Read Zapatos de caramelo Online
Authors: Joanne Harris
—Más tarde, te lo contaré más tarde.
Por fin llegamos a la place de Faux-Monnayeurs y me detuve en el umbral de Le Rocher de Montmartre. El letrero recién pintado crujió levemente y aspiré una profunda bocanada de aire gélido.
—Thierry, lo lamento —repetí. Se encogió de hombros. Parecía un oso a causa del abrigo de cachemira, pero su expresión se suavizó—. Te lo compensaré. Te prepararé la cena, acostaremos a Rosette y luego hablaremos de todo esto.
Thierry suspiró.
—Está bien.
Abrí la puerta.
En el interior vi a un hombre, un individuo vestido de negro, que permaneció inmóvil, cuyo rostro me era más conocido que el mío y cuya sonrisa, poco corriente y brillante como los relámpagos en verano, comenzó a esfumarse...
—Vianne —dijo.
Era Roux.
S
á
bado, 1 de diciembre
Desde el momento en el que entró en el local supe que se convertiría en mi problema particular. Por si no lo sabéis, algunas personas portan carga..., se ve en sus colores y en el caso de ese hombre correspondían a la llama azul amarillenta de un mechero de gas al mínimo, por lo que podía estallar en cualquier momento.
No es que se notase al mirarlo. Al verlo ni se te ocurría pensar que se trataba de alguien especial. Cada año París se traga a un millón de seres como él: hombres de tejano y botas de trabajo, hombres que se sienten incómodos en la ciudad, hombres que cobran el salario en efectivo. Había estado en París lo suficiente como para reconocer su calaña. Me dije que, si había venido a comprar bombones, yo era la virgen de Lourdes.
Estaba subida en una silla para colgar un cuadro. Mejor dicho, mi retrato, hecho por Jean-Louis. Lo oí entrar, percibí el tintineo de las campanillas y el sonido de las botas en el parquet.
Pronunció el nombre «Vianne»... y su tono de voz reveló algo que me obligó a girarme. Lo miré. Vi a un hombre de tejano, camiseta negra y melena pelirroja recogida con una coleta. Como ya he dicho, nada del otro mundo.
Sin embargo, había algo en él, algo que me resultó conocido. Su sonrisa fue tan brillante como los Champs-Elysées en Nochebuena, lo que lo volvió extraordinario..., aunque solo durante un instante, ya que esa expresión deslumbradora se trocó en confusión al percatarse de que había cometido un error.
—Disculpa —dijo—. Te tomé por... —De pronto calló—. ¿Eres la dueña?
Su tono era apacible y se caracterizaba por las erres guturales y las vocales marcadas del Midi.
—No, solamente trabajo aquí —repuse sonriente—. La dueña es madame Charbonneau. ¿La conoces? —Durante unos segundos se mostró indeciso—. Me refiero a Yanne Charbonneau.
—Sí, claro que la conozco.
—Verás, en este preciso momento ha salido, pero estoy segura de que no tardará en volver.
—De acuerdo. La esperaré.
El hombre tomó asiento ante una mesa y echó un vistazo a su alrededor para contemplar el local, los cuadros, los bombones..., supongo que con placer y con cierta inquietud, como si no estuviera seguro de cómo sería recibido.
—¿Y tú eres...?
—Bueno, simplemente un amigo.
Sonreí.
—Preguntaba cómo te llamas.
—Ah. —Tuve la certeza de que se sintió incómodo. Se metió las manos en los bolsillos para disimular el desasosiego, como si mi presencia hubiese desbaratado un plan tan complejo que resultaba imposible modificar—. Me llamo Roux.
Me acordé de la postal firmada «R». ¿Era nombre o apodo? Probablemente se trataba de un mote. «Voy hacia el norte. Pasaré si puedo...» En ese momento supe por qué lo había reconocido. Lo había visto junto a Vianne Rocher en una foto de Lansquenet-sous-Tannes publicada en el periódico.
—¿Roux? —pregunté—. ¿Roux de Lansquenet? —El hombre afirmó con la cabeza—. Annie habla constantemente de ti.
Al oír ese comentario sus colores se encendieron como las bombillas de un árbol de Navidad y empecé a entender lo que Vianne había visto en un individuo como Roux. Thierry únicamente enciende los cigarros, aunque hay que reconocer que tiene dinero, lo que compensa casi todo lo demás.
—¿Por qué no te relajas mientras preparo chocolate caliente?
Roux sonrió de oreja a oreja.
—Es mi preferido.
Preparé un chocolate fuerte, con azúcar morena y ron. Lo bebió, volvió a inquietarse, caminó del local al obrador y miró los cazos, los botes, los platos y las cucharas que componen el equipo con el que Yanne fabrica chocolate.
—Te pareces a ella —comentó finalmente.
—¿En serio?
En realidad, no me parezco en nada, pero ya he notado que los hombres casi nunca ven exactamente lo que tienen delante. Una gota de perfume, el pelo largo y suelto, falda roja y zapatos de tacón: encantos tan sencillos que hasta un niño podría desentrañarlos, mientras que un hombre siempre se confunde.
—Dime... ¿Cuándo viste por última vez a Yanne?
Roux se encogió de hombros.
—Hace demasiado.
—Ya sé cómo son las cosas. Ten, prueba este bombón.
Lo coloqué junto a la taza; se trataba de una trufa recubierta de cacao en polvo, preparada según mi receta especial y marcada con el signo del cacto de Xochipilli, el dios extático, que siempre contribuye a soltar la lengua.
En lugar de comer el bombón lo hizo rodar por el plato. Fue un ademán que reconocí, pese a que me resultó imposible identificarlo. Esperaba que empezase a hablar, que es lo que la gente suele hacer conmigo, pero Roux se dio por satisfecho con guardar silencio, juguetear con la trufa y mirar la calle cada vez más oscura.
—¿Te quedarás en París? —inquirí.
Roux se encogió nuevamente de hombros.
—Depende...
Lo miré con actitud inquisitiva, pero no se dio por aludido.
—¿De qué depende? —pregunté por último.
Volvió a enarcar los hombros.
—Llega un momento en el que me harto de estar en el mismo lugar.
Le serví otro chocolate en taza de café. Comenzaba a fastidiarme su reserva que, más que reserva, parecía hosquedad. Hacía casi media hora que había entrado en la chocolatería. Pensé que, a menos que hubiese perdido mis dotes, para entonces ya tendría que haberlo sabido todo de él, pero ahí estaba, convertido en la encarnación de los problemas e insensible a mis insinuaciones.
Sentí que estaba a punto de perder la paciencia. Había algo relacionado con ese hombre, algo que necesitaba averiguar. Lo notaba tan cercano que me erizó el vello de la nuca pero, por otro lado...
Maldita sea, piensa.
Un río, una pulsera, un dije de plata con forma de gato... Pensé que no era eso, que no era lo correcto. Un río, una embarcación, Anouk, Rosette...
—No has probado el bombón —puntualicé—. Deberías catarlo. Por si no lo sabes, es una de nuestras especialidades.
—Ay, lo siento.
Cogió el bombón y la señal del cacto de Xochipilli brilló tentadoramente entre sus dedos. Se llevó la trufa a la boca, hizo una pausa, tal vez frunció el ceño por el olor acre del chocolate, el perfume oscuro y amaderado de la seducción...
Pru
é
bame.
Sabor
é
ame.
Exam
í
name...
En ese preciso instante, justo cuando estaba a punto de ser mío, en la puerta resonaron voces.
Roux soltó el bombón y se puso de pie.
Las campanillas tintinearon y se abrió la puerta.
—Vianne —dijo Roux.
En ese momento fue ella la que se quedó de piedra y lo miró; el color abandonó su cara y extendió las manos como si intentase evitar un choque letal.
A sus espaldas, Thierry permaneció desconcertado y tal vez percibió que algo iba mal, pero estaba demasiado ensimismado como para reparar en lo evidente. Junto a Yanne, Rosette y Anouk se encontraban de la mano; Rosette miraba fascinada y el rostro de Anouk se iluminó súbitamente...
Mientras tanto, Roux...
Roux lo observó todo: el hombre, la niña, la expresión consternada, el anillo que Vianne lucía en el anular... Vi que sus colores se difuminaban, mermaban y recuperaban ese tono azul de mechero de gas al mínimo.
—Lo lamento —se disculpó—. Tú ya me entiendes, pasaba por aquí con mi barco...
Me di cuenta de que no está acostumbrado a mentir. Su presunta ligereza sonó forzada y vi que apretaba los puños en los bolsillos del tejano.
Yanne se limitó a mirarlo con expresión impávida. No se movió ni sonrió; solo fue una máscara tras la cual vislumbré la turbulencia de sus colores.
Anouk salvó la situación al gritar:
—¡Roux!
La tensión se hizo añicos. Yanne avanzó varios pasos con una sonrisa formada parcialmente por el miedo, la simulación y algo más que no logré reconocer.
—Thierry, se trata de un viejo amigo... —Se ruborizó seductoramente y, pese a que sus colores me indicaron lo contrario, el tono agudo de su voz pudo corresponder al entusiasmo de encontrarse con un viejo conocido. Su mirada se volvió brillante y ansiosa—. Roux, de Marsella, y... y Thierry, mi... hummm...
La palabra no pronunciada pendió entre ellos como una bomba.
—Roux..., encantado de conocerte.
¡Vaya con el otro mentiroso! La antipatía que Thierry experimenta ante ese hombre, ese intruso, es instantánea, irracional y totalmente instintiva. El intento de compensación adquiere la forma de una espantosa cordialidad bastante parecida a la que muestra con Laurent Pinson. Su voz resuena como la de Papá Noel, cuando le estrecha la mano los huesos crujen y dentro de un segundo no se le ocurrirá mejor idea que llamar
mon pote
al desconocido.
—¿Así que eres amigo de Yanne? ¿Os dedicáis al mismo negocio? —Roux niega con la cabeza—. Me lo sospechaba, claro que no. —Thierry sonríe, se hace cargo de la juventud del otro y la compara con todo lo que él puede ofrecer. El ataque de celos amaina; lo noto en sus colores: el hilo gris azulado de la envidia se convierte en el tono cobrizo bruñido de la autosuficiencia—.
Mon pote,
¿tomaremos una copa? —Ya está, no podía ser de otra manera—. ¿Qué tal un par de cervezas? Calle abajo hay una cafetería...
Roux menea la cabeza.
—Te lo agradezco, pero solo bebo chocolate.
Thierry se encoge de hombros para quitar importancia a ese alegre desdén. Cual un elegante anfitrión, sirve chocolate al intruso sin apartar la mirada de su rostro.
—¿A qué te dedicas?
—A nada —responde Roux.
—¿No trabajas?
—Claro que trabajo.
—¿En qué? —insiste Thierry y esboza una sonrisa.
Roux también se encoge de hombros.
—Hago de todo un poco.
El regocijo de Thierry no conoce límites.
—¿Has dicho que vives en un barco?
En realidad, lo ha dicho Anouk, pero Roux se limita a asentir y sonríe. Anouk es la única que parece alegrarse sinceramente de verlo, mientras Rosette lo estudia con total fascinación.
En ese momento veo lo que antes se me escapó. Las facciones de Rosette todavía no están definidas, pero posee los tonos de su padre, el cabello pelirrojo y los ojos entre grises y verdes, así como su inquietante temperamento.
Como es obvio nadie más se da por enterado, menos aún el propio Roux. Si he de hacer una suposición, diría que la falta de desarrollo físico y mental de Rosette lo ha llevado a suponer que es mucho más pequeña.
—¿Te quedarás mucho tiempo en París? —pregunta Thierry—. Lo digo porque algunos podrían pensar que en la ciudad ya tenemos bastante gente que vive en botes. —Vuelve a reír, aunque de forma excesivamente estentórea. Roux se limita a mirarlo con expresión impasible—. De todos modos, si buscas trabajo no me vendría mal ayuda para reformar mi piso de la rue de la Croix, que está por allí... —Ladea la cabeza para mostrar la dirección—. Es un apartamento grande y muy bonito, pero hay que remodelarlo, enyesar las paredes, poner los suelos, decorarlo... Me gustaría tenerlo terminado dentro de tres semanas a fin de que Yanne y las niñas no se vean obligadas a pasar otras navidades aquí... —Con actitud protectora abraza a Yanne, que se aparta mudamente consternada—. Supongo que ya te has dado cuenta de que vamos a casarnos.
—Felicitaciones —responde Roux.
—¿Estás casado?
Roux niega con la cabeza. Su rostro no transmite la más mínima emoción. Tal vez se produce un ligero chispazo en sus ojos, al tiempo que sus colores se iluminan con violencia incontenible.
—Bueno, si decides intentarlo, ven a verme —apostilla Thierry—. Te buscaré una casa. Es posible comprar una vivienda sorprendentemente adecuada más o menos por medio millón...
—Escucha, tengo que irme —lo interrumpe Roux.
Anouk protesta:
—¡Pero si acabas de llegar!
La niña lanza una colérica mirada a Thierry, que no se da por enterado. Más que racional, su antipatía hacia Roux es visceral. Por su cabeza todavía no ha discurrido ni el menor atisbo de la verdad, pero lo cierto es que ya sospecha del forastero, no por algo que haya dicho o hecho sino, lisa y llanamente, por su pinta.
¿Qué pinta? Claro que sí, ya sabéis a qué me refiero. No tiene nada que ver con la ropa barata, el pelo demasiado largo o su torpeza social. Hay algo en él, algo ambiguo, algo semejante a lo que muestran los que han nacido sumidos en la pobreza. Parece un hombre capaz de todo: de falsificar una tarjeta de crédito, abrir una cuenta bancaria con un carnet de conducir robado como única documentación, conseguir una partida de nacimiento y hasta un pasaporte a nombre de alguien que ha muerto hace años o robar el hijo de una mujer y esfumarse como el flautista de Hamelín, sin dejar nada a su paso, salvo un montón de preguntas.