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Authors: Emile Zola

Yo Acuso (5 page)

BOOK: Yo Acuso
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Pero hay hechos aún más graves, todo un conjunto de síntomas que convierten la crisis por la que atraviesas, Francia, en una lección aterradora para quienes saben ver y juzgar. El caso Dreyfus no es más que un deplorable incidente. Lo que asusta reconocer es el modo en que te comportas. Se tiene buen aspecto y de golpe salen manchitas en la piel: la muerte está en ti. Todo el veneno politico y social te ha asomado a la cara.

¿Por qué, pues, has permitido que gritaran, has acabado tú misma por gritar, y que insultaran a tu ejército, cuando, al contrario, unos patriotas fervientes solo querían la dignidad y el honor de éste? Pero tu ejército, hoy, eres tú por entero; no lo conforman tal jefe o tal cuerpo de oficiales, o tal jerarquía con galones, son todos tus hijos, dispuestos a defender el suelo francés. Examina tu conciencia: ¿era realmente tu ejército el que querías defender cuando nadie lo atacaba? ¿No era más bien al sable al que de pronto sentiste necesidad de aclamar? Por mi parte, en la estrepitosa ovación a los superiores supuestamente insultados, distingo un brote, sin duda inconsciente, del boulangisme latente que todavía te aqueja. En el fondo, aún no tienes sangre republicana, los penachos que desfilan te hacen palpitar el corazón, no hay rey que venga del que no te enamores.

¿El ejército? ¡Bueno, sí, pero ni te acuerdas! A quien quieres ver en tu cama es al general.

¡Qué lejos queda el caso Dreyfus! Mientras el general Billot se hacía acla mar en la Cámara, yo vela cómo se dibujaba en la pared la sombra del sable. Francia, si no desconfias, vas hacia la dictadura.

¿Y sabes también adónde vas, Francia? Vas ha cia la Iglesia, regresas al pasado, a ese pasado de intolerancia y teocracia tan combatido por tus hijos más ilustres, que creyeron acabar con él donando a cambio su inteligencia y su sangre. La táctica actual del antisemitismo es muy simple. En vano el catolicismo procuraba actuar sobre el pueblo, en vano creaba círculos obreros y multiplicaba las peregrinaciones, y fracasaba en su intento por conquistarlo, por conducirlo de nuevo al pie del altar. Era algo definitivo, las iglesias se quedaban vacías, el pueblo había dejado de creer. Y, de súbito, ciertas circunstancias permitieron que se insuflara en el pueblo la rabia antisemita, y lo envenenan con ese fana tismo, lo lanzan a la calle al grito de «¡Abajo los judíos! ¡Mueran los judíos!». ¡Qué triunfo si se pudiera desencadenar una guerra religiosa! Por supuesto, el pueblo sigue sin creer; pero volver a la intolerancia de la Edad Media, quemar a los judíos en la plaza pública, ¿no significa ya un atisbo de creencia? Hallaron por fin el veneno adecuado; y cuando hayan convertido al pueblo de Francia en un fanático y un verdugo, cuando le hayan extirpado del corazón su generosidad, su amor por los derechos del hombre, conquis tados con tanto esfuerzo, Dios se ocupará de lo demás. Hay gente que se atreve a negar la reacción clerical. ¡Pero si está en todas partes, si irrumpe en la política, en las artes, en la prensa, en la calle! Hoy persiguen a los judíos, mañana les tocará a los protestantes; y así empieza la campaña. Reaccionarios de toda índole invaden la República, la adoran con un amor violento y terrible, la besan hasta asfxiarla. Por todas partes se comenta que la idea de libertad está en quiebra. Cuando surgió el caso Dreyfus, ese odio creciente a la libertad encontró una magníñca oportunidad, y se inflamaron las pasiones hasta entre gente inconsciente. ¿No veis que, si arremetieron contra Scheurer-Kestner con tanto furor, es porque pertenece a una generación que creyó en la libertad, que deseó la libertad? Hoy, unos se encogen de hombros, otros se burlan: vejestorios, anticuados de buena fe. Su derrota consumaría la ruina de quienes fundaron la Re pública, de los que murieron, de aquellos a los que han tratado de arrojar al fango. Ellos acabaron con el sable, abandonaron a la Iglesia y por eso a ese hombre excelente y honrado que es Monsieur Scheurer-Kestner se le considera hoy un malhechor. Hay que ahogarlo en la vergüenza para que la misma República quede mancillada y destruida.

El caso Dreyfus saca además a la luz del día el ambiguo pasteleo del parlamentarismo, el pasteleo que lo mancha y ha de matarlo. Este caso se da en un mal momento, al final de una legislatura, cuando ya solo quedan tres o cuatro meses para hacer componendas de cara a la próxima. El gabinete que detenta hoy el poder pretende, claro está, que se celebren elecciones, y los diputados pretenden con la misma energía ser reelegidos. Por lo tanto, antes que soltar las carteras, antes que comprometer las posibilidades de elección, todos se han decidido por actos extremos. No se agarra con mayor avidez el náufrago a su tabla de salvación. Y todo se reduce a eso, todo se explica: por una parte, la actitud del gabinete en el caso Dreyfus, su silencio, sus apuros, la mala acción que comete al permitir que el país agonice bajo la impostura cuando él mismo tenía a su cargo sacar a relucir la verdad; por otra parte, el desinterés medroso de los diputados, que fingen no saber nada, que solo temen comprometer su reelección si se enemistan con el pueblo, al que creen antisemita. Se dice con frecuencia: «¡Ah, si las elecciones ya se hubiesen celebrado, verías cómo el Gobierno y el Parlamento hubieran arreglado el caso Dreyfus en veinticuatro horas!». Eso es lo que el ruin pasteleo del parlamentarismo consigue de un gran pueblo.

¡Francia, con esto formas a tu opinion pública, con el deseo del sable y de la reacción cle rical que te hace retroceder siglos, con la ambición voraz de quienes te gobiernan, se nutren de ti y se niegan a dejar de comer!

A ti apelo, Francia. Sigue siendo la gran Francia, vuelve en ti, enderézate. Dos episodios nefastos son sólo obra del antisemitismo: Panama y el caso Dreyfus. Hay que recordar de qué manera la prensa inmunda, mediante delaciones, abominables comadreos, publicación de pruebas falsas o robadas, convirtió a Panama en una úlcera horrible que royó y debilitó al país durante años. Había enloquecido la opinión pública; pervertida la nación entera, ebria de veneno, furiosa, exigía cuentas y pedía la ejecución en masa del Parlamento porque estaba corrompido. ¡Ah, si Arton volviese, si ha blase!

Volvió, habló y todas las mentiras de la prensa inmunda se desmoronaron hasta el punto de que la opinion pública cambió repentinamente, no quiso sospechar de ningún culpable y exigió la absolución en bloque. Supongo que, en realidad, no todas las conciencias estarían muy tranquilas, pues había sucedido lo que sucede en todos los Parlamentos del mundo cuando grandes empresas mueven millones. Pero la opinion pública estaba ya saturada de actos innobles, demasiada gente había quedado manchada, había recibido demasiadas denuncias y sentía la imperiosa necesidad de limpiarse con aire puro y creer en la inocencia de todos.

Pues bien, auguro que sucederá lo mismo con el caso Dreyfus, el segundo crimen social del antisemitismo. Una vez más, la prensa inmunda satura a la opinion pública con excesivas mentiras a infamias. Se empeña demasiado en que las personas honradas sean bribones y que los bribones sean personas honradas. Lanza demasiadas patrañas que ya no se creen ni los niños. Se ve desmentida con demasiada frecuencia, ofende al sentido común y la integridad más elemental. Cualquier mañana, tras todo el lodo con que la han atiborrado, sentirá una repentina aversion y, fatalmente, acabará rebelándose. Y veréis cómo la prensa, al igual que en el caso de Panama, se volcará por completo en el caso Dreyfus, pedirá que se acabe la lista de traidores, exigirá la verdad y la justicia en una explosión de soberana generosidad. De este modo, el antisemitismo sera juzgado y condenado por sus obras, dos fa tales episodios en los que el país perdió su dignidad y su salud.

Por eso, Francia, te lo suplico, vuelve en ti, enderézate sin más tardar. No pueden decirte la verdad, porque ahora se halla en manos de la justicia y ésta parece dispuesta a establecerla de una vez. Solo los jueces tienen la palabra, y el deber de hablar se impone sólo en el caso de que no se establezca toda la verdad. Sin embargo, esta verdad, que es tan simple, que fue primero un error y que después provocó tantos deslices cuando quisieron ocultarla, ¿no alcanzas a sospecharla? Los hechos hablaron con tanta cla ridad que cada fase de la investigación resultó una confesión: el comandante Esterhazy fue rodeado de protecciones inexplicables, trataron al coronel Picquart como a un culpable y lo colmaron de insultos, los ministros jugaron con las palabras, los periódicos oficiosos mintieron con vehemencia, la instrucción del caso se realizó casi a ciegas, con exasperante lentitud. ¿No te parece que algo huele mal, que algo huele a podrido, y que, en realidad, si se dejan defender tan abiertamente por toda la chusma de Paris mientras la gente honesta exige la Verdad a costa de su tranquilidad, es porque tienen demasiadas cosas que ocultar?

Despierta, Franc ia, piensa en tu gloria. ¿Cómo es posible que tu burguesía liberal y tu pueblo emancipado no vean a qué aberración la arrojan en esta crisis? No puedo creer que sean cómplices, y, si lo son, los están embaucando, pues no se dan cuenta de lo que se oculta detrás de todo eso: por una parte, la dictadura militar; por otra, la reacción clerical. ¿Eso quieres, Francia, poner en peligro todo lo que tanto ha costado lograr, la tolerancia religiosa, la justicia igual para todos, la solidaridad fraternal de todos los ciudadanos? Basta que existan dudas sobre la culpabilidad de Dreyfus y que le abandones en su tortura para que tu gloriosa conquista del Derecho y de la libertad se vea comprometida para siempre. ¡Sí, apenas quedaremos unos cuantos para decir estas cosas, tus hijos honrados no se alzarán para ponerse a nuestro lado, ni tampoco las mentes libres, los corazones generosos que fundaron la República y que deberían temblar al verla en peligro.

A ésos, Francia, apelo. ¡Que se unan, que escriban, que hablen! ¡Que trabajen con nosotros para iluminar a la opinión pública, a los peque ños y humildes, envenenados y llevados al delirio! El alma de la patria, su energia, su triunfo se hallan en la equidad y la generosidad.

Sólo me inquieta la posibilidad de que no se haga la luz por entero ni enseguida. Tras un sumario secreto, un juicio a puerta cerrada no puede poner el punto final. Al contrario, daría pie a que comenzara el caso, pues habría que ha blar, porque callarse significaría ser cómplice. ¡Qué locura creer que se puede impedir que se escriba la historia! Esta historia se escribirá y quien tenga alguna responsabilidad, por leve que sea, deberá pagar.

¡Y así se hará para tu gloria final, Francia, pues en el fondo no tengo miedo; sé que, por más que atenten contra tu razón y tu salud, tú serás siempre nuestro porvenir y siempre tendrás despertares triunfales de verdad y de justicia!

Yo acuso
Carta a Monsieur Félix Faure, presidente de la República

Este texto se publicó en L'Aurore el 13 de enero de 1898.

La gente ignora que estas páginas se imprimieron primero como folleto, al igual que las dos cartas anteriores. Cuando estaba a punto de poner el folleto a la venta, se me ocurrió que el escrito obtendría mayor resonancia y publicidad si lo publicaba en un periódico. L'Aurore había tomado ya partido, con una independencia y un valor admirables, y, naturalmente, me dirigí a él. Desde entonces, ese periódico se convirtió en mi refugio, en la tribuna de libertad y de verdad desde donde pude decir todo. Siento aún por su director, Monsieur Ernest Vaughan, un profundo agradecimiento. Después de que de ese número de L'Aurore se vendieran trescientos mil ejemplares, y tras las diligencias judiciales que siguieron, el folleto no salió del almacén. Así, al día siguiente del acto que había decidido y ejecutado, creí oportuno guardar silencio en espera de mi juicio y de las consecuencias que ya me imaginaba.

Señor presidente,

¿me permitirá usted, en agradecimiento por la benévola acogida que me dispensó un día, que me preocupe por su merecida gloria y que le diga que su estrella, tan afortunada hasta ahora, se ve amenazada por la más vergonzosa a imborrable de las manchas?

Ha salido usted indemne de las calumnias más rastreras, ha conquistado los corazones de la gente. Aparece usted radiante en la apoteosis de esa fiesta patriótica que ha sido para Francia la alianza rusa, y se dispone a presidir el solemne triunfo de nuestra Exposición Universal, que coronará nuestro gran siglo de trabajo, de verdad y de libertad. No obstante, ¡qué mancha de lodo sobre su nombre -iba a decir sobre su reinado-ha arrojado el abominable caso Dreyfus! Un consejo de guerra acaba de atreverse, por decreto, a absolver a un individuo como Esterhazy, supremo insulto a toda verdad, a toda justicia. Se acabó, Francia ostenta ahora esa mancha en la mejilla y la historia escribirá que semejante crimen social fue posible bajo su presidencia. Pero si ellos se atrevieron, yo también me atreveré. Diré la verdad, porque prometí decirla si no lo hacía plenamente y por entero la justicia. Mi deber es hablar, no quiero ser cómplice. Mis noches se verían asediadas por el espectro del inocente que, padeciendo el más horrible suplicio, expira un crimen que no ha cometido. Y a usted, señor presidente, le gritaré esa verdad, con toda la fuerza que me da mi rechazo de hombre decente. En su honor, quiero suponer que usted ignora esa verdad. ¿Y a quién pues, iba yo a denunciar esa pandilla malsana de verdaderos culpables sino a usted, el primer magistrado del país?

Ante todo, la verdad sobre el proceso y sobre la condena de Dreyfus. Todo lo ha dirigido, todo lo ha realizado un hombre nefasto, el teniente coronel Du Paty de Clam, por entonces simple comandante. Él es prácticamente el caso Dreyfus; pero eso no se sabrá hasta que una investigación leal establezca claramente sus actos y sus responsabilidades. Posee la mente más turbia, más enrevesada y obsesionada por intrigas novelescas que conozco, y se vale de recursos de folletín, de papeles robados, cartas anónimas, citas en lugares desiertos, mujeres que, de noche, entregan pruebas contundentes. Él ideó dictar el escrito a Dreyfus; él propuso examinar a Dreyfus en un cuarto enteramente revestido de espejos; a él lo describe el comandante Forzinetti penetrando, provisto de una linterna velada, en la celda donde duerme el acusado para proyectarle bruscamente sobre la cara un chorro de luz y sorprender el crimen en sus labios con la emoción del despertar. No tengo por qué contarlo todo; que busquen, ya encontrarán. Declaro sencillamente que el comandante Du Paty de Clam, encargado de instruir el sumario del caso Dreyfus en calidad de oficial judicial, es, en lo relativo a fechas y responsabilidades, el primer culpable del espantoso error judicial que se cometió. Hacía tiempo que el escrito estaba en manos del coronel Sandherr, director del Bureau de Renseignements, quien falleció tras padecer una parálisis general. Se producían «pérdidas», desaparecían papeles y aún hoy siguen desapareciendo; mientras buscaban al autor del escrito, se fue creando la idea preconcebida de que el autor sólo podía ser un oñcial del Estado Mayor, y además oficial de artillería: doble y manifiesto error, que demuestra con qué superficialidad estudiaron el escrito, pues un examen sensato demuestra que no podia tratarse más que de un oficial de tropa. Así pues, empezaron a buscar en casa, a exa minar tipos de letra, como si de un asunto de familia se tratara, con la intención de sorprender a un traidor en las propias oficinas para expulsarle. Entonces -no pretendo reconstruir ahora una historia en parte conocida-, desde que la primera sospecha recae sobre Dreyfus, el comandante Du Paty de Clam entra en escena. A partir de ese momento, él fue quien se inventó a Dreyfus, el caso se convirtió en su caso, se empeñó en confundir al traidor, en arrancarle una confesión completa. Por supuesto, están también el ministro de la Guerra, el general Mercier, cuya inteligencia parece mediocre; el jefe del Estado Mayor, el general De Boisdeffre, que da la impresión de haber sucumbido a su pasión clerical, y el subjefe de Estado Mayor, el general Gonse, cuya conciencia se acomodó a muchas cosas. Pero, en realidad, el que cuenta es el comandante Du Paty de Clam, que los maneja a todos, que los hipnotiza a todos, pues también siente afición por el espiritismo y las ciencias ocultas y conversa con los espíritus. Cuesta imaginar a qué experiencias sometió al infeliz Dreyfus, en qué trampas quiso hacerle caer, qué descabelladas investigaciones, qué monstruosas imaginaciones; en suma, lo sometió a una tortura demencial.

BOOK: Yo Acuso
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