Authors: Emile Zola
Esa verdad, esa justicia que con tanta pasión deseamos, ¡qué desaliento ver cómo las abofetean hasta desfigurarlas y alienarlas! Sospecho qué desmoronamiento estará produciéndose en el alma de Monsieur Scheurer-Kestner, y estoy seguro de que acabará por arrepentirse de no haber adoptado una actitud revolucionaria el día de la interpelación ante el Senado y de no haber soltado cuanto llevaba dentro para acabar de una vez con todo. Ha sido un hombre grande y honrado, leal, ha creído que la verdad se bastaba a sí misma, sobre todo porque le parecía clara como el día. ¿De qué servia trastornarlo todo si pronto luciría el sol? Ahora sufre el castigo cruel de esa confiada serenidad. Lo mismo ocurre con el teniente coronel Picquart, quien, movido por un sentimiento de elevada dignidad, no quiso publicar las cartas del general Gonse. Esos escrúpulos le honran tanto más cuanto que, mientras él seguía respetando la disciplina, sus superiores le cubrían de lodo a instruían el proceso personalmente, de la manera más inesperada y más ultrajante. Dos víctimas, dos seres honestos, dos corazones simples, se encomendaron a Dios mientras actuaba el diablo. En el caso del teniente coronel Picquart, llegamos a presenciar además un espectáculo innoble: un tribunal francés, tras dejar que el ponente declarara públicamente en contra de un testigo y le acusara de todos los cargos posibles, mandó despejar la sala cuando el testigo fue introducido para que se explicase y se defendiese. Afirmo que éste es un crimen más y que ese crimen sublevará la conciencia universal. Decididamente, los tribunales militares poseen una idea muy singular de la justicia. Ésta es pues la verdad pura y simple, señor presidente. Es espantosa, y quedará siempre como una mancha de su presidencia. Sospecho que carece usted de poder alguno en este caso, que es usted esclavo de la Constitución y de aquellos que le rodean. No por eso deja usted de tener, en tanto que hombre, un deber que no podrá olvidar y que tendrá que cumplir. Eso no significa que yo, por mi parte, desconfie del triunfo. Lo repito con una certeza aún más ve hemente: la verdad está en marcha y nada la detendrá. El caso no ha comenzado hasta hoy, pues sólo hoy las posiciones están claras: de un lado, los culpables que no quieren que se haga la luz; del otro, los justicieros que darán su vida por que se haga. Lo dije en otro lugar y lo repito aquí: cuando se oculta la verdad bajo tierra, ésta se concentra, adquiere tal fuerza explosiva que, el día en que estalla, salta todo con ella. Ya veremos si no acaba de fraguarse más adelante el más estrepitoso desastre.
Pero la carta se alarga, señor presidente, y ya va siendo hora de concluir. Yo acuso al teniente coronel Du Paty du Clam de haber sido el diabólico artífice del error judicial, quiero creer que por inconsciencia, y de haber defendido posteriormente su nefasta obra, a lo largo de tres años, mediante las más descabelladas y delictivas maquinaciones.
Acuso al general Mercier de haberse hecho cómplice, cuando menos por debilidad de carácter, de una de las mayores iniquidades del siglo.
Acuso al general Billot de haber tenido en sus manos las pruebas evidentes de la inocencia de Dreyfus y de haber echado tierra sobre el asunto, de ser culpable de ese delito de lesa humanidad y de lesa justicia con fines politicos y para salvar al Estado Mayor, que se vela comprometido en el caso.
Acuso al general De Boisdeffre y al general Gonse de ser cómplices del mismo delito, el uno sin duda por apasionamiento clerical, el otro quizá por ese corporativismo que convierte al Ministerio de la Guerra en un lugar sacrosanto, inatacable. Acuso al general De Pellieux y al comandante Ravary de haber realizado una investigación perversa, esto es, una investigación mons truosamente parcial que nos depara, con el informe del segundo, un imperecedero monumento de cándida audacia. Acuso a los tres expertos en escrituras, los caballeros Belhomme, Varinard y Couard, de ha ber redactado informes mendaces y fraudulentos, a menos que una revision médica declare que estos señores padecen una enfermedad de la vista o mental. Acuso a los servicios del Ministerio de la Guerra de haber promovido en la prensa, particularmente en L'Éclair y en L'Écho de Paris, una abominable campaña a fin de desorientar a la opinion pública y encubrir sus propios errores. Acuso, por ultimo, al primer consejo de gue rra de haber violado el derecho al condenar a un acusado basándose en una prueba que permane ció secreta, y acuso al segundo consejo de guerra de haber ocultado esa ilegalidad, por decreto, cometiendo a su vez el delito jurídico de absolver conscientemente a un culpable.
Al lanzar estas acusaciones, no ignoro que me expongo a que se me apliquen los artículos 30 y 31 de la Ley de Prensa del 29 de julio de 1881, que castiga los delitos de difamación. Pero me arriesgo voluntariamente.
En cuanto a las personas a las que acuso, no las conozco, nunca las he visto, no siento hacia ellas ni rencor ni odio. Para mí sólo son entes, espíritus de perversion social. Y el acto que ahora ejecuto no es más que un medio revolucionario para acelerar la explosion de la verdad y de la justicia.
Solo ahnelo una cosa, y es que se haga la luz en nombre de la humanidad que tanto ha sufrido y que tiene derecho a la felicidad. Mi ardiente protesta no es sino un grito que me surge del alma. ¡Que se atrevan, pues, a llevarme ante los tribunales y que la investigación tenga lugar a plena luz del día!
Entretanto, espero.
Acepte, señor presidente, mi más profundo respeto.
Fue publicada en L'Aurore el 22 de febrero de 1898.
Había leído estas páginas el día antes, el 21 de febrero, ante el jurado que debía condenarme. El 13 de enero, el mismo día en que apareció mi Carta al presidente de la República, la Cámara decidió iniciar diligencias judiciales contra mí por 312 votos contra 122. El 18, el general Billot, ministro de la Guerra, puso la denuncia en manos del ministro de Justicia. El 20, recibí la citación, que, de toda mi carta, sólo mencionaba quince líneas. El 7 de febrero seiniciaron las vistas y ocuparon quince sesiones, hasta el 23, día en que fui condenado a un año de cárcel y a pagar una multa de tres mil francos. Por su parte, los tres expertos, los caballeros Belhomme, Varinard y Couard, me denunciaron por difamación.
Señores del jurado,
En la Cámara, en la sesión del 22 de enero, Monsieur Méline, presidente del Consejo de Ministros, declaró, entre los aplausos frenéticos de una complaciente mayoría, que no desconfiaba de los doce ciudadanos en cuyas manos ponía la defensa del ejército. A ustedes se refería, señores. Y del mismo modo que el general Billot dictó desde el estrado su sentencia al consejo de gue rra encargado de absolver al comandante Esterhazy, dando a unos subordinados la consigna militar de respetar sin discusión lo ya juzgado, también Monsieur Méline ha decidido ordenarles que me condenen en nombre del respeto al ejército, acusándome de haberlo ultrajado. Denuncio, ante la conciencia de la gente decente, esta presión que los poderes públicos ejercen sobre la justicia del país. Son abominables costumbres políticas que deshonran a una nación libre. Ya veremos, señores, si ustedes se disponen a obedecer esa orden. Pero no es cierto que yo esté aquí, ante ustedes, por voluntad de Monsieur Méline. Éste ha cedido a la necesidad de perseguirme llevado básicamente por una gran preocupación, el terror a que se dé un nuevo paso hacia la verdad. Todo el mundo lo sabe. Si estoy ante ustedes es porque he querido. Yo, y sólo yo, decidí que había que llevar este oscuro y monstruoso caso ante su jurisdicción, y sólo yo, por iniciativa propia, les elegí a ustedes, la mayor y más directa emanación de la justicia francesa, para que Francia se entere de todo y se pronuncie. Mi acto no tiene otro objetivo y mi persona no es nada, la sacrifico, pues me siento satisfecho de haber puesto en manos de ustedes no solo el honor del ejército, sino el honor, ahora amenazado, de toda la nación.
Me absolverían, pues, si en sus conciencias se hubiera hecho ya del todo la luz. Si no hay tal luz, no sería culpa mía. Estaría yo soñando cuando pensé que podría mostrarles todas las pruebas y les consideré los únicos dignos de ellas, los únicos competentes. Empezaron por quitarles a ustedes por un lado lo que parecía llegarles por el otro. Simulaban aceptar su competencia, pero mientras confiaban en ustedes para vengar a los miembros de un consejo de guerra, otros oficia les permanecían intocables, más allá de vuestra misma justicia. Entiéndalo quien pueda. Es el absurdo al que lleva la hipocresía, y de ello se desprende, con toda evidencia, que han tenido miedo de su sentido común, que no se han atrevido a correr el riesgo de dejarnos a nosotros decirlo todo y dejarles a ustedes juzgarlo todo. Ellos dicen que quisieron acotar el escándalo; ¿qué piensan ustedes de ese escándalo, de ese acto mío que consistía en hacerles entrega del caso, en querer que fuese el pueblo, encarnado en sus personas, quien juzgara? Afirman también que no podían aceptar una revisión camuflada del caso, y de ese modo no hacen sino confesar que, en el fondo, lo único que temen es el control soberano que ustedes ejercen. Ustedes son los máximos representantes de la ley; y esa ley del pueblo elegido fue la que deseé, la que respeto profundamente como buen ciudadano, y no los sospechosos procedimientos con los que creían burlarse de ustedes.
Sírvame esto de disculpa, señores, por haberles sacado de sus ocupaciones y no haber sido capaz de aportarles la luz que me proponía ha cer resplandecer. La luz, toda la luz, ése fue mi único y apasionado anhelo. Estas sesiones acaban de demostrarlo: hemos tenido que luchar paso a paso contra un deseo obstinado de ocultación. Ha sido preciso un combate para arrancar cada retazo de verdad; lo hemos discutido todo, nos lo han negado todo, han aterrorizado a nuestros testigos con ánimo de impedir que aportaran pruebas. Y hemos luchado sólo por ustedes, para que ustedes dispusieran por entero de esa prueba, para poder pronunciarse sin remordimiento alguno, en conciencia. Por lo tanto, estoy seguro de que ustedes tendrán en cuenta nuestros esfuerzos y de que, además, se ha conseguido aclarar un poco más este caso. Ya han oído a los testigos, ahora oirán a mi defensor, que les contará la verdadera historia, esa his toria que solivianta a todo el mundo y que nadie conoce. Me siento tranquilo, la verdad está ahora en ustedes, y actuará.
Así pues, Monsieur Méline creyó imponerles a ustedes el veredicto al confiarles el honor del ejército. En nombre de ese mismo honor del ejército apelo yo ahora a la justicia de este jurado. Desmiento rotundamente lo que dijo Monsieur Méline, nunca ultrajé el ejército. En cambio, he declarado mi cariño y mi respeto por la nación en armas, por nuestros queridos soldados de Francia, que se alzarían a la primera amenaza y que defenderían el suelo francés. Asimismo, es falso que haya atacado a sus superio res, a los generales que les llevarían a la victoria. ¿Acaso decir que algunos miembros concretos del Ministerio de la Guerra han comprometido con sus actuaciones al mismo ejército es insultar el ejército entero? ¿No será más bien digno de un buen ciudadano salvaguardar al ejército de todo compromiso y lanzar el grito de alarma para que los errores - los únicos por los que nos vemos enfrentados-no vuelvan a produc irse ni nos lleven a nuevas derrotas? De todos modos, no voy a defenderme; prefiero que la historia se ocupe de juzgar mi acto, un acto que era necesario. Sin embargo, afirmo que están deshonrando al ejército al permitir que la policía proteja al comandante Esterhazy después de las abominables cartas que ha escrito. Afirmo que a ese valiente ejército lo están insultando cada día unos ladrones que, so pretexto de defenderlo, lo ensucian con su ruin complicidad, arrastrando por el barro todo lo bueno y grande que aún posee Francia. Afirmo que son ellos los que deshonran a ese gran ejército nacional cuando mezclan los gritos de «¡Viva el ejército!» con los de «¡Mueran los judíos!». Y han gritado también:
«¡Viva Esterhazy!». ¡Por Dios!, el pueblo de san Luis, de Bayard, de Condé y de Hoche, el pue blo de las grandes guerras de la República y del Imperio, el pueblo que ha deslumbrado al universo con su fuerza, su gracia y su generosidad, ese pueblo ha gritado:
«¡Viva Esterhazy!». Es un oprobio que sólo puede lavarse con nuestro esfuerzo en pro de la verdad y la justicia.
Ya conocen la leyenda que se ha creado. Dreyfus fue condenado justa y legalmente por siete oficiales infalibles, de quienes no podemos dudar sin insultar el ejército entero. Dreyfus expía su abominable fechoría mediante una vengadora tortura. Y, como es judío, se creó una cofradía judía, una cofradía internacional de hombres sin patria que disponían de centenares de millones, con objeto de salvar al traidor aun a costa de las más impudentes maniobras. A partir de entonces, esa cofradía empezó a acumular crímenes: compró conciencias, sumió a Francia en una criminal agitación, decidido a venderla al enemigo, a hundir a Europa en el desastre de una guerra, antes que renunciar a sus espantosos designios. Sí, muy sencillo, o mejor dicho, muy infantil y necio, como ustedes pueden ver. No obstante, con ese pan emponzoñado alimenta la prensa desde hace meses a nuestro pueblo. Y nada tiene de extraño que se produzca una crisis desastrosa, pues cuando hasta tal punto se siembra estulticia y embuste, forzosamente se cosecha demencia.
Por supuesto, señores, no quiero insultarles pensando que hasta ahora han dado ustedes crédito a ese cuento chino. Les conozco, sé quiénes son. Encarnan ustedes el corazón y el discernimiento de Paris, de mi gran Paris, la ciudad donde nací, a la que amo con infinito cariño, a la que estudio y canto desde hace casi cuarenta años. Y también sé lo que cruza en este mo mento sus mentes; porque, antes de venir a sentarme aquí, como acusado, me he sentado ahí, en el banco que ustedes ocupan. Representan a la opinión de la mayoría, aspiran a ser la cordura y la justicia de la masa. Dentro de poco me ha llaré con el pensamiento entre ustedes, en la sala de deliberaciones, y estoy convencido de que tratarán de salvaguardar sus intereses como ciudadanos, que son, naturalmente, según ustedes, los intereses de la nación entera. Podrán equivocarse, pero errarán si piensan que, al asegurar el bien de ustedes mismos, aseguran el bien de todos. Puedo verles en su hogar, por la noche, bajo la luz de la lámpara; puedo oír cómo charlan con sus amigos, les acompaño por sus talleres y por sus tiendas. Todos ustedes son trabajadores, comerciantes unos, industriales otros, y algunos ejercen profesiones liberales. A ustedes les inquieta, inquietud muy legítima, el estado deplorable en que se hallan las finanzas. En todas partes, la crisis actual amenaza con convertirse en un desastre, disminuyen los ingresos, y las transacciones comerciales se vuelven cada vez más dificiles. De modo que la preocupación que les trajo aquí y que leo en sus rostros es la de que están hartos y que hay que acabar de una vez. No están aún entre los muchos que dicen: «¿Qué nos importa que haya un inocente en la isla del Diablo? Por el interés de uno solo, ¿valdrá la pena turbar de esa manera a un gran país?». Con todo, piensan ustedes que nuestra agitación, la de los que tienen sed de verdad y justicia, se está pagando a un precio demasiado alto si se compara con todo el mal que, según nuestros acusadores, hacemos. Y si me condenan, señores, no habrá en su veredicto más que el deseo de calmar a los suyos, la necesidad de que florezcan sus negocios, la creencia de que, al condenarme, detendrán una campaña reivindicativa perjudicial para los intereses de Francia.