Se apeaban con frecuencia para explorar el terreno. Hasta la coloración de los nuevos arroyuelos era significativa para los geólogos, y aquélla era la primera vez que veían correr agua por la región. Continuaron avanzando lentamente, de a trechos, y así tragaron unas pocas millas barrosas.
En un momento dado Rockwell boqueó, azorado, y estuvo a punto de caerse del vehículo. Había visto sentado a su lado a un desconocido, y eso lo sobresaltó.
Entonces advirtió que era Smith, el Smith de siempre, y la alucinación que acababa de tener lo sumió en el desconcierto. Y muy pronto, otra cosa.
—Algo anda muy mal por aquí —dijo Rockwell.
—Algo anda muy bien por aquí —le respondió Smith, y volvió a entonar otra canción en lengua indostánica.
—Estamos perdidos —anunció Rockwell—. No vemos más allá de nuestras narices a causa de la lluvia, pero no debería haber lomas por aquí. No figuran en el mapa.
—Sí que figuran —canturreó Smith—. Es el Jalo Char.
—¿El qué? ¿De dónde has sacado semejante nombre? En el mapa no figuran alturas por estos lados, y tampoco debería haberlas en el terreno.
—Entonces el mapa está equivocado. ¡Hombre, si es el valle más encantador del mundo! Nos llevará suavemente hasta la cima. ¿Cómo pudo olvidarlo el mapa? ¿Cómo todos hemos podido olvidarlo durante tanto tiempo?
—¡Smith! ¿Qué te pasa? Tienes los ojos como platos.
—Todo va bien, te lo aseguro. He renacido hace apenas un minuto. Es como llegar a casa.
—¡Smith! Vamos sobre césped verde…
—Me encanta. Podría tascarlo como un caballo.
—¡Ese risco, Smith! ¡No debería estar tan cerca! Forma parte delespej…
—Vamos, señor, ése es el Lolo Trusul.
—¡Pero no es real! ¡No está en ningún mapa!
—¿Mapa, señor? Soy un pobre hombre kalo y no sé nada de esas cosas.
—¡Smith! ¡Eres un experto cartógrafo!
—Me suena haber tenido un oficio con un nombre parecido. Pero el risco es real. Lo escalé en mi niñez, en mi otra niñez. Y aquello a lo lejos, señor, es Drapengoro Rez, la Montaña Herbácea. Y el altiplano que está frente a nosotros y que ahora empezamos a trepar es Diz Boro Grai, la Región de los Grandes Caballos.
Rockwell frenó el buggy y se apeó de un salto. Smith lo siguió, ebrio de felicidad.
—¡Smith, estás más loco que una cabra! —boqueó Rockwell—. ¿Y yo? No sé qué ha pasado, pero estamos totalmente perdidos. ¡Smith, fíjate en la hoja de ruta y en los señaladores de situación!
—¿Hoja de ruta, señor? Soy un pobre hombre kalo que no sabe nada…
—Maldito seas, Smith, ¡si tú mismo hiciste esos instrumentos! Si no mienten, nos hemos excedido en trescientos metros de altura, y hemos trepado por espacio de quince kilómetros hasta un altiplano que se supone forma parte de un espejismo. Esos riscos no pueden estar aquí. ¡Smith, nosotros no podemos estar aquí!
Pero Seruno Smith se alejaba ya al trote corto, como quien ve visiones.
—¡Smith! ¿Adonde vas? ¿No me oyes?
—¿Me llama a mí, señor? —preguntó Smith—. ¿Y por ese nombre?
—¿Estaremos los dos tan locos como la región? —gimió Rockwell—. Hace tres años que trabajo contigo. ¿No te llamas Smith?
—Bueno, sí, señor, supongo que puede traducirse al inglés como Horse-Smith o Black-Smith, es decir «herrador» o «herrero». Pero mi nombre es Pettalangro, y voy camino de casa.
Y el hombre que había sido Smith echó a andar cuesta arriba, hacia la Región de los Grandes Caballos.
—Smith, estoy subiendo al buggy y voy a regresar —gritó Rockwell—. Esta región mulante me hiela la sangre. Cuando un espejismo se vuelve real, es el momento de poner pies en polvorosa. ¡Ven conmigo! Estaremos de vuelta en Bikaner mañana por la mañana. Hay un médico allí, y un bar con una buena provisión de whisky. Nos hace falta una de las dos cosas.
—Gracias, señor, pero yo debo subir hasta mi casa —canturreó Smith—. Ha sido usted muy amable al traerme hasta aquí.
—Te dejo, Smith. Un loco es mejor que dos.
—Ashava, Sarishan —entonó Smith, despidiéndose.
—Smith, aclárame un último enigma —gritó Rockwell, tratando de encontrar un resto de cordura a que aferrarse—. ¿Cuál es el nombre de la séptima hermana?
—Caló —canturreó Smith, y desapareció en el altiplano que siempre había sido un espejismo.
En una buhardilla de la calle Olive, St. Louis, Missouri, un matrimonio mitad-y-mitad hablaba mitad-y-mitad.
—El rez ha riserao —dijo el hombre—. Lo puedo sungar como un brishindo. Jalemos.
—De acuerdo —dijo la mujer—, si estás awa.
—Demonios, te apuesto a que puedo ríkear baño en abundancia en el beda que tenemos aquí. Haré que kakko venga a kinnarlo saro.
—Con un poco de bachi podremos estar jalaos para la areat —dijo la mujer.
—¡Nashiva, mujer, nashiva!
—Está bien —dijo la mujer, y empezó a empacar.
En Camargo, en el estado de Chihuahua, México, un mecánico de tez cetrina vendió su negocio por cien pesos y le ordenó a su mujer que juntara las pertenencias, pues se marchaban.
—¿Irnos ahora, cuando el negocio está tan próspero? —preguntó ella.
—Sólo tengo un coche para arreglar, y ése no tiene arreglo —dijo el mecánico.
—Pero si lo retienes bastante tiempo, ese hombre te pagará para que se lo vuelvas a armar aunque no esté arreglado. Eso es lo que hizo la última vez. Y tienes un caballo para herrar.
—Le tengo miedo a ese caballo. Además, ha vuelto. Vámonos.
—¿Estás seguro de que podremos encontrarla?
—Claro que no estoy seguro… Iremos en el carromato y nuestro caballo enfermo tirará de él.
—¿Por qué en el carromato, si tenemos un coche, o algo que se le parece?
—No sé por qué. Pero iremos en el carromato y clavaremos la herradura gigante en el tablón del dintel.
Un trapisondista, en Nebraska, levantó la cabeza y olisqueó el aire.
—Ha vuelto —dijo—. Siempre supe que lo sabríamos. ¿Hay por aquí otros gitanos?
—Yo tengo algo de rart —dijo uno de sus compañeros—. De todos modos este narvelengero dives no es más que una feria de tres al cuarto. Le diremos al patrón que se la meta en su chev y ahuecaremos el ala.
En Tulsa, un mercachifle de coches usados llamado Gipsy Red anunció la liquidación más loca del lugar:
—¡Todo por nada! Me voy. Recojan los papeles y salgan rodando. Nueve montones de chatara fresca y treinta buenos. Todo gratis.
—¿Crees que estamos locos? —preguntaba la gente—. Aquí hay gato encerrado.
Red puso en el suelo la documentación de todos los coches y la sujetó con un ladrillo. Subió al peor coche del lote y se marchó para siempre.
—Todo gratis —canturreaba mientras se alejaba—. Recojan los papeles y vayanse conduciendo.
Todavía están allí. ¿Creen ustedes que la gente está tan loca como para dejarse embaucar por una cosa así, en la que sin duda hay gato encerrado?
En Galveston, una tabernera llamada Margaret les preguntaba a los marinos mercantes cuál era la mejor forma de conseguir un billete hasta Karachi.
—¿Por qué Karachi? —le preguntó uno de ellos.
—Supuse que era el puerto importante más cercano —respondió la muchacha—. Ha vuelto, ¿sabes?
—Esta mañana, no sé por qué, tuve el presentimiento de que había vuelto —dijo él—. Yo también soy un chai. Seguro, ya encontraremos algo que vaya para ese lado.
En miles de lugares, embaucadores y quirománticas, payasos y trujamanes, condes de Condom y duques del Pequeño Egipto parvelaron sus bártulos y se prepararon para rodar.
En todos los países, hombres y familias tomaron decisiones súbitas. Los athinganoi se reunieron en Grecia, en las colinas que circundan Salónica, y allí se les sumaron sus hermanos de Servia y Albania y de los montes Rhodolpes de Bulgaria. Los zingari de Italia septentrional se congregaron alrededor de Pavía y comenzaron a rodar rumbo a Genova para embarcarse. Los boemios de Portugal descendieron hasta Oporto y Lisboa. Los gitanos de Andalucía y de todo el sur de España llegaron a Sanlúcar y a Málaga. Los zigeuner de Turingia y Hannover se apiñaron en Hamburgo en busca de un billete transoceánico. Los gioboga y sus primos de sangre mezclada, los shelta provenientes de todos los cnocs y coills de Irlanda, encontraron barcos en Dublín, Limerick y Bantry.
Desde la Europa central, los tsigani emprendieron viaje hacia el este. La gente partía de los doscientos puertos de cada continente y transitaba por las mil carreteras, muchas de ellas tiempo atrás olvidadas.
Balauros, calés, manusch, melelo, tsigani, moro, romaní, flamenco, sinto, cicara, el pueblo de los mil nombres viajaba por millares. El Romaní Raí estaba de mudanza.
Los dos millones de gitanos del mundo volvían a casa.
En el Instituto, Gregory Smirnov platicaba con sus amigos y colegas.
—¿Recuerdan ustedes la tesis que presenté hace varios años: que «hace poco más de un milenio visitantes extraterrestres descendieron en la Tierra y se llevaron una tajada de nuestro planeta»? —dijo—. Todos ustedes opinaron que mi tesis era ridícula, pero mis conclusiones se basaban en análisis isostáticos y austáticos practicados con toda minuciosidad. No cabe la menor duda de que así fue.
—En realidad, es cierto que nos falta una tajada —dijo Aloysius Shiplap—. Tú calculaste que la tajada robada tenía un área de unas diez mil millas cuadradas, y no más de una milla de espesor en la parte más ancha. Dijiste entonces que creías que la querían como muestra para estudiarla en sus laboratorios. ¿Sabes algo nuevo acerca de nuestra tajada perdida?
—Estoy por cerrar el caso —dijo Gregory—. La han devuelto.
En verdad, era muy sencillo, jekvasteskero, de una sencillez gitana. Son los gachés, los no gitanos del mundo, los que dan explicaciones complicadas de las cosas simples.
«Vinieron y nos quitaron nuestro país», habían dicho siempre los gitanos, y eso era lo que había sucedido.
Los visitantes extraterrestres deslizaron una lámina por debajo de la tajada y la mecieron suavemente para desembarazarla de la fauna nerviosa, y luego se la llevaron para estudiarla. Dejaron, a modo de señalador, un simulacro inmaterial de ese altiplano, en la misma forma en que nosotros ponemos a veces etiquetas con nombres o figuras para identificar el lugar en que más tarde colocaremos un objeto. Dicho simulacro era a menudo visto por los humanos como un espejismo.
Los visitantes extraterrestres también dejaron simulacros en la mente de la fauna superior que huyó de esa tierra en movimiento. Eso creó en ellos una especie de instinto nostálgico por el terruño perdido, que les impidió afincarse en ninguna parte hasta la hora del retorno; con ese instinto se entrelazaban premoniciones, agorerías y sobreentendidos.
Ahora, los visitantes acababan de devolver la tajada de tierra, y la antigua fauna regresaba a ella.
—¿Y qué harán ahora los… mm… visitantes extraterrestres, Gregory? —preguntó Aloysius Shiplap en el Instituto, con una sonrisa paternal.
—Bueno, Aloysius, me imagino que se llevarán otra tajada de nuestra Tierra para estudiarla —respondió Gregory Smirnov.
Terremotos de escasa intensidad sacudieron durante tres días la región de Los Ángeles. Se evacuó a la población de toda el área. Luego resonó desde el cielo un silbato atronador que parecía querer decir: «Bajen a tierra todos los que han de quedarse en tierra».
Entonces sacaron una nueva tajada de escasa profundidad, con toda su superestructura. Desapareció. Y pronto fue olvidada.
De la Enciclopedia General del Siglo XXH, vol. 1, pág. 389:
ANGELEMOS. (Véase también Gitanos Automovilistas y Recolectores de Ciruelas.) Grupo étnico mixto de origen desconocido, muy afecto a los vagabundeos en automóvil. Se predice que serán los últimos usuarios de este vehículo, y aún se producen para su mercado varios modelos arcaicos sobrecargados de cromo. Este pueblo no es mendicante; muchos de sus miembros poseen una inteligencia superior. A menudo se dedican al comercio; por lo general son agentes de bienes raíces, jugadores, testaferros, gerentes de fábricas de diplomas por correspondencia y promotores de una y otra especie. Rara vez permanecen durante mucho tiempo en un mismo lugar.
Sus esparcimientos son curiosos. Viajan durante horas y hasta días por las viejas y casi abandonadas carreteras y autopistas. Se ha dicho que la mayoría de los angelenos consumen narcóticos, pero Harold Freelove (que vivió varios meses como angeleno) ha demostrado que esta afirmación es falsa. Lo que inhalan durante las fiestas (cazuelas de smog) es un humo negro de carbón y residuos de petróleo mezclados con monóxido. La finalidad de estas experiencias no es clara.
La religión de los angelenos es una mezcla de antiguos cultos con un poderoso componente escatológico. El tema del paraíso está representado por una alusión a un místico «Sunset Boulevard». El idioma de los angelenos es un argot colorido y chispeante. La explicación que ellos dan de su origen es vaga:
—Vinieron y nos quitaron el dizz —dicen.
* * *
Todos somos primos. No creo en la reencarnación, pero el único sistema de reencarnación que satisface a la justicia es que cada ser se convierta sucesivamente (o a veces simultáneamente) en cada uno de los demás seres. Eso requeriría unos cuantos miles de millones de vidas; el escritor que tiene un agudo sentimiento de clan intenta hacerlo en una sola.
Todos somos gitanos, como en esta parábola, y poseemos un instinto de regreso al hogar y el recuerdo de un lugar más acogedor y excelente, una realidad que está enmascarada como un espejismo. Si ese lugar más excelente está aquí o en otro sitio o en otro tiempo es algo que no sé, como tampoco sé si será nuestro mundo inmediato cuando esté lo suficientemente vivo; pero tengo una intuición al respecto que a veces cruza por toda la comunidad. Existen, o deberían existir, esas alturas resplandecientes; y nos pertenecen. La controversia (o la polaridad) está entre nosotros mismos como individuos y como miembros de las especies incandescentes, confrontadas con la cosa escatológica. Lo expresaría de una forma más inteligente si supiera cómo.
Sin embargo, no he escrito esta historia para desarrollar esta noción, sino para citar un nombre. Existe realmente una Margaret la tabernera; no la de la historia, por supuesto (ya que debemos respetar la desautorización: «Cualquier parecido con personas reales vivas o muertas es pura coincidencia»), sino otra del mismo nombre…, y es gitana. «Pon mi nombre en una historia, simplemente Margaret la tabernera —me dijo—. No me importa a quién, aunque se lo apliques a un perro.» «Pero tú no lo sabrás —le dije—, tú no lees nada, ni ninguna de las personas que te rodean.» «Lo sabré —aseguró ella—, cuando alguien lo lea algún día, cuando llegue al nombre de Margaret la tabernera. Sé cosas así.»