Authors: Emile Zola
Y hemos visto también el furor que sintieron unos malhechores públicos ante la perspectiva de que pudiera sobrevenir un poco de claridad. También hemos visto, por desgracia, la evolución de la masa pervertida por ellos, toda esa opinion pública extraviada, a todo este amado pueblo compuesto por los pequeños y los humildes lanzado en persecución de los judíos y mañana dis puesto a participar en una revolución que libere al capitán Dreyfus si algún hombre honrado lo enardeciera con el fuego sagrado de la justicia.
Finalmente, los espectadores, los actores, vosotros y yo, todos nosotros.
¡Qué confusion, qué cenagal siempre en aumento! Hemos visto cómo se enardecia cada día la mezcla de intereses y pasiones, las historias necias, los comadreos vergonzosos, los desmentidos desvergonzados; hemos visto cómo cada mañana abofeteaban el simple sentido común, aclamaban al vicio, silbaban a la virtud, toda una agonía de lo que constituye el honor y el placer de vivir. Y al fin la gente ha acabado por encontrar eso odioso. ¿Cómo no? Pero ¿quién había querido esas cosas, quién permitió que se prolongaran? Nuestros dirigentes, aquellos que llevaban ya más de un año advertidos del error judicial y no se habían atrevido a hacer nada. Se les suplicó, profetizándoles paso a paso la aterradora tormenta que se avecinaba. Ya tenían he cha la investigación; ya tenían en sus manos el expediente. Y hasta el último momento, pese a las objeciones patrióticas, se obstinaron en su inercia, en lugar de dirigir personalmente el caso para limitarlo, a costa de sacrificar al instante a las individualidades comprometidas. La corriente de fango se ha desbordado, tal como se les había advertido, y ellos son los culpables. Hemos visto triunfar a energúmenos que exigían la verdad de quienes decían saberla, cuando éstos no podían decirla mientras la investigación siguiera abierta. Ya le habían contado la verdad al general encargado de la investigación y sólo él está autorizado para darla a conocer. También le contarán la verdad al juez instructor, y solo él podrá oírla para basarse en ella cuando imparta justicia. ¡La verdad! ¿En qué concepto la tenéis, en todo este episodio que sacude por entero a una vieja organización, para creer que es un objeto sencillo y manejable, que se pasea por la palma de la mano y que se pone a voluntad en la mano de los demás como un guijarro o una manzana? La prueba, ¡ah, sí!, se quería una prue ba allí mismo, enseguida, como los niños que quieren ver el viento. Paciencia, la verdad resplandecerá; aunque hará falta un poco de inteligencia y de honestidad.
Hemos visto una ruin explotación del patriotismo, hemos visto agitar el espectro del extranjero en una cuestión de honor que atañe solo a la familia francesa. Los peores revolucionarios han clamado que se estaba insultando al ejército y a sus superiores cuando, en realidad, lo que se pretende es situar a éstos fuera del alcance de cualquiera, muy arriba. Y frente a los que dirigen a las masas, frente a algunos periódicos que alborotan a la opinion pública, se ha alzado el terror. Nadie de nuestras asambleas lanzó un grito digno de un hombre honrado, todos se quedaron mudos, titubeantes, esclavos de sus grupos, todos tuvieron miedo de la opinion pública, inquietos sin duda en vista de las próximas elecciones. Ni un moderado, ni un radical, ni un socialista, ninguno de los que preservan las libertades públicas se ha alzado todavía para hablar según su conciencia.
¿Cómo queréis que el país encuentre su camino en la tormenta si los mismos que dicen ser sus guías enmudecen, ya por seguir tácticas de politicos estrechos de miras, ya por temor a comprometer su situación personal?
Y el espectáculo ha sido tan lamentable, tan cruel, tan duro para nuestro orgullo, que no hago más que oír a mi alrededor: «Muy enferma ha de estar Francia para que semejante explosion de aberración pública pueda producirse». ¡No! Sólo está descarriada, desposeída de su corazón y de su genio. Que le hablen de humanidad y de jus ticia y volverá a encontrarse entera, en su legendaria generosidad.
Ha terminado el primer acto, ha caído el telón sobre el horrible espectáculo. Esperemos que el espectáculo de mañana nos devuelva el valor y nos consuele. Dije que la verdad estaba en marcha y que nada la detendría. Se ha dado un primer paso, se dará otro, y otro, y luego el paso decisivo. Es matemático. De momento, en espera de la decision del consejo de guerra, mi papel ha terminado; y deseo ardientemente que, proclamada la verdad, hecha la justicia, no me vea ya obligado a luchar por ellas.
Este texto apareció publicado como folleto, y se puso a la venta el 14 de diciembre de 1897.
Como no encontré ningún periódico dispuesto a aceptar mis artículos, y además deseaba sentirme del todo libre, proyecté continuar mi campaña mediante una serie de folletos. Primero quise lanzarlos un día fijo, con regularidad, uno por semana. Después preferí controlar las fechas de publicación, de modo que pudiese elegir el momento a intervenir según los temas y sólo los días que me parecieran útiles.
¿Adónde vais, jóvenes, adónde vais, estudiantes que corréis en grupos por las calles, manifestándoos en nombre de vuestras iras y de vuestros entusiasmos, sintiendo la necesidad irresistible de lanzar públicamente el grito de vuestras conciencias indignadas?
¿Vais a protestar contra algún abuso del poder, han ofendido vuestro anhelo de verdad y equidad, ardiente aún en vuestras almas jóvenes, almas que ignoran los arreglos politicos y las cobardías cotidianas de la vida?
¿Vais a reparar una injusticia social, vais a poner la protesta de vuestra juventud vibrante en la balanza desigual donde, con tanta falsedad, se pesa el sino de los afortunados y de los deshe redados de este mundo?
¿Vais, para defender la tolerancia y la independencia de la raza humana, a silbar a algún sectario de la inteligencia, de estrecha mollera, que ha pretendido conducir vuestras mentes liberadas hacia el antiguo error proclamando la bancarrota de la ciencia?
¿Vais a gritar, al pie de la ventana de algún personaje esquivo a hipócrita, vuestra fe inquebrantable en el porvenir, en ese siglo venidero que representáis y que ha de traer la paz al mundo en nombre de la justicia y del amor?
«¡No, no! ¡Vamos a abuchear a un hombre, a un anciano que, tras una larga vida de trabajo y de lealtad, imaginó que podía sostener impunemente una causa generosa, que podia querer que se hiciera la luz y se reparara un error, por el mismo honor de la patria francesa!»
¡Ah!, cuando yo era joven, vi cómo se estremecía el Barrio Latino con las orgullosas pasio nes de la juventud, el amor a la libertad, el odio a la fuerza brutal que aplasta cerebros y oprime almas. Lo vi, bajo el Imperio, entregado de lleno a su esforzada labor de oposición, a veces incluso injusto, pero siempre por un exceso de amor a la libre emancipación humana. Silbaba a los autores gratos a las Tullerías, se ensañaba con los profesores cuyas enseñanzas le parecian sospechosas, se alzaba contra cualquiera que se declarase en favor de las tinieblas y de la tiranía. En él ardia el fuego sagrado de la hermosa locura de los veinte años, cuando todas las esperanzas son realidades, cuando el mañana aparece como el triunfo indudable de la Ciudad perfecta. Y si nos remontáramos más atrás en esta historia de las nobles pasiones que han alzado a la juventud de las universidades, veríamos a ésta siempre indignada ante la injusticia, estremecida y sublevada a favor de los humildes, de los abandonados, de los perseguidos, contra los crueles y los poderosos. Se ha manifestado en favor de los pueblos oprimidos, ha abrazado la causa de Polonia, de Grecia, se ha erigido en defensora de cuantos sufrían, de cuantos agonizaban bajo la brutalidad de una masa o de un déspota. Si corría la voz de que el Barrio Latino estaba en ascuas, no había duda de que detrás ardía una llama de justicia juvenil, ajena a precauciones, que acometía con entusiasmo obras dictadas por el corazón. ¡Y qué espontaneidad entonces, qué torrente desbordado corría por las calles!
Ya sé que hoy el pretexto sigue siendo la patria amenazada, Francia entregada al enemigo vencedor por una pandilla de traidores. Yo sólo le pregunto al país dónde podremos encontrar la clara intuición de las cosas, la sensación instintiva de lo que es verdad, de lo que es justo, como no sea en esas almas nuevas, en esos jóvenes que nacen a la vida pública y a quienes nada debería ofuscar su razón recta y buena. Que los políticos deteriorados por años de intriga, que los periodistas desequilibrados por todas las componendas de su oficio puedan aceptar las mentiras más impúdicas, puedan hacer la vista gorda ante abrumadoras evidencias, es explicable, comprensible. Pero ¿la juventud? Muy gangrenada ha de estar para que su pureza, su candor natural no se reconozca a simple vista en medio de los inaceptables errores y no se enfrente directamente a lo que es evidente, a lo que está claro, luminoso como la luz del día. La historia es sencilla. Han condenado a un oficial y a nadie se le ocurre sospechar de la buena fe de sus jueces. Lo han castigado siguiendo el dictado de sus conciencias, basándose en pruebas que creyeron veraces. Después, un día, sucede que un hombre, que varios hombres, tienen dudas y acaban por convencerse de que una de las pruebas, la más importante, la única al menos en la que se apoyaron públicamente los jueces, ha sido atribuida erróneamente al condenado, y que no cabe duda de que esa prueba procede de la mano de otro. Y lo dicen, y ese otro es denunciado por el hermano del preso, cuyo estricto deber era hacerlo; y así, a la fuerza, empieza un nuevo juicio que, si resultase en una condena, conllevaría la revision del primer caso. ¿No es todo esto perfectamente diáfano, justo y razonable? ¿Dónde ven la maquinación, el perverso complot para salvar a un traidor? Simplemente deseamos, ¿quién lo niega?, que el traidor sea un culpable y no un inocente que expía el crimen. Ya lo tendréis a vuestro traidor; la cuestión está en que os den el auténtico.
¿No debería bastar un mínimo de sentido común? ¿A qué móvil obedecerían, así pues, los hombres que persiguen la revision del caso? Descartad el antisemitismo estúpido, cuya cruel monomania no ve en eso más que un complot judío, el oro judío, que trata de sustituir en el calabozo a un judío por un cristiano. No existe base alguna, las inverosimilitudes y las imposibilidades se derrumban unas tras otras, ni todo el oro del mundo podría comprar ciertas conciencias. Y hay que llegar a la realidad, que es la expansion natural, lenta, invencible de todo error judicial. La historia es eso. Un error judicial es una fuerza que avanza: unos hombres con conciencia se ven sometidos, asediados, se entregan con creciente obstinación, arriesgan su fortuna y su vida para que se haga justicia. Y no hay otra explicación posible a lo que hoy está pasando; el resto se limita a abominables pasiones políticas y religiosas, al torrente desbordado de calumnias a injurias.
Pero ¿qué excusa tendría la juventud si sus ideas de humanidad y de justicia se hubieran debilitado por un instante? En la sesión del 4 de diciembre, una Cámara francesa se cubrió de oprobio al votar una orden del día «que condena a los instigadores de la odiosa campaña perturbadora de la conciencia pública». Lo digo en voz alta, con vistas al futuro que, espero, ha de leerme: un votación como ésa es indigna de nuestro generoso país, y quedará como una mancha imborrable. Los «instigadores» son los hombres con conciencia y con valentía que, seguros de un error judicial, lo han denunciado para que se repare, en la convicción patriótica de que una gran nación donde un inocente agoniza entre torturas sería una nación condenada. La «odiosa campaña» es el grito de la verdad, el grito de la justicia emitido por esos hombres, es el empeño con que desean que Francia siga siendo, ante los pueblos que la contemplan, la Francia humana, la Francia que ha logrado la libertad y que impartirá la justicia. Y, ya lo veis, seguramente la Cámara ha cometido un crimen, porque ha corrompido incluso a la juventud de nuestras universidades, y ésta, engañada, extraviada, desbocada por nuestras calles, se manifiesta, cosa aún nunca vista, en contra de lo más orgulloso, de lo más valiente, de lo más divino que pueda tener el alma humana.
Después de la sesión del Senado del día 7, la gente habló de hundimiento refiriéndose a Monsieur Scheurer-Kestner. ¡Oh, sí, qué hundimiento en su corazón, en su alma! Imagino su angus tia, su tormento al ver cómo se desploma a su alrededor cuanto ha amado de nuestra República, cuanto ha ayudado a conquistar para ella en la gran lucha que ha sido su vida: la libertad, primero, y después las viriles virtudes de la lealtad, de la franqueza y del valor cívico.
Es uno de los últimos que quedan de su preclara generación. Bajo el Imperio, supo lo que era un pueblo sometido a la autoridad de uno solo, y se consumía de fiebre y de impaciencia, la boca brutalmente amordazada, ante las injusticias. Con el corazón desgarrado, vio nuestras derrotas, conoció las causas, todas originadas por la ceguera y la imbecilidad despóticas. Más adelante, fue de los que con mayor inteligencia y ardor trabajaron para levantar el país de sus escombros, para devolverle su lugar en Europa. Procede de los tiempos heroicos de nuestra Francia republicana, a imagino que debía de considerarse autor de una obra buena y sólida: el despotismo expulsado para siempre, la libertad conquistada, me refiero a esa libertad humana que permite que cada conciencia ejercite su deber en medio de la tolerancia de las demás opiniones.
¡Sí! Todo pudo conquistarse, pero todo vuelve a estar por los suelos una vez más. En torno a él, dentro de él, no hay más que ruinas. Haber sucumbido al anhelo de verdad es un crimen. Haber exigido justicia es un crimen. Re tornó el horrible despotismo, la mordaza más dura acalla otra vez las bocas. Quien aplasta la conciencia pública no es ya la bota de un César, sino toda una Cámara que condena a quienes se enardecen por el deseo de lo justo. ¡Prohibido hablar! Los puños machacan los labios de quienes han de defender la verdad, se amotina a las masas para que reduzcan al silencio a los aislados. Nunca se había organizado una opresión tan monstruosa y dirigida contra la libre discusión. Y reina el más vergonzoso terror, los más valientes se vuelven cobardes, nadie se atreve ya a decir to que piensa por miedo a que le denuncien acusándole de vendido y traidor. Los escasos periódicos que conservan cierta honestidad se humillan ante sus lectores, quienes se han vuelto locos con tantos chismes estúpidos. Ningún pueblo, creo yo, ha pasado por un mo mento más confuso, más absurdo, más angustioso para su razón y su dignidad.