Zombie Nation (11 page)

Read Zombie Nation Online

Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror

BOOK: Zombie Nation
7.41Mb size Format: txt, pdf, ePub

Nilla se acurrucó sobre la tapicería del asiento trasero del Toyota y masticó una barrita de chocolate, cuando en realidad lo que quería era tragársela entera. Era lo más cercano a comida que tenían los chavales.

—Nos dirigimos a Hollywood, pero la radio dice que no deberíamos. —La chica, Shar, volvió la cabeza desde su asiento para mirar a la autoestopista—. Bueno, también se supone que no se debería recoger gente. Es más, se supone que no deberías trasladarte a menos que sea imprescindible.

Era una especie de disculpa. La chica se sentía culpable por no haber querido recogerla. Nilla tenía la boca llena, así que le dedicó una sonrisa con la boca cerrada a Shar.

—Maldita sea, tía, si yo quiero ir adonde sea, lo hago —maldijo Charles, golpeando el volante con la palma de la mano—. Tengo la mente en conducir, y conducir en la mente, ¿sabes lo que quiero decir? Mierda, de eso va la libertad. De verdad. Ahora mira a ver si puedes encontrar algo en la radio.

—Sólo me asusto, eso es todo —dijo la chica, dejándose caer en su asiento otra vez. No tocó la radio—. Dicen que hay gente enferma allí. Dicen que son violentos.

Nilla se encogió de hombros educadamente. La chica seguía mirándola por el espejo retrovisor.

—Dicen que tienen los ojos rojos y brillantes —concluyó Shar, y luego apartó la vista—. Me asusto, eso es todo.

—Mmm, de ninguna manera, ya te lo he dicho, tía. Soy un
psycho-killer
loco. Soy un peligroso gánster perturbado. Soy un tío duro, nena, lo bastante duro para los dos. Yo te protegeré, Shar. Ya te lo he dicho.

Él la rodeó por los hombros con un brazo y la atrajo hacía sí, le besó la sien antes de soltarla de nuevo. Él mismo encendió la radio y ya no pudieron hablar más, era imposible oír nada por encima del atronador hip-hop que salía de los altavoces que estaban al lado de la cabeza de Nilla. Constituía una banda sonora de lo más extraño para el paisaje que veía por su ventanilla: llanuras cubiertas de forma irregular de vegetación verde y amarilla en los perfectos campos rectangulares de las granjas hortícolas. Dejaron atrás algunas torres de perforación petrolífera abandonadas, como un animal exhausto que se agacha para beber agua y es incapaz de enderezarse. Nilla vio un par de casas que se habían venido abajo. Parecía como si el suelo que había bajo las mismas se hubiera hundido. Nadie se había tomado la molestia de repararlas. Ya estaba muy lejos de la bullente y pequeña ciudad costera donde había muerto y regresado a la vida.

—Hay una ciudad más adelante —dijo Shar, enderezándose en su asiento—. ¿Todavía tienes hambre?

Nilla asintió esperanzada.

—Pero no tengo dinero.

Shar se recostó de nuevo.

—¿Podemos parar, Charles? Sólo un minuto. Necesito hacer pis.

Pasaron por encima del súbito y sorprendente cordón azul de un acueducto y entraron en una diminuta población descolorida por el sol en un uniforme gris marronáceo. No había ningún cartel que les diera la bienvenida a la ciudad, pero a juzgar por los nombres de la mitad de las tiendas habían llegado a Lost Hills, California.

Mientras avanzaban por las calles agrietadas, Nilla sintió una mala vibración recorrerle la espalda y se dio cuenta de que todas las personas que dejaban atrás los estaban mirando fijamente. Eran personas normales, vio caras con terribles cicatrices de acné, ancianas con el pelo como cúmulos de nubes heladas, madres llevando en brazos a bebés y apartándose el cabello de los ojos para ver mejor. Sufrió otra conmoción cuando se dio cuenta de que no era el coche lo que atraía toda esa atención. Los ojos no seguían las llantas o el alerón casero de atrás. Estaban mirando por las ventanillas. Por las ventanillas de atrás.

A ella.

Lo sabían. La gente de Lost Hills sabía lo que era. Lo sentían. Si cerraba los ojos, podía verlos a todos, sus auras doradas, y sabía que todos estaban mirando a la parte de atrás y percibiendo su oscuridad. Seguramente no de forma tan viva, sin duda no de manera consciente, pero podían sentir su energía de la misma manera que ella percibía la de ellos.

Le hubiera gustado salir, pero no quería abandonar la seguridad del coche. Quería que Charles siguiera conduciendo sin más, que acelerara, incluso mientras comenzó a maniobrar para entrar en un hueco en la polvorienta calle principal de la ciudad. Ella quería volverse invisible, pero eso espantaría a Charles y a Shar y no podía correr ese riesgo, no cuando constituían su única vía de salida de la ciudad.

Charles apagó el motor y los tres bajaron del coche. Las miradas se hicieron más intensas y, en la esquina, una mujer con un cárdigan rojo gritó algo en español. Nilla no tenía ni idea de qué estaba diciendo. Bueno, al menos sabía una cosa más sobre sí misma que antes: no hablaba español.

Se dirigieron a una pequeña tienda abierta las veinticuatro horas, el cartel de la fachada decía «bodega» entre otros anuncios de cigarrillos baratos y leche en polvo. Una pequeña y estrecha habitación con un cielo raso sucio y estanterías de metal llenas de mercancía de imitación. Los caramelos eran todos mexicanos, la portada de los periódicos estaba llena de palabras que Nilla no reconocía. La propietaria, una mujer de mediana edad con un vestido azul estampado, apenas era visible detrás del enorme terminal de lotería y el expositor de rosas artificiales metidas en envases de plástico individuales.

Charles se acercó a hablar con ella mientras Nilla y Shar recorrían los pasillos en busca de algo de comer. Nilla tenía una idea bastante aproximada de qué estaba sucediendo, por lo que mantuvo la boca cerrada.

—Perdone, señora, ¿vende condones? ¿No? Señora, necesito su ayuda. ¿Y de los de sabores? ¿Tiene de ésos? —La mujer de detrás del mostrador no podía ocultar lo mucho que le horrorizaba la pregunta. Por primera vez desde que habían entrado en la tienda apartó la mirada de Nilla—. ¿Y éstos? Tienen bultitos, lo sabía: Perdone, señora, ¿están estriados así para que le dé placer a ella?

—¿Boltitos? —preguntó la señora, su mirada era severa.

En un pasillo que estaba fuera de la vista, Shar cogió una ristra de salchichones envueltos en plástico y se los dio a Nilla.

—En los pantalones —susurró ella—, tienes mucho sitio. Descuento de la casa.

—Sí, bultos. Estrías supongo —precisó Charles. Levantó las manos separadas un metro entre sí—. ¿De esta talla?

—Boltos —repitió la mujer—. ¿Estrías?

—Creo que los llaman cosquillas francesas.

Shar reía a carcajadas mientras le pasaba a Nilla un trozo de queso cheddar y una bolsa de patatas fritas. No podía parar. Sin embargo, todo acabó tan pronto como la risa salió de su cuerpo.

—¡Ladrones! ¡Son ladrones! —chilló la mujer. Intentó trepar por encima del mostrador con la evidente intención de atraparlos robando.

—¿Qué hacemos? —preguntó Nilla, pero Shar ya había tirado la mitad de las cosas que llevaba y estaba en la puerta. Nilla la siguió tan de cerca como pudo, incapaz de moverse tan rápido como le gustaría, tanto porque estaba, bueno, muerta, como también porque sus pantalones estaban llenos de embutidos. Charles apareció por detrás de ella y la empujó hasta que la puerta de la bodega se abrió y ellos salieron a la luz del sol. La propietaria todavía los perseguía; sus rodillas seguían sobre el mostrador. Ellos se dirigieron al coche con la intención de llevar a cabo una huida limpia.


¿Qué estás haciendo? ¡Ay! ¡El fantasma malvado es peligroso!
[6]
—gritó un hombre que estaba en la esquina, y Nilla se paró en seco. La culpa invadía su cuerpo. Shar y Charles seguían corriendo. El hombre se acercó más. Era un tipo viejo y arrugado en un mono de trabajo y con una gorra de béisbol. ¿Qué podía hacer? Se sentía bastante mal por haber robado en la tienda, pero se sentiría peor, estaba segura, si la atrapaban. La gente de Lost Hills no le daría ni una oportunidad. Ellos lo sabían. Salió disparada hacia el coche.


Intenté ayudar
—dijo el viejo a su espalda. Dio unas tres zancadas carretera abajo antes de darse cuenta de que el hombre había tratado de avisarla.

Una multitud de hombres se había reunido en medio de la calle. Algunos llevaban utensilios de labranza —tridentes, palas, vio una azada de mango largo— y otros sólo tenían botas de punta de acero. Se habían reunido alrededor de una chica que tendría unos quince años, estaba hecha un ovillo sobre el asfalto y la estaban matando a patadas.

No. No hasta matarla. Cuando Nilla se acercó, cerró los ojos y vio los fuegos dorados de los hombres formando un anillo alrededor de una forma acurrucada de humeante oscuridad. La chica ya estaba muerta. Los golpes que los hombres descargaban sobre ella no la detenían, seguía intentando alcanzar sus tobillos, tratando de cogerlos y arrancárselos.

No le extrañaba que la gente de la ciudad fuera tan sensible a su energía. La enfermedad ya había caído sobre ellos.

El subsecretario de Preparación y Respuesta ante las Emergencia ha pedido que todos los médicos y técnicos sanitarios se registren en su proveedor de emergencias más próximo. [Mensaje de correo electrónico de FEMA, 30/03/05]

El hambre creció en el interior de Dick, se transformó dentro de él, amenazando con consumirlo. Era más grande que él y carecía de cualquier fuerza de voluntad o ego para luchar contra ella. A veces parecía que le hablaba en una lengua quejosa y susurrante más primitiva que las palabras. Le decía qué hacer. Le decía adónde ir. Arriba. A lo alto de las montañas, más allá del serpenteante curso de la autopista, hacia la luz. No podía saber qué encontraría allí, pero tampoco podía resistir la atracción.

Perdió una de las botas por el camino, atrapada bajo la protuberante raíz de un árbol. Tiró y tiró hasta que los cordones se partieron, hasta que el cuero se dio de sí y se rasgó, hasta que su pie salió rojo e hinchado. Siguió adelante, bamboleándose arriba y abajo a cada paso, arriba sobre la bota, abajo cuando su pie desnudo tocaba la grava, o el hormigón, o el suelo de piedrecitas. No permitió que su renqueante modo de andar lo ralentizara.

El hambre lo movilizaba.

A tres mil metros por encima del nivel del mar vio algo blanco y bajo más adelante, un coche se había calado en el aire enrarecido. Él avanzó tomando pocas precauciones, no estaba seguro de si estaba perdiendo el tiempo. No. Había alguien dentro, una mujer, una mujer de mediana edad con perlas y un traje chaqueta. Su pelo era como las hebras de seda de una telaraña. En la visión alterada de Dick, el pelo de la mujer resplandecía como si fuera una filigrana de oro. Él la quería. Su hambre la necesitaba.

Ella chilló, pero él apenas podía oírla a través del cristal de seguridad. La mujer trató de poner en marcha el coche, pero no pudo. Se acercó y se abalanzó sobre ella. Su cara golpeó el cristal de la ventanilla. El dolor entonó una única y débil nota en su nariz y su mejilla, pero el hambre rugía más fuerte. Arremetió de nuevo. Ella se desplazó por los asientos delanteros del coche y salió por la puerta del acompañante al exterior.

El olor de la mujer golpeó a Dick como una tormenta de anhelo. Su mandíbula se abrió y sus ojos se giraron hacia el interior. La mujer trató de correr, pero ya había cometido el error fatal. Habría sido más rápida que Dick de haber llevado zapatillas de deporte en lugar de zapatos de tacón. Podría haber corrido más deprisa que él a nivel del mar, donde hubiera podido respirar con normalidad. A esa altura, en las montañas, apenas podía correr unos metros hasta quedarse sin aliento. El aire carecía del oxígeno suficiente para alimentar sus pulmones.

Dick no tenía necesidad de respirar. Estaba muerto. Ella podría correr un trecho y tendría que detenerse para jadear y boquear y resollar. Él seguirá persiguiéndola sin más. Le llevó casi una hora, pero al final acortó la distancia entre ellos. Hundió los dientes en el brazo que ella agitaba y se negó a soltarlo. Ya no era capaz de sentir misericordia o compasión alguna. Para Dick, sólo era carne, una comida, algo que picar. No comprendía sus súplicas para que la dejara marchar.

El hambre lo poseía. No dejaba espacio para la lástima.

Una vez hubo acabado con ella y su sangre se le había secado en la barbilla y en el chaleco, cuando el hambre estuvo saciada durante un rato (sólo un rato) se tumbó despatarrado sobre su cuerpo, cada vez más frío, su esófago estaba empujando a causa de la peristalsis, y él observaba la filigrana dorada de su cabello perder lustre y volverse oscura. Cuando la mujer se despertó, lo que quedaba de ella se unió a él. Juntos se pusieron rumbo a la autopista. El hambre también tiraba de ella, y cuando remontaron la cresta de la montaña, vieron a donde los conducía.

El transporte público funciona con horario reducido de vacaciones. Se espera restablecer en breve los horarios normales. [RTD, Regional Transport District, Denver, servicio de comunicados de Colorado, 31/03/05]

Habían levantado una nueva estructura en el terreno de la prisión de la noche a la mañana. La gente de guerra biológica de Fort Derrick la llamaba «la Bolsa». El centro de investigación biosegura que había construido la unidad 1157 de la División de Ingenieros en el emplazamiento del correccional de máxima seguridad de Florence consistía en una serie de contenedores de embarque Conex interconectados recubiertos por dentro de diferentes grosores de film de poliéster transparente Mylar. Las cápsidas se mantenían a diversos niveles de presión negativa, de manera que si una se rompía los patógenos eran absorbidos hacia el interior y no al revés. La Bolsa había sido calificada como Contenedor de Seguridad Biológica de Clase II.

Para entrar en la Bolsa tenías que cruzar una serie de portezuelas que debían ser abiertas y selladas a continuación. Clark ya había sido descontaminado y había sustituido su ropa (incluyendo la interior y los calcetines) por funcionales prendas de papel desechables. Su nombre y su rango habían sido escritos a mano en su pecho y sus mangas. Se sentía humillado. Lo que Vikram tenía que decirle tampoco le gustó.

—No se sabe nada de la chica porque no hay nadie para coger el teléfono.

—Todo el mundo se ha ido. Todos. Al menos todos los que tienen un teléfono. —Vikram se encogió de hombros a modo de disculpa.

—¿Qué quieres decir con que se han ido? —inquirió mientras se agachaban para cruzar otra portezuela—. ¿Toda la ciudad? ¿No sólo la oficina del sheriff?

—La ciudad ha sido oficialmente abandonada. La gente ha sido evacuada y las carreteras circundantes cortadas con barricadas. Se ha hecho siguiendo una orden del FEMA.

Other books

Will & I by Clay Byars
The Earl Who Loved Me by Bethany Sefchick
We Shall Inherit the Wind by Gunnar Staalesen
MEGA-AX1 The Inferno by LaShawn Vasser
The Devil's Music by Jane Rusbridge
Pockets of Darkness by Jean Rabe
Puck Buddies by Tara Brown
Drums of War by Edward Marston
Remembering Christmas by Drew Ferguson
Witch Baby by Francesca Lia Block