Read Zapatos de caramelo Online
Authors: Joanne Harris
SE RECOMIENDA ASISTIR CON TRAJE DE DISFRAZ.
Todavía no he visto el disfraz de Zozie. Me figuro que es fabuloso, pero no me ha contado de qué se trata. Después de contemplar la nieve durante casi una hora, la impaciencia me dominó y fui a su cuarto a ver qué hacía.
Cuando entré me llevé una sorpresa mayúscula: ya no era su cuarto. Había quitado cuanto colgaba de las paredes, la bata china no estaba en la parte de atrás de la puerta y los adornos de la pantalla de la lámpara habían desaparecido. Hasta sus zapatos se habían esfumado de la repisa de la chimenea, y supongo que fue entonces cuando caí realmente en la cuenta de lo que pasaba.
Me percaté al ver que sus fabulosos zapatos ya no estaban.
Sobre la cama había una pequeña maleta de piel que, a juzgar por su aspecto, estaba muy viajada. Zozie se disponía a cerrarla y cuando entré me miró. Supe lo que diría sin necesidad de preguntárselo.
—Ay, cariño, pensaba decírtelo, de verdad que iba a decírtelo, pero no quería arruinarte la fiesta.
Fui incapaz de creerle.
—¿Te vas esta noche?
—En algún momento tenía que hacerlo —repuso con gran sensatez—. Además, a partir de esta noche ya no tendrá demasiada importancia.
—¿Por qué?
Zozie se encogió de hombros.
—¿No invocaste al Viento del Cambio? ¿No querías que tú, Roux, Yanne y Rosette formaseis una familia?
—¡Eso no significa que tengas que irte!
Lanzó un zapato hacia la maleta.
—Ya sabes que las cosas no funcionan así. Nanou, siempre hay un desenlace, no puede ser de otra manera.
—¡Pero si tú también eres de la familia!
Negó con la cabeza.
—No saldría bien por Yanne. Está totalmente en contra de mí y quizá tiene razón. Cuando estoy presente nada rueda con facilidad.
—¡No es justo! ¿Adónde irás?
Zozie apartó la mirada de la maleta y sonrió.
—Dondequiera que el viento me lleve —repuso.
Lunes, 24 de diciembre.
Nochebuena, siete de la tarde
La madre de Jean-Loup acaba de telefonear para decir que, de repente, su hijo ha enfermado y no vendrá. Como es lógico, Anouk se ha llevado un chasco y está preocupada por su amigo, pero el entusiasmo de la fiesta es demasiado intenso como para que la decepción dure.
Con la capa y la caperuza rojas se parece más que nunca a una chuchería navideña mientras salta de aquí para allá en pleno frenesí de actividad.
—¿Ya han llegado? —pregunta incesantemente, a pesar de que en las invitaciones dice a las siete y media y de que el reloj de la iglesia acaba de dar la hora—. ¿Ves a alguien fuera?
A decir verdad, la nieve es tan espesa que apenas veo la farola al otro lado de la plaza. Anouk no deja de aplastar la cara contra el escaparate y se convierte en un fantasma de sí misma en el cristal.
—¡Zozie! —grita—. ¿Estás lista? —Se produce la respuesta asordinada de Zozie, que ha pasado arriba las dos últimas horas. Anouk pregunta—: ¿Puedo subir?
—Todavía no. Ya te dije que se trata de una sorpresa.
Esta noche hay algo alocado en Anouk: cierta animación formada por una cuarta parte de alegría y tres de delirio. Ora parece una cría de nueve años, ora es casi adulta, perturbadora y está preciosa con la capa roja y el pelo como nubes de tormenta alrededor de la cara.
—Tómatelo con calma —aconsejo—. Terminarás agotada.
Me abraza impulsivamente, tal como hacía de pequeña y, antes de que pueda hacer lo mismo, se ha ido, salta inquieta de un plato a otro, de una copa a otra, reacomoda las hojas de acebo, la hiedra, los posavelas, las servilletas atadas con cuerda roja, los almohadones multicolores de las sillas y el cuenco de cristal tallado, comprado en una tienda benéfica y lleno de ponche de vino tinto color granate, especiado con nuez moscada y canela, aderezado con limón y un chorro de coñac y decorado con una naranja traspasada de clavos de olor que flota sobre las profundidades carmesíes.
Por contraposición, Rosette está extraordinariamente serena. Con su traje de mono, lo observa todo con los ojos muy abiertos y está fascinada por la casa de Adviento, con el belén en el que está representada, con la nieve que cae iluminada por un halo y con el grupo de monos (insiste en que el mono es un animal navideño) que sustituye al buey y al asno de siempre.
—¿Crees que vendrá?
Evidentemente, Anouk se refiere a Roux. Me lo ha preguntado infinidad de veces y me duele pensar en la desilusión que sufrirá si no hace acto de presencia. Al fin y al cabo, ¿por qué vendría? ¿Hay algo que justifique que siga en París? Anouk está segura de que continúa aquí, lo que me lleva a preguntarme si lo ha visto; esa idea me hace sentir peligrosamente delirante, como si el hecho de ser Anouk fuese contagioso y la nevada en Yule no fuera un fenómeno meteorológico casual, sino un acontecimiento mágico, capaz de borrar el pasado...
—¿Quieres que venga? —pregunta Anouk.
Pienso en el rostro de Roux, en su olor a aceite de motor y a pachulí, en el modo en el que inclina la cabeza cuando se concentra, en el tatuaje de la rata, en su lenta sonrisa. Hace demasiado tiempo que lo deseo. También he luchado con él..., he luchado por su retraimiento, su desprecio hacia las convenciones, su terca negativa a conformarse...
Pienso en los años transcurridos desde que huimos de Lansquenet, pasando por Les Laveuses, París y el boulevard de la Chapelle, con el letrero de neón y la mezquita cercana, para llegar a la place de Faux-Monnayeurs y la chocolatería, buscando inútilmente una parada en la que encajar, cambiar y ser como los demás.
Durante esos viajes, en las habitaciones de los hoteles y de las pensiones, en los pueblos y las ciudades, a lo largo de esos años de anhelo y miedo, ¿de quién huí realmente? ¿Del Hombre Negro, de las Benévolas, de mi madre, de mí misma?
—Sí, Nou, quiero que venga.
Pronunciar esas palabras produce un gran alivio. Pese a todas las racionalizaciones, por fin lo reconozco. Tras haber intentado encontrar, si no el amor, al menos una mínima satisfacción con Thierry, y haber fracasado, reconozco para mis adentros que existen cuestiones imposibles de racionalizar, que en el amor no se trata de elegir, que a veces no puedes escapar del viento...
Está claro que Roux jamás creyó que me asentaría. Siempre sostuvo que me engañaba a mí misma y en su serena arrogancia esperaba que algún día yo reconocería mi derrota. Quiero que venga. De todos modos, no huiré..., no me iré aunque Zozie derribe el local y la vivienda sobre mi cabeza. Esta vez, cueste lo que cueste, nos quedamos.
—¡Ha llegado alguien!
Resuenan las campanillas, pero la figura que atraviesa la puerta con peluca rizada resulta excesivamente voluminosa como para ser Roux.
—¡Cuidado a todos! ¡Transporto una gran carga!
—¡Nico! —chilla Anouk y se echa en brazos de la figura corpulenta que viste levita, botas hasta la rodilla y joyas que avergonzarían a un rey. Nico tiene los brazos llenos de regalos, que deposita a los pies del árbol de Navidad y, aunque sé que el local no es muy grande, lo cierto es que parece llenarlo con su descomunal alegría—. ¿Quién eres?
—Enrique IV, está clarísimo —replica Nico con aires de grandeza—. Soy el monarca culinario de Francia. Un momento... —Calla y olisquea el aire—. Algo huele bien, mejor dicho, realmente bien. Annie, ¿qué se cuece?
—Bueno, muchas cosas.
Tras él, Alice franquea la puerta vestida de hada, incluidos el tutu y las alas centelleantes, aunque hay que reconocer que las hadas tradicionales no suelen ponerse botas tan grandes. Está sonrosada, ríe satisfecha y, pese a que todavía está delgada, da la sensación de que su rostro ha perdido parte de su dureza, lo que la vuelve más bonita y menos frágil.
—¿Dónde está la dama de los zapatos? —pregunta Nico.
—No ha terminado de arreglarse —responde Anouk, coge a Nico de la mano y lo arrastra hasta la mesa cargada de manjares—. Ven, sírvete algo de beber, hay de todo. —Sumerge el cucharón en el ponche—. No te vuelvas loco con los macarrones, hemos preparado suficientes como para alimentar a un ejército.
A continuación se presenta madame Luzeron. Demasiado solemne como para disfrazarse, pero festiva con un conjunto de jersey y chaqueta de color azul claro, deposita sus regalos bajo el árbol y acepta un vaso de ponche de manos de Anouk y una sonrisa de Rosette, que juega en el suelo con el perro de madera que le regaló para su cumpleaños.
Las campanillas vuelven a tintinear y allí está Laurent Pinson, con los zapatos brillantes y heriditas del afeitado en la cara; luego llegan Richard y Mathurin; Jean-Louis y Paupaul, el primero con el chaleco amarillo más llamativo que he visto en mi vida; madame Pinot, que se ha disfrazado de monja y la señora de aspecto ansioso que regaló una muñeca a Rosette (supongo que la invitó Zozie). De pronto somos un montón de gente, bebidas, risas, canapés y dulces. Vigilo el obrador con un ojo mientras Anouk me sustituye como anfitriona, Alice mordisquea un bizcochito de harina de almendras, Laurent coge un puñado de almendras y se las guarda en el bolsillo, Nico vuelve a preguntar por Zozie y yo me pregunto cuándo llevará a cabo su jugada.
Tac, tac, tac,
resuenan sus tacones escaleras abajo.
—Lamento haberme retrasado —se disculpa y sonríe.
Durante unos segundos se produce el reflujo; se impone el silencio cuando entra fresca como una rosa y radiante con su vestido rojo: todos vemos que se ha cortado el pelo a la altura de los hombros, exactamente como lo llevo yo; se lo ha puesto detrás de las orejas, igual que yo, lleva el mismo flequillo recto que yo y ese pequeño remolino en la nuca, imposible de dominar...
Madame abraza a Zozie cuando llega al final de la escalera. Pienso que tengo que averiguar su nombre, pero de momento no puedo apartar la mirada de Zozie, que camina hasta el centro del local en medio de las risas y los aplausos de los invitados.
—¿De qué te has disfrazado? —pregunta Anouk.
Es a mí a quien Zozie se dirige con esa sonrisa sagaz que solo yo detecto:
—Vamos, Yanne, ¿no te causa gracia? ¿No te has dado cuenta? He venido de ti.
Lunes, 24 de diciembre.
Nochebuena, ocho y media de la noche
Ya sabéis que hay personas imposibles de satisfacer. De todos modos, valió la pena por su expresión; por esa palidez repentina, compungida y afligida, por el escalofrío que recorre su cuerpo al verse a sí misma bajando la escalera.
Debo reconocer que se trata de un buen trabajo. El vestido, el peinado, las joyas; todo, salvo los zapatos, reproducido con sobrecogedora perfección y lucido con un atisbo de sonrisa.
—Vaya, parecéis mellizas o gemelas —comenta Nico el Gordo con pueril deleite sirviéndose más macarrones.
Laurent se contorsiona con nerviosismo, como si lo hubiesen pillado en medio de una fantasía particular. Está claro que nos distinguen; con los encantos puedes hacer muchas cosas, pero la transformación total solo es materia de los cuentos de hadas; por otro lado, sorprende la facilidad con la que adopto el papel.
Anouk no pasa por alto lo paradójico de la situación. Su entusiasmo ha alcanzado proporciones casi maníacas mientras entra y sale de la chocolatería, según dice para ver la nieve, pero ella y yo sabemos que está pendiente de Roux; supongo que las súbitas llamaradas iridiscentes de sus colores no nacen del placer, sino de una energía frenética que debe descargar porque, de lo contrario, corre el riesgo de consumirse como un farolillo de papel.
Roux no está. Mejor dicho, todavía no se ha presentado, aunque sí que ha llegado el momento de que Vianne sirva la cena.
Comienza a hacerlo a regañadientes. Todavía es temprano y aún cabe la posibilidad de que Roux venga. Su lugar se encuentra en la cabecera de la mesa y, si alguien pregunta, Vianne dirá que es el sitio reservado para honrar a los que ya no están, tradición secular que se hace eco del Día de los Muertos, algo muy adecuado para la celebración de la velada.
De primero tomamos una sopa de cebolla tan ahumada y olorosa como las hojas en otoño, con trocitos de pan frito, gruyere rallado y una espolvoreada de pimentón por encima. Mientras sirve, Vianne me observa y tal vez espera que de la nada saque un plato todavía más perfecto que hará sombra a sus esfuerzos.
Me limito a comer, a charlar y a sonreír; felicito a la cocinera y el tintineo de la vajilla se le sube a la cabeza, por lo que se siente ligeramente embotada, como si no las tuviera todas consigo. El pulque es un brebaje misterioso y el ponche contiene generosas cantidades, cortesía de la casa, en honor de la gozosa ocasión. Si acaso como consuelo, Vianne sirve más ponche y el perfume de los clavos la hace sentir como si la enterrasen viva, el sabor se asemeja al de las guindillas aderezadas con fuego y se pregunta:
¿
terminar
á
alguna vez?