Yo mato (19 page)

Read Yo mato Online

Authors: Giorgio Faletti

BOOK: Yo mato
2.54Mb size Format: txt, pdf, ePub

Desde su posición, Frank vio enseguida lo que había oído caer en la moqueta del coche. Casi oculta bajo el asiento delantero había una cinta VHS; con toda probabilidad estaba en el regazo del cadáver y el movimiento la había desplazado. Cogió un bolígrafo del bolsillo de la chaqueta y lo introdujo en uno de los dos agujeros. La levantó y se quedó observándola un instante; luego cogió una bolsa de plástico, puso dentro la cinta de vídeo y la cerró herméticamente.

Durante esa operación vio que el muerto estaba descalzo y tenía unas marcas profundas en las muñecas. Frank cogió una mano y probó la flexibilidad de los dedos. Levantó los pantalones para comprobar si también tenía marcas en los tobillos.

—A este desdichado lo inmovilizaron con algo muy resistente, tal vez alambre metálico. A juzgar por la coagulación de la sangre y la movilidad de los miembros, no ha muerto hace mucho. Y no ha muerto aquí.

—Por el color de las manos, yo diría que ha muerto desangrado a causa de las heridas.

—Exacto. Si hubiera muerto aquí, habría mucha más sangre en los asientos, en el suelo del coche y en la ropa. Además, me parece el lugar menos apropiado para el trabajo que debía hacer el asesino. No, a este pobre hombre lo han asesinado en otra parte y después lo han metido en el coche.

—Pero ¿por qué tomarse tantas molestias?

Hulot retrocedió para permitir que Frank se levantara.

—Quiero decir, ¿por qué correr el riesgo de transportar un cadáver de un lado para otro, de noche, en coche, y correr el riesgo de ser descubierto?

Frank miró a su alrededor, perplejo.

—No lo sé. Pero es una de las cosas que debemos descubrir.

Guardaron silencio unos instantes; contemplaron el cadáver apoyado en el respaldo, con los ojos desmesuradamente abiertos en el espacio estrecho de su lujoso ataúd.

—A juzgar por lo que queda del traje y del coche, debía de ser un tío rico.

—Veamos a nombre de quién está esta carroza.

Rodearon el Bentley y abrieron la puerta del acompañante. Frank pulsó un botón del salpicadero para abrir la guantera. La portezuela se deslizó hacia fuera sin ruido. Cogió un estuche de piel en el que había varios documentos, entre ellos el permiso de circulación del vehículo.

—Aquí está. El coche está a nombre de una sociedad, la Zen Electronics.

—¡Santo cielo! Alien Yoshida...

La voz del comisario reflejaba estupefacción.

—El dueño de Sacrifiles.

—Mierda, Nicolás. Ahí tenemos el significado del indicio.

—¿A qué te refieres?

—El tema de Santana, el que hemos oído una y otra vez. El disco se grabó en vivo en Japón. Yoshida era mitad estadounidense, mitad japonés. ¿Y recuerdas las canciones de Santana? Hay una que se titula «Soul Sacrifice», ¿entiendes? ¡Sacrifice! Es un juego de palabras con «Sacrifiles». Y, si no me equivoco, en Lotus hay una canción que se titula «Kioto». No me sorprendería que Yoshida haya tenido algo que ver también con esa ciudad.

Hulot señaló el cadáver.

—¿Tú dices que es él? ¿Que este es Alien Yoshida?

—Apostaría todo el oro de Fort Knox. Y me viene otra cosa a la cabeza...

Hulot lo miraba, perplejo. En la mente de Frank iba abriéndose camino una idea descabellada.

—Nicolás, si Yoshida ha sido asesinado en otra parte y después lo han transportado para que se lo encontrara en la plaza del Casino de Montecarlo, ha sido por un motivo muy preciso.

—¿Cuál?

—¡Este hijo puta quiere que nosotros nos ocupemos de la instigación!

Hulot pensó que, si lo que decía Frank era cierto, no había límite a la locura de aquel hombre, así como tampoco tenía límite su sangre fría. Tuvo un mal un presagio; por lo que les esperaba, por el asesino con que se enfrentaban, por los muertos que ya cargaban a la espalda.

Un ruido de neumáticos anunció la llegada de la ambulancia y del coche del médico forense. Casi enseguida apareció por la rampa también el furgón de la brigada científica.

Hulot se apartó para ir a recibirlos. Frank permaneció solo junto a la puerta abierta. Mientras reflexionaba, su mirada se paró en el estéreo del coche. Asomaba algo. Lo sacó.

Era un cásete completamente rebobinado. Lo miró durante un instante y luego lo introdujo en el equipo, que se puso en marcha. Todos los que se hallaban cerca pudieron oír claramente las notas burlonas de
«Samba para ti».

19

Cuando volvieron a la central, la entrada del edificio estaba abarrotada de periodistas.

—Que el diablo se los lleve, malditos buitres.

—Era de prever, Nicolás. En el aparcamiento nos libramos, pero no se puede esquivar siempre a esta gente. Piensa que esta es la menor de todas las dificultades que tenemos.

Hulot se dirigió al chófer, el mismo que los había llevado a la ida:

—Aparca en la parte trasera. Ahora no tengo ningunas ganas de hablarles.

El coche avanzó y se detuvo en la puerta para vehículos. Al ver al comisario en el interior del coche, los reporteros se desplazaron con un movimiento tan simultáneo que parecía fruto de un concienzudo ensayo general.

La barrera todavía no se había levantado y ya el vehículo se hallaba rodeado de personas y preguntas. Hulot se vio obligado, a su pesar, a bajar el cristal de su ventanilla. El vocerío de los periodistas aumentó de intensidad. Un sujeto pelirrojo y pecoso prácticamente introdujo la cabeza en el coche.

—Comisario, ¿sabe quién es el cadáver del aparcamiento?

Detrás de él, una periodista de
Nice Matin
a la que Hulot conocía bien se coló, apartando con brusquedad a su colega.

—¿Cree que el asesino es el mismo que mató a Jochen Welder y a Arijane Parker? ¿Nos enfrentamos a un asesino en serie?

—¿Qué nos dice de la llamada de esta noche a Radio Montecarlo —gritó otro, asomándose a sus espaldas.

Hulot levantó las manos para detener la avalancha de preguntas.

—Señores, por favor. Ustedes son profesionales y saben muy bien que en este momento no puedo decirles nada. Más tarde habrá un comunicado del director. Por ahora, eso es todo. Disculpen. Vamos, Lacroix.

Avanzando lentamente para no atropellar a nadie, el coche cruzó la entrada de vehículos y la barrera bajó tras ellos.

Se apearon todos; Hulot se pasó las manos por la cara. Estaba ojeroso, por la noche de insomnio y por el nuevo horror que acababa de ver.

Tendió a Morelli la cinta VHS que tenía en el bolsillo, la que había encontrado en el coche de la víctima. Los de la científica se la habían devuelto enseguida, en cuanto vieron que no tenía huellas.

—Claude, manda hacer una copia de seguridad y házmela llegar. Y envíame un televisor y un vídeo. Después llama a Niza y habla con Clavert; dile que me llame apenas haya analizado la cinta de esta noche. No es que espere mucho, pero nunca se sabe. Nosotros estaremos en mi despacho.

Subieron los pocos escalones de la escalera exterior y se detuvieron ante la puerta de cristal. Frank la empujó y entró primero. Desde el momento en que se habían visto en la radio, la noche anterior, él y Hulot no habían permanecido casi ni un instante a solas. Delante del ascensor, el comisario pulsó el botón y las puertas se abrieron con un chirrido.

—¿Qué piensas?

Frank se encogió de hombros.

—El problema no es qué pienso, sino que no sé qué pensar. Este hombre es un caso aparte. En todas las investigaciones que he llevado, siempre había algo dejado al azar, algún indicio que revelaba que el asesino sufría por ser lo que era. Este, en cambio, actúa con una lucidez impresionante.

—Es cierto. Y mientras tanto, ya tenemos tres muertos.

—Hay una cosa en particular que me pregunto, Nicolás.

—¿Cuál?

—Aparte de que no sabemos el motivo por el que arranca Ia piel del cráneo de sus víctimas, en el primer caso, el de Jochen \X/elder y Arijane Parker, se trataba de un hombre y una mujer. Ahora tenemos un solo cadáver, de un hombre. ¿Cuál es el nexo de unión? O, mejor dicho, si excluimos por el momento a la mujer ¿qué vincula a Jochen Welder, dos veces campeón del mundo de Fórmula Uno, con Alien Yoshida, empresario de informática de relevancia mundial?

Hulot se apoyó en la pared de metal del ascensor.

—Los puntos en común más evidentes son la fama y la edad, ya que los dos rondaban los treinta y cinco años. Y quizá también el atractivo físico.

—De acuerdo. Entonces, ¿cómo encaja Arijane Parker? ¿Por qué una mujer?

El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. Hulot bloqueó la célula fotoeléctrica en la mano.

—Tal vez al asesino le interesaba Jochen Welder, pero ella se cruzó en su camino y se vio obligado a matarla.

—También en eso estoy de acuerdo. Pero, entonces, ¿por qué utilizó con ella el mismo procedimiento?

Atravesaron el pasillo hasta el despacho de Hulot. Las personas con las que se cruzaban los miraban como a dos veteranos.

—No lo sé, Frank. No sé qué decir. Tenemos tres muertos y ninguna pista que valga la pena. La única que teníamos no logramos descifrarla a tiempo, por lo que ahora cargamos con un muerto más en la conciencia. Aunque, pensándolo ahora, era bastante simple.

—Una vez leí que todos los enigmas son simples una vez que se conoce la solución.

Entraron en el despacho. La luz del sol dibujaba unos cuadrados de luz en el suelo. Fuera era casi verano, pero dentro parecía que el invierno se resistía a marcharse.

Hulot fue al escritorio, cogió el teléfono y marcó el número directo de Froben, el comisario de Niza. Frank se sentó en el sillón, en la misma postura que pocas horas antes.

—¿Claude? Habla Nicolás. Escucha, ha habido un problema... Mejor dicho, tengo un problema más, para ser exactos. Hemos encontrado otro cadáver, en un coche. El mismo procedimiento que los otros dos. La cabeza completamente desollada. En los documentos el coche figura a nombre de Zen Electronics, la sociedad de Alien Yoshida, ya sabes, el...

El comisario calló, interrumpido por su interlocutor.

—¿Cómo? Espera., estoy aquí con Frank. Pondré el manos libres, así también lo oirá él. Repite lo que has dicho.

Pulsó un botón del teléfono y se oyó la voz de Froben, algo distorsionada por el amplificador.

—He dicho que estoy en la casa de Yoshida, en Beaulieu. Casas de mil millones. Megamultimillonarios. Servicio de vigilancia y cámaras por todas partes. Nos llamaron esta mañana, alrededor de las siete. El personal de servicio no vive aquí; vienen todos alrededor de las seis y media. Hoy, en cuanto llegaron, comenzaron a poner orden después de una fiesta que el dueño de la casa había dado anoche. Cuando bajaron a la planta inferior encontraron abierta la puerta de una habitación cuya existencia ignoraban.

—¿Qué significa «cuya existencia ignoraban»?

—Significa lo que he dicho, Nicolás. Una habitación cuya existencia ignoraban, un cuarto secreto que se abre mediante una cerradura de combinación que está escondida en la base de una estatua.

—Disculpa. Continúa.

—Cuando entraron, encontraron un sillón completamente cubierto de sangre. También había sangre en el suelo y en las paredes. Un lago, como ha dicho literalmente el hombre de seguridad que nos llamó, y te aseguro que no exageraba. Estamos aquí desde hace un buen rato, y la brigada científica todavía sigue trabajando. Ya he comenzado a interrogar a algunos miembros del servicio, pero hasta ahora no he obtenido nada.

—Le ha matado allí, Claude. Llegó, mató a Yoshida, hizo su trabajo de mierda, lo cargó en el coche y después abandonó coche y cadáver en el aparcamiento del casino.

—El jefe de seguridad, un ex policía llamado Valmeere, me ha dicho que esta noche, alrededor de las cuatro, vio salir el coche de Yoshida.

—¿Y no vio quién conducía?

—No. Dice que el coche tiene cristales ahumados y no se puede ver el interior. Además era de noche y con el reflejo de las luces es peor todavía.

—¿Y no le ha parecido extraño que Yoshida saliera solo a esa hora de la madrugada?

—Lo mismo le he preguntado yo. Valmeere me ha respondido que Yoshida era un tío extraño. De vez en cuando salía solo. Valmeere le había advertido que no era seguro andar solo por ahí, pero no logró hacérselo entender. ¿Quieres saber hasta qué punto era extraño el señor Yoshida?

—Dime.

—En la habitación encontramos una colección de cintas
snuff
como para darte escalofríos. Con cosas que ni siquiera imaginas. Uno de mis muchachos las vio y tuvo que salir a vomitar. ¿Quieres que te diga algo?

Froben continuó sin esperar la respuesta.

—Si a Yoshida le gustaba ese tipo de películas, ha tenido el fin que merecía.

Las palabras de Froben reflejaban con claridad su repugnancia. Así era la vida de un policía. Siempre se creía haber tocado fondo, y cada vez sucedía algo que desbarataba esa convicción.

—Está bien, Claude. Hazme llegar cuanto antes los resultados del registro del lugar: fotos, huellas, si las hay, y todo lo demás. Y haz lo posible para que podamos efectuar una inspección más tarde. Te lo agradezco.

—No hay de qué. Nicolás...

—¿Sí?

—El otro día solo lo pensé, pero ahora te lo confieso abiertamente. ¿Me creerías si te dijera que no querría estar en tu lugar?

—Te creo, amigo mío. Claro que te creo...

Hulot colgó el auricular como si fuera extremadamente frágil.

Frank, apoyado en el respaldo del sillón, miraba por la ventana un trozo de cielo azul, sin verlo. Su voz parecía llegar desde mil kilómetros y mil años de distancia.

—¿Sabes, Nicolás? A veces, cuando pienso en las cosas que suceden en el mundo, cosas como esta, o como lo del World Trade Center, las guerras y todo lo demás, pienso en los dinosaurios.

El comisario lo miró sin hablar. No comprendía adonde quería llegar.

—Desde hace mucho, todos tratan de entender por qué se extinguieron. Se preguntan por qué unos animales que dominaban el mundo desaparecieron de golpe. Quizá de todas las explicaciones la más válida sea también la más simple. Quizá murieron porque todos enloquecieron. Igual que nosotros. Eso es lo que somos: solo pequeños dinosaurios. Y nuestra locura, tarde o temprano, será la causa de nuestro fin.

20

Morelli introdujo la cinta en el vídeo y casi de inmediato aparecieron en la pantalla las barras coloreadas del inicio de la grabación. Hulot bajó las persianas para eliminar los reflejos. Frank, sentado en su solitario sillón, miraba hacia el aparato, instalado en la pared frente al escritorio.

Other books

Perchance by Lila Felix
Her Cowboy Soldier by Cindi Myers
Too Good to Be True by Laurie Friedman
Inhuman Heritage by Sonnet O'Dell
Wickedly Magical by Deborah Blake
The Beltway Assassin by Richard Fox
The Life She Wants by Robyn Carr