Read Zapatos de caramelo Online
Authors: Joanne Harris
Lo he echado muchísimo de menos desde que nació Rosette: el calor del cazo de cobre sobre el fogón, el olor del chocolate cobertura al fundirse, los moldes de cerámica, con las formas tan conocidas y queridas como los adornos navideños que se transmiten de generación en generación: esa estrella, este cuadrado, ese círculo. Cada objeto tiene importancia y cada acción, repetida al infinito, alberga un mundo de evocaciones.
No tengo fotos, álbumes ni recuerdos materiales, salvo los pocos objetos que contiene la caja de mi madre: la baraja, algunos documentos y el pequeño dije del gato. Guardo mis recuerdos en otra parte. Tengo memoria de cada cicatriz y de cada arañazo en la cuchara de madera o en el cazo de cobre. Esta cuchara de bordes planos es mi preferida; Roux la talló a partir de un trozo de madera macizo y se adapta perfectamente a mi mano. La espátula roja me la regaló un verdulero de Praga y ya sé que es de plástico, pero me acompaña desde que era niña; el pequeño cazo esmaltado con el borde desportillado es el que utilicé para calentar el chocolate de Anouk en los tiempos en que nos habría resultado tan imposible olvidar el ritual que se repetía dos veces al día como al cura Reynaud saltarse la comunión...
La plancha para templar el chocolate está surcada de minúsculas imperfecciones. Aunque no lo hago, sería capaz de leerlas incluso mejor que las líneas de mi mano. Prefiero no ver el futuro en el granito. Con el presente ya tengo más que suficiente.
—¿Está en casa la
chocolati
è
re?
La voz de Thierry es inconfundible: sonora, fanfarrona y amistosa. Lo oí desde el obrador, donde preparaba bombones de licor, los más complicados. Percibí el tintineo de las campanillas, los pasos firmes... y el silencio cuando giró para mirar a su alrededor.
Salí con el delantal manchado de chocolate fundido.
—¡Thierry! —exclamé y lo abracé, aunque con las manos extendidas para no manchar el traje.
Thierry sonrió.
—¡Dios mío, cuántos cambios has hecho!
—¿Te gusta?
—Es..., es distinto. —Tal vez imaginé los indicios de consternación en su tono de voz cuando contempló las paredes de colores vivos, las figuras trazadas con plantillas, los muebles pintados con las manos, los viejos butacones, el cazo de calentar chocolate y las tazas en la mesa de tres patas y el escaparate con los zapatos rojos de Zozie en medio de las montañas de tesoros dulces—. Parece... —Dejó de hablar y capté la parábola de su mirada y el pequeño arco en dirección a mi mano. Me pareció que apretaba los labios, como suele hacer cuando algo no le gusta. De todas maneras, añadió con tono cálido—: Está espectacular. Has obrado maravillas.
—¿Chocolate? —preguntó Zozie, y le ofreció una taza.
—Yo... no... bueno... de acuerdo, está bien, solo un poco.
Zozie le entregó una taza de las de café con una de mis trufas en el plato y explicó sonriente:
—Es una de nuestras especialidades.
Con expresión de ligero desconcierto e incomprensión, Thierry volvió a mirar las cajas apiladas, los platos de cristal, los
fondants,
las cintas, los florones, las galletas, las eremitas de violeta, los bombones de chocolate blanco y café, las trufas de ron negro, los cuadrados de guindilla, el
parfait
de limón y el pastel de café que reposaban sobre el mostrador.
—¿Has preparado todo eso? —preguntó finalmente Thierry.
—No sé qué tiene de sorprendente.
—Supongo que lo haces porque se acerca Navidad... —Frunció ligeramente el ceño al mirar la etiqueta con el precio de una caja de cuadrados de chocolate con guindilla—. ¿La gente los compra?
—Sin cesar —repuse con una sonrisa.
—Tanta pintura y decoración debió de costarte una fortuna.
—Lo hicimos nosotras, todas nosotras.
—Es fantástico. Se ve que habéis trabajado mucho.
Thierry probó el chocolate caliente y una vez más apretó los labios.
—Quiero decirte algo: si no te gusta, no estás obligado a beberlo —añadí e hice un esfuerzo por no mostrarme impaciente—. Si prefieres te preparo un café.
—No, así está bien. —Volvió a beber un sorbo. Mentir se le da fatal. Sé que su franqueza debería halagarme, pero lo cierto es que me produce un escalofrío de incomodidad. Por debajo de esa seguridad en sí mismo es muy vulnerable y no tiene ni la más remota idea de los caminos del viento—. Estoy sorprendido, nada más. Tengo la sensación de que, de la noche a la mañana, prácticamente todo ha cambiado.
—Todo no —puntualicé sonriendo. Reparé en que Thierry no respondió a mi sonrisa—. ¿Qué tal Londres? ¿Qué hiciste?
—Fui a ver a Sarah y le hablé de nuestra boda. No puedes ni imaginar lo mucho que te he echado de menos.
Sonreí al oír esas palabras.
—¿Y Alan, tu hijo?
Ante esa pregunta, a Thierry le tocó sonreír. Aunque casi nunca habla de su hijo, suele sonreír siempre que lo menciono. Me he preguntado muchas veces cómo se llevan, ya que es posible que la sonrisa sea un poco forzada; si Alan se parece a su padre, lo más probable es que sus personalidades sean demasiado afines como para entenderse.
Noté que no había probado la trufa.
Se mostró ligeramente incómodo cuando lo comenté.
—Yanne, me conoces perfectamente. El dulce no es lo mío.
Volvió a dedicarme esa sonrisa amplia y descarada, la misma que traza cuando habla de su hijo. Si lo piensas, resulta muy divertido: aunque es bastante goloso, Thierry se avergüenza, como si reconocer su debilidad por el chocolate con leche pusiese en duda su virilidad. Claro que mis trufas son excesivamente oscuras y ricas y el amargor le resulta extraño...
Le acerqué un cuadrado de chocolate con leche.
—Vamos, te he adivinado el pensamiento —lo incité.
En ese momento Anouk abandonó la calle lluviosa y entró con el pelo revuelto, impregnada de olor a hojas húmedas y con un cucurucho de castañas asadas en la mano. Los últimos días se ha instalado un vendedor delante del Sacré-Coeur y a Anouk le ha dado por comprar una ración cada vez que pasa por allí. Hoy está de excelente humor y, con el pelo rizado encrespado por la lluvia, el abrigo rojo y el pantalón verde, parece un adorno navideño fuera de sitio.
—¡Ven
aqu
í
, jeune fille!
—saludó Thierry—. ¿Dónde te has metido? ¡Estás chorreando!
Anouk le dirigió una de sus miradas de adulta antes de responder:
—He ido al cementerio con Jean-Loup. No estoy chorreando. Llevo puesto un anorak que impide que me moje.
Thierry rió.
—A la necrópolis... Annie, ¿sabes qué significa la palabra necrópolis?
—Por supuesto. Quiere decir ciudad de los muertos.
El vocabulario de Anouk, que siempre fue amplio, ha mejorado gracias a su trato con Jean-Loup Rimbault.
Thierry adoptó expresión burlona.
—¿No es un lugar muy sombrío para reunirse con los amigos?
—Jean-Loup hizo fotos de los gatos del cementerio.
—¿De verdad? En ese caso, si eres capaz de alejarte de la necrópolis, has de saber que he reservado mesa para comer en La Maison Rose...
—¿Para comer? Pero entonces la chocolatería...
—Yo defenderé el fuerte —se ofreció Zozie—. Espero que disfrutéis durante toda la tarde.
—Annie, ¿estás lista? —quiso saber Thierry.
Vi que Anouk le dirigía una mirada que no fue exactamente de desdén... sino, quizá, de resentimiento. No me sorprende demasiado. Aunque bienintencionado, Thierry muestra una actitud anticuada con los niños y sin duda Anouk percibe que algunos de sus hábitos, ya sea correr con Jean-Loup bajo la lluvia, pasar horas en el viejo cementerio (donde se reúnen prostitutas e indeseables) o jugar ruidosamente con Rosette, no cuentan con su aprobación.
—Creo que deberías ponerte un vestido —opinó Thierry.
La expresión de resentimiento se agudizó.
—Me gusta lo que llevo puesto.
Si he de ser sincera, a mí también. En una ciudad en la que la conformidad elegante es la primera norma, Anouk se atreve a ser imaginativa. Tal vez tiene que ver con la influencia de Zozie; de todas maneras, los colores contrastados por los que se decanta y la costumbre recién adquirida de personalizar su vestuario con una cinta, una chapa o un trozo de galón concede a cuanto usa una exuberancia que no he visto desde los tiempos de Lansquenet.
Tal vez es eso lo que intenta recuperar: una época en la que todo era más simple. En Lansquenet, Anouk campaba a sus anchas, jugaba todo el día a orillas del río, hablaba incesantemente con Pantoufle, organizaba juegos de piratas y cocodrilos y en la escuela siempre estaba castigada.
Lo cierto es que aquel era un mundo muy distinto. Con excepción de los gitanos del río, que tal vez tenían mala fama e incluso a veces eran tramposos, pero nunca peligrosos, en Lansquenet no había forasteros. Nadie se tomaba la molestia de cerrar la puerta con llave y hasta los perros eran conocidos.
—No me gusta ponerme vestidos —declaró Annie.
Noté, a mi lado, la muda desaprobación de Thierry. En su mundo, las niñas llevan vestidos. A decir verdad, durante el último medio año ha comprado varios, tanto para Anouk como para Rosette, con la esperanza de que me dé por aludida.
Thierry me observó con los labios apretados.
—¿Sabes una cosa? —pregunté—. En realidad, no tengo hambre. ¿Por qué no vamos a dar un paseo y, de camino, compramos algo de comer en una cafetería? Podemos ir al parc de la Turlure o a...
—Pero si he reservado mesa —puntualizó Thierry.
Me eché a reír al ver su expresión. En el mundo de Thierry todo debe llevarse a cabo según los planes. Hay reglas para cada cosa, horarios que cumplir y directrices que seguir. Es imposible anular una reserva y, a pesar de que ambos sabemos que sería más feliz en un bar como Le P'tit Pinson, hoy ha escogido La Maison Rose, razón por la cual Anouk debe ponerse un vestido. Thierry es así: firme como una roca, previsible y controlado, aunque a veces me gustaría que no fuera tan inflexible, que dejase espacio para una mínima espontaneidad...
—No llevas el anillo —precisó.
Me miré instintivamente las manos.
—Es por el chocolate —dije—. Se pega a todo lo que toco.
—Tú y tu chocolate... —replicó Thierry.
No fue uno de nuestros paseos más afortunados. Tal vez se debió al día gris, al gentío, a la falta de apetito de Anouk o a la persistente negativa de Rosette a usar la cuchara. Thierry apretó los labios al ver que Rosette toqueteaba los guisantes y formaba una espiral en el plato.
—Los modales, Rosette —puntualizó cuando ya no pudo más. Rosette no le hizo el más mínimo caso, ya que concentró toda su atención en el dibujo—. Rosette —repitió Thierry con tono imperativo.
Aunque la niña no se dio por enterada, la mujer que ocupaba la mesa contigua se volvió al oír el tono de voz del constructor.
—Cálmate, Thierry. Ya sabes cómo es. Déjala en paz y así...
Thierry emitió una nota de exasperación:
—¡Dios mío! ¿Cuántos años tiene? ¿No está a punto de cumplir cuatro? —Se volvió hacia mí con la mirada encendida—. Yanne, no es normal. Tienes que afrontarlo. Necesita ayuda. Quiero que la mires y... —Contempló furioso a Rosette, que comía los guisantes con los dedos, de uno en uno, con expresión de profunda concentración. Thierry se estiró por encima de la mesa y aferró la mano de Rosette. Sobresaltada, la niña lo miró—. Ten, coge la cuchara. Rosette, sujétala... —Por la fuerza le puso la cuchara en la mano. Rosette la soltó y Thierry la recuperó.
—Thierry...
—No, Yanne, tiene que aprender.
Por enésima vez intentó darle la cuchara a Rosette. La pequeña apretó los dedos y cerró el puño para demostrar que se negaba a cogerla.
—Thierry, escúchame. —Comencé a cabrearme—. Yo decidiré lo que Rosette...
—¡Ay! —Thierry calló bruscamente y apartó la mano—. ¡Me ha mordido! ¡Esta mocosa me ha mordido!
Desde el borde de mi campo de visión me pareció vislumbrar un brillo dorado, un ojo pequeño, redondo y brillante y una cola en espiral...
Rosette hizo el signo de «ven aquí».
—Rosette, te ruego que no...
—Bam —dijo Rosette.
Ay, no, ahora no...
Me levanté dispuesta a irme.
—Anouk, Rosette... —Miré a Thierry. Vi pequeñas dentelladas en su muñeca. El pánico se abrió en mí como un capullo de rosa. Una cosa era un Accidente en la chocolatería, pero en público y en presencia de tantas personas...—. Lo siento. Tenemos que irnos.
—Pero si no habéis terminado —se lamentó Thierry.
Lo vi debatirse entre la cólera, el ultraje y la abrumadora necesidad de retenernos para demostrarse a sí mismo que todo iba bien, que esa situación podía evitarse, que todo sería según el plan original.
—No puedo quedarme —insistí y cogí en brazos a Rosette—. Lo siento... Tengo que salir de aquí...
—Yanne... —musitó Thierry, me sujetó del brazo y la ira que experimenté por haberse atrevido a interferir en la vida de mi hija y en la mía se disolvió en cuanto vi su expresión—. Quería que fuese perfecto —acotó.
—Está todo bien —aseguré—. No es culpa tuya.
Thierry pagó y volvimos andando a casa. A las cuatro ya había anochecido y la luz de las farolas se reflejaba en los adoquines mojados. Caminamos prácticamente en silencio; Anouk aferró la mano de Rosette y ambas pusieron mucho empeño en no pisar las grietas de la acera. Thierry guardó silencio, apretó las facciones y avanzó con las manos hundidas en los bolsillos.
—Por favor, Thierry, no seas así. Rosette se saltó la siesta y ya sabes que se altera. —Ahora que lo pienso, me pregunto si lo sabe. Su hijo debe de tener veintipico y tal vez ha olvidado lo que significa lidiar con un crío; me refiero a los berrinches, el llanto, el ruido y el alboroto. También es posible que Sarah se ocupase de todo mientras Thierry se encargaba de interpretar el papel de generoso: los partidos de fútbol, los paseos por el parque, las guerras de almohadas, los juegos—. Te has olvidado de cómo son las cosas —apostillé—. A veces me cuesta salir adelante y, si intervienes, la situación empeora...
Pálido y tenso, Thierry se volvió hacia mí.
—No he olvidado tanto como supones. Cuando Alan nació... —Calló bruscamente y me di cuenta de que hacía un esfuerzo sobrehumano por controlarse.
Le apoyé la mano en el brazo.
—¿Qué pasa?
Thierry meneó la cabeza y respondió con voz quebrada: