Zoombie (26 page)

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Authors: Alberto Bermúdez Ortiz

Tags: #Terror

BOOK: Zoombie
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Mientras llevábamos a cabo todos los preparativos, mirábamos al cielo en busca de otro caza que anunciase que nuestras esperanzas tenían un fundamento más sólido que el que hasta ese momento las sustentaba. Pedíamos silencio a los demás creyendo haber percibido en la lejanía el ruido del reactor, pero fue una falsa alarma. Nos sorprendió la hora de la comida. Los trabajos estaban muy avanzados; los coches estaban colocados en sus respectivos lugares; la mayoría de los cócteles, preparados para ser utilizados; las armas, cargadas, y toda la munición de la que disponíamos, en el lugar que correspondía: la azotea parecía más un mercadillo que un campamento militar. Nadie comió mucho, y todo lo que hablamos se redujo a repetir y repasar las obligaciones de cada uno de nosotros una vez diera comienzo la Batalla de las Batallas.

—Agustina: O sea, que cuando des la orden todos comenzamos a tirar los globos llenos de gasolina a los… Zetas, ¿no?

—Correcto, señora, veo que tiene usted una retentiva envidiable para su edad.

—Agustina: Y cuando los tengamos bien en remojo, tiramos los cócteles esos, ¿no?

—Eso es.

—Agustina: Y luego, nos vamos todos por el chisme ese que habéis hecho y en el que yo me voy a matar —refiriéndose a la tirolina.

—Trancos: Básicamente, ése es el plan.

La visión pragmática de Julieta volvió a plantear otro problema en el que no habíamos caído. Cabe decir que la preparación de un plan de semejantes características requiere que se ultime hasta el más mínimo detalle, y era en el transcurso de estas conversaciones cuando salían a la luz los puntos negros de cualquiera de ellos. Y más valía así, pues en el fragor de la batalla las modificaciones habrían sido totalmente impensables.

—Julieta: Hay un problema: no llegaremos lo suficientemente lejos lanzando los globos, de modo que el perímetro se verá reducido a unos quince o veinte metros como mucho, y cuando los demás se den cuenta… huirán.

Aplastante deducción que hizo poner en marcha los mecanismos intelectuales de los que disponíamos. Después de varias propuestas, entre las que se encontraban las motivadas por el consumo de sustancias estupefacientes y que coincidían con las más desechables (contaban con el valor de alimentar la imaginación de todos los participantes en tan macabro concurso), se llegó a la conclusión de que fabricaríamos tirachinas gigantes. El Cid se ofreció a construirlos a partir de unas recámaras de bicicletas que encontramos abandonadas. Era un método tan sencillo como efectivo: una vez efectuado el lanzamiento en las pruebas previas, conseguimos una distancia superior a los cincuenta metros, lo que nos daba un potencial destructivo inimaginado hasta la fecha. Coincidió además con el avistamiento de otro reactor que realizaba lo que quisimos interpretar como vuelos de reconocimiento, aunque tanto Trancos como yo sabíamos que eso no era posible dada la altitud a la que se estaban realizando. Ninguno de los dos comentó nada. Los ánimos de LR volvían a sumar enteros, tanto que incluso incorporamos mejoras a nuestro plan de huida: dispusimos diferentes elementos taponando posibles accesos a nuestra ruta de escapada. Habíamos conseguido establecer un pasillo de seguridad de unos trescientos metros, lo que nos dejaría a unos cien de mi casa.

Fueron pasando las horas y la luz poco a poco iba cediendo al avance de las tinieblas. A medida que el disco solar se despedía, gajos de pesadumbre se cernían sobre nuestro pensamiento. Empezamos a preparar las mechas de tabaco que se colocarían debajo de los coches que marcaban el perímetro más alejado desde nuestra posición y que activarían un cordel impregnado de gasolina insertado en uno de sus extremos: una vez el cigarro se consumiese por completo, prendería uno de los cabos del cordel, que transportaría la llama hasta el depósito de gasolina del coche. En principio, Donovan y Serpiente aseguraron el funcionamiento del artefacto casero aludiendo experiencias anteriores a la que nos ocupaba. Sólo quedaba ultimar quién se encargaría de encender los cigarros. Era evidente que Agustina y Julieta quedaban fuera de la rifa. Por decisión unánime, El Cid también quedó exento de tal responsabilidad, ya que había sido protagonista de la anterior experiencia como cebo humano. Quedábamos cuatro candidatos…, en realidad dos, porque nadie estimaría oportuno otorgar la llave de nuestra salvación a los integrantes del Equipo de Intervención. Así que antes de entrar en diatribas absurdas, Trancos y yo presentamos candidatura, la cual fue aceptada sin discusiones. Sin duda Julieta se sentía orgullosa de que su amado afrontase tan peligrosa misión, a la vez que mostraba su miedo cuan doncella que ve partir a su valiente caballero a las cruzadas, tal y como ponían de manifiesto sus lacrimosos ojos. Hacía varias horas que no sentía el aguijón del deseo amoroso, pero la visión a la que he hecho referencia avivó de nuevo la llama. No soy proclive a manifestaciones sentimentales, pero la imagen de aquella inmaculada desnuda de miedo por la pérdida de su amado caballero terminó por ponerme un nudo en la garganta.

Quedaba escasamente una hora y cuarto para que la luz dejase paso a la oscuridad: nos apostaríamos en la azotea a la espera de que hordas Z inundaran el pueblo provenientes de la ciudad en busca de sustento. La tensión se mascaba en el ambiente: se había decretado DEF CON 1 de manera oficial y unánime. Repasábamos una y otra vez que todo estuviera en su sitio y buscábamos algún entretenimiento para amenizar la espera: Donovan y Serpiente se enfrascaron en algún tipo de conversación solemne, pues no dejaban pasar la oportunidad de saludarse con el extraño ritual ya descrito. El Cid y Agustina buscaron intimidad en un lugar un tanto apartado, donde compartirían sus últimos pensamientos. Julieta prefirió la soledad que le ofrecía una de las esquinas de la azotea. Trancos y yo intercambiamos las postreras impresiones antes del inicio de las hostilidades. Quizá no aporten grandes conclusiones, aunque he estimado oportuno reproducirlas porque indirectamente tienen como protagonista a mi enamorada:

—Trancos: Veras, quisiera hablarte de algo…

—¿De qué se trata?

—Trancos: Bueno, más bien es… ¿de quién se trata? Sé que tienes una especial relación con Julieta, y bueno… resulta que…

Se disponía a elogiar su virginal figura y a manifestar que era un hombre afortunado por compartir sentimientos con tan admirable mujer. Con el tiempo he sabido apreciar al aprendiz de policía, pues ha resultado ser un hombre valeroso y con ingenio, así que, por ahorrarle el mal rato a tiempo, supe interrumpir su discurso facilitándole el amargo trago.

—Sí, no hace falta que digas nada, me doy cuenta de que has captado la especial química que existe entre nosotros. Hasta ahora hemos intentado mantenerlo en secreto, aunque supongo que ya no tiene sentido. En cuanto esto acabe, le propondré matrimonio.

Debió de sorprenderle mucho mi responso: aunque conocedor de nuestros sentimientos, torció el semblante mostrando sorpresa.

—Trancos: Bien, verás, Julieta es…

—No hace falta que digas nada sobre Julieta, es lo mejor que me ha pasado en la vida. En el fondo, es el motivo por el que todavía estoy aquí y por el que todo esto tiene sentido… No es necesario, no entre caballeros.

—Trancos: Claro… no te preocupes.

La auténtica protagonista de la escena observaba atentamente. Sabía que estábamos hablando de ella. Al ver que dábamos por terminada la conversación, se levantó dirigiéndose hacia mí (previamente intercambió algunas palabras con mi contertulio). Al llegar a mi altura, se detuvo frente a mí y entre sollozos pronunció: «Que tengas suerte…», y me besó en la mejilla. Sentí sus labios cálidos en mi piel. Para cuando quise darme cuenta, había vuelto a su rincón y se secaba la cara de lágrimas.

No había pócima, ungüento o conjuro más poderoso que los labios de una mujer para infundir el valor más exacerbado de que un hombre era capaz. Me sentía invencible. Lo recuerdo perfectamente porque inmediatamente después los últimos rayos de sol echaban el telón de lo que iba a ser el último acto de la función. Con esa visión en la memoria, me dispuse a ataviarme con la armadura que habría de proporcionarme la inmunidad ante un posible ataque Z. Al igual que mis compañeros, llevé a cabo el ritual de ponerme mis defensas corporales a modo de armadura, momento de introspección personal durante el cual el guerrero se mentaliza para la gran batalla. Había visto cientos de veces esa imagen en las películas y no pude evitar extrapolar la del guerrero entregado en su alcoba a tan íntima tarea a la mía propia. Así, un gorro de lana hizo las veces de yelmo; un pijama de pierna larga, unos calcetines de alta montaña, las botas militares y un pantalón de manchas imitaron la parte inferior de una armadura al uso; una camiseta térmica, un jersey de cuello alto y mi tres cuartos a juego con los pantalones se asemejarían a la cota de malla de la parte superior de la coraza medieval. Incorporé también una bufanda para asegurar lo que sin duda era la zona más desprotegida y más valorada por el enemigo: el cuello. Unos guantes terminarían de proteger la única zona de mi anatomía, a excepción de la cara, que quedaba el descubierto. La idea de Donovan de colocarse el collar de perro con puntas me pareció de lo más oportuna. Si no hubiera sido por la alta estima en la que la tenía su actual dueño, quizá se la habría pedido prestada: al final sentí reparo. La cuestión es que todos dedicamos los últimos minutos del día a parapetarnos tras la mayor cantidad de ropa que fuimos capaces de superponer sin comprometer nuestra capacidad para movernos con agilidad, claro está. Al final parecíamos más una expedición de montañeros dispuesta a hacer cumbre que un grupo de aguerridos soldados prestos a librar la Batalla de todas las Batallas.

—Trancos: Ha llegado la hora, tenemos que irnos.

Fueron las palabras teñidas de preocupación que dieron el aviso para agilizar el proceso. Nos miramos e hicimos las últimas comprobaciones de que todo estaba en su sitio: cada uno de nosotros comprobábamos a un compañero y vigilábamos que no quedasen partes del cuerpo desprotegidas. Una vez diera comienzo la refriega, no podríamos perder tiempo en tal menester.

Sin más dilación partimos al frente con nuestras armas y un mechero cada uno (previamente comprobamos que encendían sin problemas). Con una rápida despedida, abandonamos la azotea. Preferí no entristecer más aún a mi amada con un adiós prolongado.

Sentada, cogiéndose las rodillas, mirando al horizonte, nos dedicó una cálida sonrisa.

El plan era simple: deberíamos esperar escondidos hasta que los primeros efectivos enemigos empezaran a tomar el pueblo, encenderíamos los cigarros-mecha y volveríamos sin demora a nuestro campamento base, donde únicamente quedaba esperar que el cuadrante se atestase de Zs para freírlos sin compasión. Durante el trayecto no comentamos nada: buscamos valor en la introspección, en mi caso en la imagen de Julieta, que recurrentemente se me aparecía en la mente. Llegamos al punto en el que teníamos que separarnos y donde intercambiaríamos las últimas palabras hasta nuestro encuentro en la azotea.

—Trancos: Bueno, que tengas suerte. Recuerda, nada de heroicidades: enciendes los cigarros y de vuelta a la azotea, ¿vale? No podemos perder a nadie antes de empezar, ni siquiera a ti —broma que quitaba hierro al asunto y a la que correspondí con una sonrisa y unas palabras de ánimo.

—No te preocupes, camarada, sabré cuidar de mí. Si necesitas ayuda, me llamas.

Nos separamos en una encrucijada de calles por donde deberíamos volver a pasar si todo iba tal y como habíamos planeado: desde ahí el recorrido hasta el coche lo haríamos solos. El olor de la putrefacción flotaba en el ambiente, señal inequívoca de que había movimiento en los aledaños del pueblo.

Me afané y salvé aquellos metros pendientes para no ser sorprendido por algún Z solitario y más avispado en sus actitudes que sus congéneres. En teoría hacía escasos minutos que el sol había dejado paso a su homónima plateada, que, un día más, nos deleitaría con sus rayos lunares en el fragor de la batalla. Pronto divisé el primero de los objetivos. Cada uno de nosotros debía prender la mecha de tres coches. Al acercarme, comprobé la disposición de los elementos que configuraban el artefacto: siento no poder ser más explícito, pero ha sido un trabajo ajeno y desconozco sus pormenores. En cualquier caso, la improvisada mecha se encontraba empapada en gasolina, lo que debería asegurar su ignición tan pronto entrase en contacto con la incandescencia del cigarro encendido. Donovan había dejado un cóctel molotov junto al coche en previsión de cualquier contingencia; al principio no le di la importancia que reveló tener posteriormente en el desarrollo de nuestro plan.

La disposición de aquellos coches sellaría prácticamente el pueblo encerrando cualquier forma de vida, o de muerte, dentro del perímetro establecido, por lo que su correcto funcionamiento era crucial para nuestras esperanzas. Me agazapé detrás de una de las ruedas traseras oteando el horizonte por donde deberían aparecer los primeros muertos anunciando la presencia y avance de las tropas enemigas. En ese momento otro caza rompía la barrera del sonido partiendo el cielo en dos. Eran las trompetas aliadas, el séptimo de caballería, la legión que acudía en nuestra ayuda: sentí por primera vez el mordisco del miedo en mis entrañas. Podía perder a Julieta, y eso era algo que me superaba. Qué extraño resultaba darse cuenta de que era precisamente el hecho de poder perder algo valioso lo que te hacía vulnerable al miedo. La cuestión es que el estrépito del vuelo del caza sobre nuestras cabezas era un buen signo: quizá se estuvieran llevando a cabo las primeras ofensivas aéreas, aunque todavía no se habían escuchado detonaciones que las anunciasen, lo que indicaba que aún se encontraban poco avanzadas.

El corazón me dio un vuelco al intuir a lo lejos, recortadas en la oscuridad, las primeras sombras de figuras humanas tambaleantes avanzando hacia el pueblo. No sé por qué razón empecé a escuchar marchas militares en mi cabeza, y los tambores, gaitas, trompetas, cornetas y demás instrumentos de carácter militar por antonomasia se entremezclaban en mis oídos conformando una extraña mezcolanza de músicas que incitaban a la lucha. Fijé la vista en la lejanía para asegurarme de que mis visiones no eran espejismos fruto del nerviosismo. No había duda: eran los primeros Zs. La adrenalina empezó a circular por mi organismo en cantidades industriales. Tenía que mantener la calma y esperar el tiempo suficiente antes de prender los cigarros unidos por su base para que diese comienzo la cuenta atrás. Las hordas Zs, los orcos de la actualidad, marchaban hacia nosotros. El ambiente, sumido en la pestilencia del mal, auguraba sangre y dolor. Me deslicé hasta los dos coches más que me correspondía activar y, una vez realizada la operación, volví a la rueda trasera que me encubría.

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