Authors: Emile Zola
Señora,
[...] Dreyfus puede ya dormir tranquilo y confiado en el dulce hogar que cuida usted con sus piadosas manos. Cuente con nosotros para la glorificación de su marido. Nosotros, los poetas, somos los que otorgamos la gloria, y le reservaremos un papel tan grande que ningún hombre de nuestra época dejará un recuerdo tan conmovedor. [...]
También somos nosotros, señora, los que ponemos en la picota eterna a los culpables. Las generaciones desprecian y escarnecen a quienes condenamos. Hay nombres criminales que, cubiertos de infamia por nosotros, pasan a ser por siempre inmundos desechos. La justicia inmanente se reservó ese instrumento de castigo; encargó a los poetas que legaran a la execración de los siglos a aquellos cuya maldad social y cuyos crímenes excesivos escapan a los tribunales ordinarios.
[...] No obstante, hay que olvidar, señora, sobre todo hay que despreciar. Resulta de gran ayuda, en la vida, mostrar desdén hacia villanías y ultrajes. A mí siempre me fue muy útil. Hace ya cuarenta años que trabajo, que resisto gracias al desprecio que siento por las injurias que me han valido cada una de mis obras. Y desde hace dos años, desde que estamos combatiendo por la verdad y la justicia, la ola innoble ha crecido tanto a nuestro alrededor que hemos salido blindados para siempre, invulnerables a las heridas. Por lo que a mí se refiere, borré de mi vida muchas páginas inmundas, a muchos hombres cubiertos de barro. Ya no existen, ignoro sus nombres cuando caen ante mis ojos, evito hasta las reseñas que se publican de sus escritos. Por higiene, simplemente. Ignoro si siguen ahí; mi desprecio les ha expulsado de mi mente en la espera de que vayan a parar a la cloaca. [...]
Esta carta apareció en L'Aurore el 29 de mayo de 1900.
Ocho meses más habían pasado entre éste y el artículo que le precede. La Exposición Universal había abierto sus puertas el 15 de abril de 1900; nos hallábamos, pues, en plena tregua. Mi proceso de Versalles se veía aplazado de sesión en sesión. Cada tres meses me citaban para que no caducara lo prescrito; y, al día siguiente, recibía otro papel en el que me avisaban de que no hacía falta que me molestase. Igual sucedía con mi pleito contra los tres expertos, los caballeros Belhomme, Varinard y Couard, retra- sado de mes en mes, indefinidamente. Fueron precisos quince meses, tras el indulto de Alfred Dreyfus, para que madurara el monstruo, la ley de amnistía, la ley infame.
Señores senadores,
el día en que, con harto sentimiento, votaron la llamada ley de revocación cometieron ustedes un primer error. [...]
Hoy, se les pide que cometan un segundo error, el último, el más torpe y peligroso. Ya no se trata tan sólo de una ley de revocación, sino de una ley de estrangulamiento. [...]
Hace ya más de dos meses, señores senadores, que solicité que su Comisión me escuchara porque deseaba expresarle mi protesta contra el proyecto de amnistía que nos amenazaba. Hoy escribo esta carta para reiterar mi protesta aún con mayor energía, en visperas del día en que van a ser convocados para discutir esa ley de amnistía que, desde mi punto de vista, es como una negligencia de la justicia y, desde el punto de vista de nuestro honor nacional, como una mancha imborrable. [...]
Afirmé que la amnistía se hacía contra nosotros, contra los defensores del derecho, para salvar a los auténticos criminales, cerrándonos la boca con una clemencia hipócrita a injuriosa, pasando por el mismo rasero a gente honrada y a sinvergüenzas, equívoco supremo que terminará por pudrir la conciencia nacional. [...]
Los pensamientos cobardes nacen de las mentes más firmes, hay demasiados cadáveres, se excava un agujero para enterrarlos aprisa crevendo que, como nadie los verá, ya no se hablará de ello, y a riesgo de que su descomposición atraviese la delgada capa de tierra que les cubre y no tarde en hacer que reviente de peste el país entero. Buena idea, ¿no? Todos estamos de acuerdo en que el mal, cuando sube de las ocultas profundidades del cuerpo social y sale a plena luz del día, es espantoso. Sólo discrepamos acerca de cómo debe curarse. Ustedes, hombres que llevan el timón, ustedes entierran, dan la impresión de creer que to que no se ve, ya no existe; en cambio, nosotros, simples ciudadanos, querríamos limpiar enseguida, quemar los elementos podridos, acabar de una vez con los fermentos de destrucción para que todo el cuerpo recobre la salud y la fuerza. Y el mañana dirá quién tenía razón.
La historia es muy sencilla, señores senadores, pero no está de más resumirla aquí. Al principio, en el caso Dreyfus, no se dio más que un problema de justicia, el error judicial que algunos ciudadanos, sin duda de corazón más tierno y más justo que otros, quisieron reparar. A primera vista, no vi otra cosa. Y a medida que se desarrollaba ese monstruoso episodio, a medida que aumentaban las responsabilidades, que éstas alcanzaban a superiores militares, a funcionarios, a hombres del poder, el problema no tardó en adueñarse de todo el cuerpo politico, transformando la célebre causa en una terrible crisis general durante la cual parecía que tuviera que decidirse la suerte de la misma Francia. Así, poco a poco, dos partidos se vieron enfrentados: de un lado, toda la reacción, todos los adversarios de la República verdadera, la que deberíamos tener, todas las mentalidades que, quizá sin saberlo, están a favor de la autoridad bajo sus persas formas: religiosa, militar, política; del otro, la libre acción hacia el futuro, todos los cerebros liberados por la ciencia, todos los que buscan la verdad, la justicia, y que creen en el progreso continuo, cuyas conquistas algún día acabarán por proporcionarnos la mayor fe licidad posible. A partir de ese momento, la lucha fue despiadada. El caso Dreyfus, que era un asunto judicial, y que siempre debió serlo, se convirtió en un asunto politico. Ése fue el veneno. Brindó la ocasión de que saltara bruscamente a la superficie la oscura labor de emponzoñamiento y descomposición a que se entregaban los adversarios de la República desde hacía treinta años para minar el régimen. Hoy nadie pone en duda que Francia, la última de las grandes naciones católicas poderosas, fue elegida por el catolicismo, o mejor dicho, por el papismo, para restaurar el desfalleciente poder de Roma; de ese modo, se produjo una callada invasión, y los jesuitas, por no mencionar otros instrumentos religiosos, se apoderaron de la juventud con incomparable habilidad; tan hábilmente que, una mañana, Francia, la Francia de Voltaire, que a pesar de todo aún no ha vuelto a los curas, despertó cle rical en manos de una Administración, de una Magistratura, de un gran ejército que recibe de Roma sus consignas. Cayeron de golpe las ilusorias apariencias, comprendimos que de República solo teníamos el nombre, percibimos que estábamos pisando un terreno totalmente minado, y que cien años de conquistas democráticas iban a desmoronarse.
[...] ¿Cómo procesar al general Mercier, mentiroso y falsario, cuando todos los generales se solidarizan con él? ¿Cómo denunciar ante los tribunales a los auténticos culpables cuando se sabe que hay magistrados que los absolverán? ¿Cómo gobernar, en fin, con honestidad cuando ni un solo funcionario ejecutará honestamente las órdenes? En tales circunstancias, el poder ne cesitaría un héroe, un gran hombre de Estado resuelto a salvar a su país, siquiera mediante la acción revolucionaria. [...] El antisemitismo no ha sido más que la explotación grosera de odios ancestrales, con ánimo de despertar las pasiones religiosas en un pueblo de no creyentes que no acudían ya a la iglesia. El nacionalismo no ha sido sino la explotación igualmente grosera del noble amor a la patria, táctica de abominable política que llevará derecho al país a la guerra civil el día en que hayan convencido a la mitad de los franceses de que la otra mitad los traiciona y los vende al extranjero, por el mero hecho de pensar de manera distinta. Así han podido formarse ciertas mayorías, que han profesado que lo cierto era lo falso, lo justo lo injusto, que no han querido atenerse a razones, condenando a un hombre por ser judío, persiguiendo con gritos de muerte a los supuestos traidores, cuyo único afán era salvaguardar el honor de Francia en medio del desmoronamiento de la razón na cional. A partir de ese momento, no bien pudo creerse que el propio país se pasaba a la reacción, en su arrebato de enfermiza locura, se fue al garete la parva bravura de las Cámaras y del Gobierno. Enfrentarse a las posibles mayorías, ¡valiente idea! El sufragio universal, que parece tan justo, tan lógico, tiene el horrendo defecto de que todo elegido del pueblo pasa a ser el candidato del mañana, esclavo del pueblo en su ávido afán de ser reelegido; de tal suerte que, cuando el pueblo enloquece, en uno de esos ataques que hemos presenciado, el elegido se halla a merced de ese loco, opina como él, si no es capaz de pensar y de actuar como un hombre libre. Y ése es el doloroso espectáculo al que asistimos desde hace tres años: un Parlamento que no sabe utilizar su mandato por temor a perderlo, un Gobierno que, tras permitir que Francia caiga en manos de los reaccionarios, de los envenenadores públicos, teme a cada instante que lo derriben y hace las peores concesiones a los enemigos del regimen que representa por el mero afán de mandar unos días más.
[...] Esta ley de amnistía que aprobáis para ellos, para salvar a sus superiores del presidio, claman que os la arrancamos nosotros. Son us tedes unos traidores, los ministros son unos traidores, el presidente de la República es un traidor. Y cuando hayan votado ustedes la ley, habrán actuado como traidores y para salvar a traidores. [...]
Ante tan grave peligro, sólo podia hacerse una cosa, aceptar la lucha contra todas las fuerzas del pasado coaligadas, rehacer la Administración, rehacer la Magistratura, rehacer el alto mando, por cuanto todo eso se hallaba inmerso en la podredumbre clerical. Iluminar al país con actos, decir toda la verdad, impartir toda la justicia. [...]
Una de las cosas que me causan sorpresa, señores senadores, es que se nos acuse de querer reabrir el caso Dreyfus. No lo entiendo. Hubo un caso Dreyfus, un inocente torturado por verdugos que no ignoraban su inocencia, y ese caso, gracias a nosotros, ha concluido, con respecto a la propia víctima, a quien los verdugos se han visto obligados a devolver a su familia. El mundo entero conoce hoy la verdad, nuestros peores adversarios no la ignoran, la confiesan a puerta cerrada. Llegado el momento, la rehabilitación sera una mera fórmula jurídica, y Dreyfus apenas nos necesita, porque está libre y porque tiene a su alrededor, para ayudarle, a la admirable y valerosa familia que nunca dudó de su honor ni de su liberación.
¿Por qué, entonces, íbamos a querer reabrir el caso Dreyfus? Amen de que eso no tendría ningún sentido, tampoco beneficiaría a nadie. Lo que nosotros queremos es que el caso Dreyfus concluya con el único desenlace que puede devolver la fuerza y la tranquilidad al país, y éste es que los culpables reciban su castigo, no para alborozarnos de ello, sino para que el pueblo sepa por fin la verdad y que la justicia traiga la paz, lo único verdadero y sólido. [...]
Nadie ignora que los numerosos documentos facilitados por Esterhazy al agregado militar alemán, Schwartzkoppen, están en el Ministerio de la Guerra, en Berlin. [...] Pues bien, admito que pueda estallar una guerra mañana entre Francia y Alemania, y henos aquí ante la espantosa amenaza: antes mismo de que se dispare un tiro de fusil, antes de que se libre una batalla, Alemania publicará en un folleto el expediente Esterhazy; y yo digo que la batalla estará perdida, que habremos sido derrotados ante el mundo entero sin haber podido siquiera defendernos. [...]
He contestado al presidente de su Comisión que yo disponía de un nuevo dato, que si bien no tenía la verdad, sabía perfectamente dónde encontrarla, y que me limitaba a pedirle al presidente del Consejo que invitara al ministro de Justicia a que aconsejara a su vez al presidente de la Sala de to Criminal, en Versalles, que no detuviera a la comisión rogatoria cuando yo le pidiera que mandara interrogar a Monsieur Schwartzkoppen. Así concluiría el caso Dreyfus y Francia se salvaría de la más terrible de las catástrofes. [...]
No cometeré, señores senadores, ni por un instante, la ingenuidad de creer que esta carta les impresionará, ya que les considero firmes partidarios de votar la ley de amnistía. Es fácil prever su voto, porque sera el fruto de su prolongada debilidad a impotencia. Se imaginan que no pueden obrar de otro modo porque no tienen el valor de obrar de otro modo.
Escribo esta carta simplemente por el gran honor que supone haberla escrito. Cumplo con mi deber y dudo de que ustedes cumplan con el suyo. La ley de revocación fue un crimen jurídico, la ley de amnistía sera una traición cívica, sera abandonar la República en manos de sus peores enemigos.
Vótenla, no tardarán en recibir su castigo. Con el tiempo, será su vergüenza.
Esta carta apareció en L'Aurore el 22 de diciembre de 1900.
Siete meses más transcurrieron entre éste y el artículo que le precede. La Exposición Universal cerró sus puertas el 12 de noviembre, y convenía terminar de una vez, estrangular definitivamente la verdad y la justicia. Y así fue. Ya no se celebraría mi juicio de Versalles, me privaron de mi derecho absoluto a apelar contra una condena en rebeldía. Brutalmente, suprimieron la verdad que yo hubiera podido conseguir, la justicia que les hubiese exigido. Asimismo, aún corren sueltos los tres expertos, los caballeros Belhomme, Varinard y Couard, con los treinta mil francos en el bolsillo; habrá que volver a empezar desde el inicio ante la justicia civil. Lo hago constar, eso es todo, y no me quejo, pues de todos modos mi obra está hecha. Para refrescar las memorias, quiero añadir que aún hoy, en febrero de 1901, sigo suspendido de mi grado de oficial de la Orden de la Legion de Honor.
Señor presidente,
[...] si las Cámaras votaron, y con gran pesar, la ley de amnistia, se supone que fue para asegurar la salvación del país. Después de haberse metido en ese atolladero, su Gobierno se ha visto obligado a elegir el camino de la defensa republicana, pues ha visto su solidez. El caso Dreyfus sirvió para demostrar qué peligros ame nazaban a la República bajo el doble complot del clericalismo y del militarismo, que actuaban en nombre de todas las fuerzas reaccionarias del pasado. Por lo tanto, el plan politico del gabinete es muy sencillo: deshacerse del caso Dreyfus sofocándolo, dando a entender a la mayoría que, si no obedece dócilmente, no obtendrá las reformas prometidas. Todo eso estaría muy bien, si, para salvar a la nación de la ponzoña clerical y militar, no la hubieran arrojado a esa otra ponzoña del embuste y de la iniquidad en que agoniza desde hace tres años.