Creo que es triste que hayan tenido que alterarle para hacer de usted un espaciano. Si no lo hubieran hecho, entonces nosotros… Si los espacianos no hubieran existido, entonces nosotros no hubiéramos podido… ser como somos. ¿Al principio era usted masculino o femenino?

Una nueva ducha. Yo miraba al suelo, y las gotas se metieron por mi cuello.

—Masculino —dije—. No tiene importancia.

—¿Cuántos años tiene? ¿Veintitrés, veinticuatro?

—Veintitrés —mentí.

Es un reflejo. Tengo veinticinco, pero cuanto más joven creen que eres, más te pagan. Pero yo no deseaba su maldito dinero…

—Entonces he calculado bien —asintió—. La mayoría de nosotros somos expertos en espacianos. ¿No se ha dado cuenta? Supongo que tenemos que serlo. —Me miró con unos enormes ojos negros. Al final de su mirada, parpadeó rápidamente—. Debió de ser usted un hombre muy apuesto. Pero ahora es usted un espaciano, construyendo unidades de conservación del agua en Marte, programando ordenadores de prospección minera en Ganímedes, ocupándose de las torres repetidoras de comunicaciones en la Luna. La alteración… —Los frelks son las únicas personas a las que he oído decir «la alteración» con tanta fascinación y lástima—. Creo que hubieran podido hallar alguna otra solución. Que podrían haber hallado otro medio distinto a neutralizarles, convirtiéndoles en criaturas ni siquiera andróginas; cosas que son…

Puse mi mano en su hombro, y ella se detuvo como si la hubiera golpeado. Miró si había alguien cerca. Entonces, ligeramente, muy ligeramente, alzó su mano hacia la mía.

Retiré rápidamente mi mano.

—¿Que son qué?

—Podrían haber hallado otra forma.

Sus dos manos estaban en los bolsillos ahora.

—Hubieran podido. Sí. Allá arriba, más allá de la ionosfera, muchacha, hay demasiadas radiaciones para esas preciosas gónadas, si hay que trabajar en algo que te obliga a permanecer allí veinticuatro horas al día, como en la Luna, o Marte, o los satélites de Júpiter…

—Hubieran podido fabricar escudos protectores. Hubieran podido efectuar más investigaciones en adaptación biológica…

—La era de la Explosión Demográfica —dije—. No, estaban buscando una excusa para cortar la producción de niños aquí abajo…, especialmente los malformados.

—Oh, sí. Aún seguimos luchando para librarnos de la reacción neopuritana de la libertad sexual del siglo veinte.

—Fue una excelente solución. —Sonreí, y me di unas palmadas en la entrepierna—. Estoy contento con ella.

Nunca he sabido por qué ese gesto es mucho más obsceno cuando lo hace un espaciano.

—Ya basta —estalló ella, apartándose.

—¿Qué le ocurre?

—Ya basta —repitió—. ¡No lo haga! Es usted un niño.

—Pero ellos nos han elegido entre los niños cuyas respuestas sexuales eran irreversiblemente retardadas en la pubertad.

—¿Y sus infantiles y violentos sustitutos del amor? Supongo que ésa es una de las cosas que consideran más atractivas. Si, sé que es usted un niño.

—¿De veras? ¿Y qué hay de los frelks?

Pensó un instante.

—Creo que son los retardados sexuales que han sido olvidados. Quizá fuera la solución correcta. ¿Realmente no lamenta no tener sexo?

Other books

Now You See Me by Lesley Glaister
The Heart Denied by Wulf, Linda Anne
The Other Normals by Vizzini, Ned
The Texas Christmas Gift by Thacker, Cathy Gillen
Twilight by Kristen Heitzmann
Claiming Lori by Marteeka Karland & Shara Azod
The Grieving Stones by Gary McMahon
The Palace Thief by Ethan Canin
Defensive Wounds by Lisa Black