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Authors: Joanne Harris

Zapatos de caramelo (24 page)

BOOK: Zapatos de caramelo
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Nanou, ¿no te parece fabuloso? ¿No lo consideras fabuloso, subversivo, bello y grandioso? ¿No quieres formar parte de esto? ¿No ansias encontrar tu propio destino en esa maraña de cabos sueltos y modelarlos..., aunque no por accidente, sino por designio?

Cinco minutos después vino a buscarme al obrador. Había palidecido de ira contenida. Sé lo que se siente; conozco esa estremecedora sensación de impotencia que emponzoña las entrañas y el alma.

—Tienes que hacer que se vayan —me apremió—. No quiero que estén aquí cuando vuelva mamá.

En realidad, lo que no quería era proporcionarles más munición.

Me mostré comprensiva.

—Son clientes. ¿Qué puedo hacer? —Annie me miró—. Hablo en serio —insistí—. Son tus amigas...

—¡No lo son!

—Bueno, en ese caso... —Fingí que titubeaba—. En ese caso, no sería un Accidente si tú y yo..., si tú y yo interfiriésemos un poco.

Sus colores se encendieron ante esa posibilidad.

—Mamá dice que es peligroso.

—Quizá mamá tiene motivos para decirlo.

—¿Cuáles?

Me encogí de hombros.

—Verás, Nanou, a veces los adultos intentan proteger a sus hijos y retienen información. En ocasiones no se trata tanto de proteger a los hijos como de las consecuencias que esa información entraña...

Se mostró desconcertada y preguntó:

—¿Crees que me ha mentido?

Ya sabía que corría riesgos. De todos modos, me he arriesgado muchas veces y, por si eso fuera poco, Nanou está dispuesta a ser seducida. Tiene que ver con la rebelión que anida en el alma de los niños buenos: el deseo de burlarse de la autoridad y de derrocar a esas pequeñas divinidades que se autodefinen como nuestros padres.

Annie suspiró.

—No lo entiendes.

—Por supuesto que lo entiendo. Estás asustada. Te da miedo ser distinta. Crees que es lo que te lleva a destacar.

Reflexionó sobre mis palabras y finalmente respondió:

—No es eso.

—En ese caso, ¿de qué se trata?

Anouk me miró. Del otro lado de la puerta llegaron las voces agudas y chirriantes de las adolescentes que no tramaban nada bueno.

Dirigí a Annie mi sonrisa más solidaria y acoté:

—Te diré una cosa: nunca te dejarán en paz. Ahora saben dónde vives. Pueden volver en cualquier momento. Ya han repasado a Nico... —Noté cómo reculaba. Sé que Nico le cae estupendamente—. ¿Quieres que regresen cada tarde y se queden a burlarse de ti...?

—Mamá se ocupará de que se vayan —afirmó, aunque no se mostró demasiado convencida.

—Y después, ¿qué? Ya sé lo que ocurre. Nos pasó a mi madre y a mí. Primero sucede con cosas pequeñas, aquellas que pensamos que podemos afrontar: las bromas pesadas, los hurtos, las pintadas que por las noches dejan en los postigos. Te aseguro que, si no hay otra solución, se puede vivir con eso, pero nunca acaba allí. Jamás cejan en su empeño. Después aparece mierda de perro en la entrada, recibes extrañas llamadas telefónicas a las tantas de la noche, arrojan piedras por las ventanas y un día echan gasolina a través del buzón y todo se convierte en humo...

¡Como si yo no lo supiera! Había estado a punto de ocurrir. Una librería de ciencias ocultas llama la atención, sobre todo si se instala fuera del centro urbano. Hubo cartas a la prensa local, octavillas en las que condenaron las celebraciones de la víspera de Todos los Santos y hasta una reducida manifestación a las puertas de la librería, con carteles hechos a mano y media docena de feligreses de derechas gritando como locos para que clausurasen el local.

—¿No ocurrió en Lansquenet?

—Lo de Lansquenet fue distinto.

Annie desvió la mirada hacia la puerta. Noté que arribaba mentalmente a una conclusión. Lo sentí cerca, como el aire cargado de estática...

—Hazlo —afirmé. Nanou me miró—. Hazlo. Te aseguro que no hay nada que temer.

Anouk tenía la mirada encendida.

—Mamá dice...

—Los padres no lo saben todo. Tarde o temprano tendrás que aprender a cuidar de ti misma. Vamos, Nanou, no permitas que te conviertan en víctima. No permitas que te obliguen a huir.

La niña se lo pensó y me di cuenta de que mis palabras todavía no habían dado en el blanco.

—Hay cosas peores que huir.

—¿Eso dice tu madre? ¿Por eso se cambió el nombre? ¿Es por ese motivo que ha logrado atemorizarte tanto? ¿Por qué no quieres contarme qué sucedió en Les Laveuses?

Me acerqué cada vez más, pero no lo suficiente. Adoptó esa expresión terca y reservada que es tan típica de las adolescentes, la que te indica que, por mucho que hables...

De modo que le di un empujoncito. En realidad, fue muy pequeño. Irisé mis colores y busqué el secreto, fuera cual fuese...

Entonces lo vi, aunque fugazmente: una sucesión de imágenes como de humo sobre el agua.

Agua. Eso es, un r
í
o,
pensé.
Y un gato de plata, un peque
ñ
o dije con forma de gato...,
todo iluminado por las luces de la víspera de Todos los Santos. Volví a estirarme y casi lo toqué..., pero entonces...

¡Paf!

Fue como apoyarse en una verja electrificada. Me recorrió una descarga que me echó hacia atrás. El humo se dispersó, la imagen se difuminó y hasta el último nervio de mi cuerpo pareció cargarse de electricidad. Percibí que fue del todo imprevisto: consistió en una liberación de energía contenida, como la de un niño que da pataditas en el suelo. Si yo hubiese dispuesto de la mitad de ese poder cuando tenía su edad...

Con los puños apretados, Annie me miraba.

Sonreí y comenté:

—Eres buena. —La niña ladeó la cabeza—. Sí que lo eres. Eres muy buena, tal vez mejor que yo. Posees un don...

—Sí, eso es. —Habló con tono bajo y tenso—. ¡Vaya con el don! Preferiría tener dotes para bailar o para pintar a la acuarela. —Una idea pasó por su cabeza y dio un brinco—. ¿Se lo dirás a mamá?

—¿Debo decírselo? ¿Por quién me tomas? ¿Crees que eres la única capaz de guardar un secreto?

Escrutó mi rostro durante largo rato.

Oí que tintineaban las campanillas colgadas sobre la puerta.

—Se han ido —afirmó Annie.

Tenía razón; me asomé a la chocolatería y vi que las niñas se habían ido. Solo quedaban las sillas dispersas, los botes de Coca-Cola por la mitad, el tenue aroma a chicle y laca y el olor dulzón del sudor adolescente.

—Volverán —aseguré con tono bajo.

—Puede que no.

—Bueno, si necesitas ayuda...

—Te la pediré —replicó Annie.

Te la pedir
é
, te la pedir
é
...
¿Acaso soy un hada madrina?

Como era de esperar, busqué Les Laveuses. Comencé por internet, pero no encontré nada, ni una web de información turística ni la más mínima referencia a un festival o a una chocolatería. Seguí indagando y me topé con una única mención a una crepería local, citada por una revista culinaria. Era propiedad de la viuda Françoise Simon.

¿Es posible que hubiese sido Vianne con otro nombre? Es probable, si bien el artículo no la mencionaba. Llamé por teléfono y me topé con un callejón sin salida. Es la propia Françoise la que responde. Su voz suena cortante y recelosa y es la de una mujer que pasa de los setenta. Le digo que soy periodista. A mis preguntas responde que jamás ha oído hablar de Vianne Rocher.

¿Y de Yanne Charbonneau? Otro tanto de lo mismo y adiós.

Por lo que tengo entendido, Les Laveuses es muy pequeño, poco más que una aldea. Tiene iglesia, un par de tiendas, la crepería, el bar y el monumento a los soldados caídos. Las tierras circundantes son agrícolas y cultivan girasol, maíz y frutales. El río discurre junto a la población, como un largo perro marrón. Parece un lugar inexistente..., aunque posee algo que tiene resonancias. .., un brillo de la memoria, un detonador en las noticias...

Fui a la biblioteca a consultar los archivos. Tienen la colección completa de
Ouest-France
guardados en disquetes y microfilmes. Empecé ayer a las seis. Busqué durante dos horas y me fui a trabajar. Mañana haré lo mismo e insistiré hasta averiguar qué es lo que resuena. Ese lugar es la clave: Les Laveuses, a orillas del Loira. En cuanto lo tenga, ¿quién sabe qué secretos podría revelar?

No ceso de pensar en Annie. Anoche prometió que si necesitaba ayuda me la pediría. Claro que para pedir ayuda tiene que existir una necesidad, una verdadera necesidad que supere con creces las modestas contrariedades del liceo Jules Renard; una necesidad que mande al garete la cautela y logre que ambas corran a los brazos de su buena amiga Zozie.

Sé a qué le temen.

Pero... ¿qué necesitan?

Esta tarde me quedé a solas en la tienda mientras Vianne daba un paseo con Rosette y aproveché para subir y examinar sus cosas. Entendedme, lo hice discretamente; mi objetivo no es un burdo robo, sino algo infinitamente más trascendental. Resulta que no posee muchas cosas: un armario más elemental que el mío; un cuadro colgado de la pared, probablemente comprado en el
march
é
aux puces;
una colcha de
patchwork,
supongo que hecha en casa; tres pares de zapatos, todos negros, lo que me parece aburridísimo y, por último, bajo la cama, oro en paño, es decir, una caja de madera del tamaño de una caja de zapatos llena de basura variada.

No es que Vianne Rocher la considere chatarra. Estoy acostumbrada a vivir con mis cosas en bolsas y cajas y sé que los que somos así no enmohecemos. El contenido de la caja de madera representa las piezas del rompecabezas de su vida, todo aquello que jamás dejará atrás: su pasado, su vida, su alma secreta.

Abrí la caja con todo el cuidado del mundo. Vianne es reservada, lo que la vuelve recelosa. Seguro que conoce el emplazamiento exacto de cada papel, cada objeto, cada hilo, cada recorte, cada partícula de polvo. Se dará cuenta si algo ha cambiado de sitio; de todos modos, tengo una excelente memoria fotográfica y no pretendo trastocar nada.

Las cosas salen una tras otra: el resumen de Vianne Rocher. En primer lugar, una baraja de tarot; nada del otro mundo, los naipes de Marsella, muy usados y amarilleados.

Debajo están los documentos: pasaportes a nombre de Vianne Rocher y la partida de nacimiento de Anouk, con el mismo apellido. De modo que Anouk se ha convertido en Annie, de la misma forma que Vianne ahora es Yanne. No hay documentos de Rosette, lo que resulta extraño, pero también encuentro un pasaporte caducado a nombre de Jeanne Rocher y deduzco que perteneció a su madre. Por la foto me doy cuenta de que no se parece mucho a Vianne, aunque también es cierto que Anouk y Rosette tampoco son calcadas. Veo un trozo de cinta desteñida de la que cuelga un dije de la suerte con forma de gato. A continuación aparecen varias fotografías, seis en total. En ellas reconozco a una Anouk más pequeña, a una Vianne más joven y a una Jeanne más lozana, en blanco y negro. Están cuidadosamente colocadas y atadas con una cinta, junto a un puñado de cartas bastante viejas y un fajo delgado de recortes de periódico. Con gran delicadeza les echo un vistazo, atenta a los bordes amarillentos y a los pliegues frágiles, y reconozco el artículo de un periódico local sobre el festival del chocolate celebrado en Lansquenet- sous-Tannes. Es casi lo mismo que lo que ya he visto, pero la foto es de mayor tamaño y Vianne aparece con dos personas: un hombre y una mujer, ella de pelo largo y con un abrigo de cuadros y él sonriendo incómodo ante la cámara. ¿Amigos tal vez? El artículo no da nombres.

A continuación me topo con un recorte de un diario parisino, tan acartonado y desteñido como una hoja seca. Abrirlo me da miedo, pero ya he visto que se refiere a la desaparición de una niña pequeña, de una tal Sylviane Caillou, arrebatada de su sillita hace más de treinta años. Luego veo un recorte más reciente, el relato de un tornado impresionante en Les Laveuses, un pequeño pueblo a orillas del Loira. Cabría pensar que se trata de objetos extrañamente triviales, aunque lo bastante importantes como para que Vianne Rocher los haya acarreado hasta aquí, a lo largo de tantos años, y ocultado en la caja de tamaño reducido... A juzgar por la capa de polvo, yo diría que hace tiempo que no la toca...

Vianne Rocher, está claro que estos son tus fantasmas. Es extraño lo recatados que resultan. Los míos son más impresionantes, pero debo reconocer que considero el recato como una virtud de segunda. Vianne, te podría haber ido mucho mejor. Es posible que, con mi ayuda, todavía te vaya bien.

Anoche estuve horas sentada ante el ordenador portátil; bebí café, contemplé las luces de neón que se encendían y apagaban en la calle y me planteé la pregunta una y otra vez. No encontré nada más sobre Les Laveuses ni sobre Lansquenet. Estaba a punto de pensar que Vianne Rocher es un ser tan esquivo como yo, una paria en el peñasco de Montmartre, alguien sin pasado, inexpugnable.

Es absurdo, por supuesto. No existe nada inexpugnable. Agotadas todas las vías directas de investigación, solo quedaba un camino, que fue lo que me mantuvo despierta hasta bien entrada la noche.

No se trata de que me asustase, pero estas cuestiones pueden ser poco fiables y plantear más preguntas de las que esclarecen. Si Vianne llegaba a sospechar que lo había hecho, se esfumaría hasta la última posibilidad de acercarme a ella.

Por otro lado, correr riesgos forma parte del juego. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que me dediqué a la adivinación; mi sistema se basa en métodos más pragmáticos que la bola, el libro y la vela, y nueve de cada diez veces obtienes resultados más rápidos en internet. Me dije que estaba en fase creativa.

Una dosis de raíz de una planta secada, molida y preparada en infusión contribuye a alcanzar el estado de ánimo necesario. Se trata del pulque, la bebida divina de los aztecas, ligeramente reinventada para cumplir con mis propósitos. Luego trazo la señal del Espejo Humeante en el suelo polvoriento, a mis pies. Me siento con las piernas cruzadas, con el portátil delante, pongo un salvapantallas adecuadamente abstracto y espero la iluminación.

Estoy convencida de que mi madre no habría estado de acuerdo. Para la adivinación siempre prefirió la tradicional bola de cristal aunque, en casos de necesidad, aceptó alternativas más modestas como espejos mágicos o barajas de tarot. Claro que no podía ser de otra manera; al fin y al cabo, tenía existencias de esos artículos. Si a través de ellos alguna vez experimentó una revelación verdadera, debo reconocer que no me enteré.

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