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Authors: Giorgio Faletti

Yo mato (20 page)

BOOK: Yo mato
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A su lado se hallaba Luc Roncaille, director de la Süreté Publique del principado de Monaco; había llegado de improviso al despacho de Hulot mientras Morelli y un agente montaban el televisor y el vídeo en una mesita con ruedas.

Era un hombre alto, bronceado, con las sienes canosas, una versión europea de Stewart Granger. Frank lo había mirado con instintiva desconfianza. El hombre tenía más aspecto de político que de policía. Un bello rostro que reflejaba una carrera basada más en las relaciones públicas que en la práctica sobre el terreno. Cuando Hulot lo presentó, él y Frank se estudiaron un instante, evaluándose mutuamente. Al mirarlo a los ojos, el estadounidense llegó a la conclusión de que Roncaille no era estúpido. Quizá un oportunista, pero desde luego no era estúpido. Frank tuvo la clara sensación e que, si tuviera que arrojar a alguien al mar para no ahogarse él, lo haría sin el menor problema. O, en todo caso, no se ahogaría solo, apenas se había enterado del hallazgo del cadáver de Yoshida, se les había echado encima. Por el momento no había causado dificultades, pero sin duda había acudido allí con la intención de obtener información suficiente para quedar bien parado ante sus superiores. El principado de Monaco era un pañuelo, sí, pero no era un país de opereta. Había reglas estrictas que respetar y una buena organización estatal que era la envidia de muchas otras naciones.

Lo confirmaba el hecho de que su policía era considerada una de las mejores del mundo.

Por fin aparecieron las imágenes en la pantalla. Primero vieron al hombre atado al sillón, la boca tapada con cinta adhesiva, los ojos abiertos de par en par por el miedo; miraba algo a su izquierda. Todos reconocieron de inmediato en ese rostro desencajado a Alien Yoshida; su foto había aparecido muchas veces en las primeras planas de los periódicos de medio mundo. Después entró en escena una persona de negro. Hulot se quedó sin aliento. Al mirar al hombre y su vestimenta, por un instante Frank pensó en un defecto de la cinta o de la filmación, a causa de las protuberancias de los codos y las rodillas. Después se dio cuenta de que formaban parte del camuflaje, y de golpe se dio cuenta de la clase de persona que estaban viendo.

—¡Grandísimo hijo puta! —exclamó entre dientes.

Los presentes se dieron la vuelta instintivamente para mirarlo. Frank hizo un gesto, excusándose por haber perturbado la visión, y todos volvieron a concentrarse en las imágenes. Con los ojos desmesuradamente abiertos por el horror, vieron cómo la figura de negro apuñalaba de forma científica a la persona inmovilizada en el sillón, de modo que ninguna de las puñaladas fuera letal. Vieron sus movimientos, antinaturales a causa de la ropa, con los que abría heridas que no cicatrizarían nunca; vieron la sangre que se extendía a cámara lenta por la tela de la camisa blanca de Yoshida, como flores que necesitaran nutrirse de su vida para poder abrirse.

Vieron la muerte en persona, bailando alrededor de un hombre, saboreando su dolor y su terror a la espera de llevárselo consigo por toda la eternidad.

Después de un rato que pareció durar siglos, la figura de negro se quedó quieta. El rostro de Yoshida estaba empapado de sudor. El hombre extendió un brazo y se lo enjugó con la manga de su bata. En la frente del prisionero quedó un rastro rojizo, una coma de vida en aquel ritual de muerte.

Había sangre por todas partes. En el mármol del suelo, en Ia ropa, en las paredes. El hombre de negro fue hacia los aparatos de audio dispuestos a lo largo de la pared de su derecha y extendió la mano hacia una de las máquinas. De pronto se detuvo y ladeó la cabeza, como si hubiera tenido un pensamiento inesperado. Después se volvió hacia la cámara que había a su espalda y se inclinó, indicando con un ademán delicado al hombre que agonizaba en el sillón.

Giró de nuevo, pulsó un botón, y en el vídeo cayó la nieve del invierno y del infierno.

En el despacho, el silencio tenía una voz distinta para cada uno de los presentes.

Frank fue transportado de golpe al pasado, a una casa a la orilla del mar, a imágenes que nunca habían dejado de pasar, como una interminable cinta de vídeo, ante sus ojos. El recuerdo, de nuevo, provocó dolor, y el dolor se volvió odio, que Frank repartió a partes iguales entre él mismo y aquel asesino.

Hulot levantó las persianas y la luz del sol volvió a la estancia como una bendición.

—Jesús bendito, pero ¿qué cosa diabólica está sucediendo aquí?

La voz salió como una plegaria de la boca de Roncaille.

Frank se levantó del sillón. Hulot vio el fulgor de su mirada. Por un instante tuvo la sensación de que, si la figura de negro del vídeo se hubiera quitado las gafas de espejo, también en sus ojos habrían podido ver el mismo fulgor.

Agua al agua, fuego al fuego, locura a la locura. Y muerte a la muerte.

Hulot se estremeció como si el aire acondicionado hubiera traído de golpe un soplo de viento del polo Norte. Y quizá la voz de Frank venía del mismo lugar.

—Señores —dijo Frank—, en esta cinta hemos visto a Satanás en persona. Quizá este hombre es un loco de atar, pero tiene también una lucidez y una astucia sobrehumanas.

Señaló con la mano el aparato todavía encendido, en el cual seguía el efecto de la nieve. .

Han visto ustedes cómo iba vestido. Han visto los codos y as rodillas. No sé si era su intención grabar la cinta cuando fue a la casa de Yoshida; probablemente no, porque no podía conocer la existencia de esa habitación secreta y la perversión particular del dueño de casa. Quizá improvisó. Quizá sorprendió a su víctima mientras abría su sanctasanctórum y le divirtió la idea de que pudiéramos verlo mientras mataba a ese infeliz. No, tal vez el término más apropiado sea «admirarle». Esto, en lo que concierne a su locura. Morelli, ¿puedes retroceder la cinta?

El inspector apuntó el mando a distancia y la cinta comenzó a rebobinarse. Al cabo de pocos segundos Frank le indicó con un gesto que la detuviera.

—Está bien así, gracias. ¿Puedes parar la imagen en un momento en el que se vea bien a nuestro hombre?

Morelli pulsó un botón y la imagen se congeló en la figura de negro con el puñal levantado. Una gota de sangre que caía de la hoja quedó inmóvil en el aire. El jefe de policía cerró los ojos con asco; sin duda ese tipo de espectáculo no formaba parte de su trabajo habitual.

—Aquí está.

Frank se acercó a la pantalla e indicó el brazo levantado del asesino, a la altura del codo.

—El hombre sabía que en la casa había cámaras. O al menos estaba al tanto de que hay cámaras de control en casi todo el principado. Sabía que, al llevar el Bentley al aparcamiento de Boulingrins, corría el riesgo de que le filmaran. Y sobre todo sabía que uno de los parámetros corrientes de identificación se basa en las mediciones antropométricas que pueden efectuarse mediante el análisis de una grabación de vídeo. Hay valores que son propios de cada individuo: el tamaño de las orejas, la distancia de las muñecas a los codos, la distancia de los tobillos a las rodillas. Y pueden obtenerse con los aparatos de que disponen las brigadas científicas de las policías de todo el mundo. Por eso se puso esa especie de prótesis en las piernas y los brazos. De ese modo, no tenemos ninguna posibilidad de averiguar algo. Ni rostro, ni cuerpo. Solo la estatura, es un dato común a millones de personas. Por eso les digo que lúcido y astuto, además de loco.

—¿Precisamente aquí tenía que actuar ese maniático?

Quizá Roncaille oía crujidos siniestros que amenazaban con apearle de su sillón de jefe de la Süreté. Miró a Frank tratando a recobrar una apariencia de calma.

— ¿Qué se proponen ustedes hacer ahora?

Frank miró a Hulot. El comisario entendió que le estaba cediendo la palabra en consideración a Roncaille.

—Estamos investigando en distintos frentes. Tenemos pocas pistas Pero alg0 es algo. Esperamos que lleguen de Lyon los resultados de los nuevos análisis de las cintas de las llamadas. Cluny, el psicopatólogo, está preparando un informe sobre el individuo, basado en esas cintas. Están los resultados del registro del barco, del coche de Yoshida y de su casa. No esperamos obtener gran cosa de todo esto, pero tal vez se nos ha escapado algo. Las autopsias no han revelado mucho más que los primeros exámenes. El único vínculo cierto que tenemos con el asesino son las llamadas que ha hecho a Radio Montecarlo antes de sus asesinatos. Estamos controlando las emisiones durante las veinticuatro horas. Desgraciadamente, como ya hemos visto, el hombre tiene una astucia y una preparación solo comparables a su crueldad. Hemos montado una unidad, a cargo del inspector Morelli, que recibe las llamadas y controla todas las señales sospechosas...

Morelli se sintió obligado a intervenir.

—Han llegado muchísimas llamadas y, después de este nuevo homicidio, creo que llegarán todavía más. Algunas son delirantes, como historias de extraterrestres y ángeles vengadores, pero en las demás no pasamos nada por alto. De más está decir que para controlarlo todo se necesita tiempo y personal, y no siempre los tenemos.

—Ya veré qué puedo hacer —dijo Roncaille—. Puedo pedir refuerzos a la policía francesa. No hace falta que les diga que el principado prescindiría gustosamente de este asunto. Siempre hemos dado una imagen de seguridad, de isla feliz en medio de los horrores que ocurren en otras partes del mundo. Ahora que este loco nos desafía con estos asesinatos, debemos demostrar una eficacia acorde a esa imagen. En pocas palabras, debemos atraparle lo más deprisa posible. Antes de que mate a otras personas.

Roncaille se levantó y alisó las arrugas de sus pantalones de lino

—Bien, los dejo trabajar. Les confieso que muy pronto tendré que comunicar al procurador general la información que acaban de darme. Es un deber del que me libraría de buena gana... Hulot manténganos informados a cualquier hora del día o de la noche. Suerte, señores.

Se dirigió a la puerta, la abrió, salió del despacho y la cerró con delicadeza a sus espaldas. El sentido de sus palabras, pero en particular el tono de su voz, dejaban muy claro lo que quería decir ese «debemos atraparle». El significado exacto era: «ustedes deben atraparlo»; tampoco pasaba inadvertida la amenaza de represalias en caso de que fracasaran.

21

Frank, Hulot y Morelli se quedaron en la habitación, sintiendo el gusto amargo de la derrota. Habían tenido una pista y no la habían descifrado. Habían tenido la posibilidad de detener a un asesino, y ahora tenían tan solo otro cadáver con el cráneo desollado tendido en la mesa del depósito de cadáveres. De momento, Roncaille solo había ido a explorar, a dar una vuelta de reconocimiento a la espera de la verdadera batalla, a advertirles que de allí en adelante se desatarían fuerzas que tal vez exigirían cortar muchas cabezas. Y que la suya no caería sola. Punto y aparte.

Llamaron a la puerta.

—Adelante.

Por la puerta entornada asomó el rostro de Claude Froben.

—Comisario Froben, vengo a dar el parte.

—Ah, hola Claude, pasa.

Froben se dio cuenta enseguida del ambiente de derrota que se respiraba en la estancia.

—Buen día a todos. Me he cruzado con Roncaille, ahí fuera. Mal momento, ¿eh?

—Peor no podría ser.

—Ten, Nicolás, te he traído un regalo. Revelado en tiempo récord exclusivamente para ti. Para lo demás, lo lamento; tendrás que esperar todavía un poco.

Dejo en el escritorio el sobre marrón que llevaba en la mano. Frank se levantó del sillón y fue a abrirlo. Contenía unas fotos en blanco y negro, una versión estática de lo que ya habían visto en el vídeo, una habitación vacía que era la imagen metafísica de un crimen. La habitación donde una figura de negro había matado a un hombre de alma más negra aún.

Miró rápidamente las fotos y se las pasó a Hulot, que las dejó en el escritorio sin siquiera mirarlas.

—¿Habéis encontrado algo? —preguntó a Froben, sin mucha esperanza.

—Mis muchachos han registrado esa habitación, y la casa en general, con sumo cuidado. Hay muchas huellas, pero ya sabes que a veces tener muchas huellas es como no tener ninguna. Si me das las del cadáver, podemos compararlas para intentar una identificación definitiva. Hemos encontrado cabellos en el sillón, y aunque es casi seguro que pertenecen a Yoshida...

—De eso no hay la menor duda. Y el muerto es él —le interrumpió Hulot.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Antes de continuar, me parece justo que veas algo.

—¿Qué?

Hulot se apoyó en el respaldo y se volvió hacia Morelli.

—Siéntate y agárrate fuerte. Morelli, pon la cinta, por favor.

El inspector apuntó el mando a distancia y de nuevo la pantalla se llenó con aquella danza macabra. Su puñal parecía una aguja que cosía la muerte en la ropa de Yoshida, un traje rojo de sangre para el carnaval del infierno. Froben miraba con los ojos muy abiertos. Cuando la película terminó, con la reverencia satisfecha del hombre de negro, tardó algunos instantes en encontrar las palabras.

—¡Cielo santo! ¡Aquí ya no estamos en la tierra!... Casi he sentido el impulso de hacer la señal de la cruz. ¿Qué puede haber en la cabeza de ese hombre?

—Todo el talento que la locura puede poner a disposición de la maldad: sangre fría, inteligencia y astucia. Y ni siquiera el menor atisbo de piedad.

Las palabras de Frank contenían su propia condena tanto corno la condena al asesino al que se enfrentaban. Ninguno de los dos podía detenerse. Uno continuaría matando hasta que el otro lo atrapara. Y, para lograrlo, Frank debía dejar a un lado su mente de hombre racional para ponerse, también él, un traje negro.

—Froben, ¿qué nos dices de las cintas encontradas en la casa de Yoshida?

Por un instante Froben pareció aliviado de que la conversación hubiera cambiado de rumbo. En los ojos del estadounidense había una luz que le intimidaba. Por momentos su voz tenía el sonido del que susurra fórmulas mágicas para evocar fantasmas.

—Se parece a lo que acabamos de ver: cosas que hielan la sangre en las venas. Hemos comenzado una investigación, ya veremos adonde nos lleva. Las cosas que hay allí dentro me hacen pensar que el difunto señor Yoshida no era en vida un tipo mucho mejor que el hombre que le ha matado. Cosas para perder por completo la fe en los seres humanos... En mi opinión, ese sádico ha tenido el fin que se merecía.

Hulot, sentado al escritorio, dio al fin voz a sus pensamientos:

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