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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Fantástico, Aventuras, Infantil y Juvenil

El Gran Rey (24 page)

BOOK: El Gran Rey
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15. El río de hielo

La repentina aparición de aquella claridad dorada hizo que los Cazadores lanzaran gritos de alarma. Un estremecimiento de miedo onduló a lo largo de la columna en movimiento, y ésta se detuvo y retrocedió buscando la protección que ofrecía una profunda cañada. Taran comprendió enseguida lo cerca que había estado de llevar a los jinetes de los Commots hasta una trampa fatal, pero un grito de alegría brotó de sus labios.

—¡Eilonwy!

Habría espoleado a Melynlas para que cruzara el valle llevándole hasta la ladera de la montaña si Fflewddur no hubiera extendido una mano para detenerle.

—Espera, espera —exclamó el bardo—. No cabe duda de que nos ha encontrado. ¡Gran Belin, la luz que desprende el juguete de esa chica resulta inconfundible! Nos ha salvado la vida con ella. Estoy seguro de que Gurgi también está a su lado; pero si vas galopando hacia allí ninguno de vosotros regresará. Hemos visto a los Cazadores, y no creo que ellos hayan podido evitar el vernos a nosotros.

Doli acababa de trepar a lo alto de un peñasco y estaba observando la retirada de los Cazadores. La señal de Eilonwy se esfumó tan deprisa como había aparecido, y un instante después la oscuridad invernal volvió a caer sobre el valle.

—¡Menuda situación! —gruñó el enano—. ¡De todos los momentos en que podían sorprendernos en el exterior ha tenido que ocurrir justo ahora! La mina no nos sirve de nada, y no hay ningún otro pasaje a menos de una semana de marcha de aquí; y aunque lo hubiera no podríamos llegar hasta él con todo un ejército de Cazadores obstruyéndonos el paso.

Fflewddur había desenvainado su espada.

—¡Yo digo que ataquemos! Esos villanos asquerosos se han llevado un buen susto… Ahora no tendrán estómago para combatir. Caeremos sobre ellos sin aviso. ¡Gran Belin, seguro que eso es algo que no se esperan!

Doli le miró y soltó un bufido.

—¡Veo que te has dejado los sesos dentro de la galería de la mina! ¿Caer sobre los Cazadores? ¿Matar a uno y conseguir que los demás se vuelvan mucho más fuertes? Incluso el Pueblo Rubio se lo piensa dos veces antes de atacar a esos rufianes… No, amigo mío, no es una buena idea.

—Cuando era un gigante me habría resultado facilísimo hacerles huir a todos, pero las cosas han cambiado mucho aunque no por culpa mía, y francamente no me parece que hayan cambiado para mejorar. Por ejemplo, en Mona un día decidí que ya había llegado la hora de hacer algo con esos murciélagos tan descarados. Es una historia muy interesante…

—Silencio, criatureja miserable —le ordenó el bardo—. Ya has dicho y hecho más que suficiente.

—Ah, claro, ahora échame todas las culpas —dijo Glew sorbiendo aire por la nariz—. Yo tengo la culpa de que le robaran la espada a Gwydion, el que los Nacidos del Caldero escaparan fue culpa mía y yo soy el culpable de todo el resto de cosas desagradables que han ocurrido.

El bardo no se dignó responder al estallido de quejas y gimoteos del antiguo gigante. Taran fue a ordenar a los guerreros de los Commots que se refugiaran en la relativa seguridad de la boca del túnel y volvió a reunirse con los compañeros.

—Me temo que Doli tiene razón —dijo—. Si atacamos a los Cazadores sólo conseguiremos asegurar nuestra destrucción. No contamos con muchas energías, y no podemos correr el riesgo de desperdiciarlas. Hemos sufrido un grave retraso, y quizá ya sea demasiado tarde para ayudar a Gwydion. No, tenemos que encontrar una forma de seguir adelante a pesar de los Cazadores.

Doli meneó la cabeza.

—Sigue pareciéndome imposible —dijo—. Saben que estamos aquí, y si intentamos movernos se enterarán. Les basta con seguir nuestras huellas. De hecho, me sorprendería mucho que no nos atacaran antes del amanecer. Echad un vistazo a vuestras pieles, amigos míos. Quizá sea la última oportunidad de verlas intactas que os quede.

—Doli, eres el único que puede ayudarnos —dijo Taran con voz apremiante—. ¿Estarías dispuesto a ir a espiar al campamento de los Cazadores? Averigua cuanto puedas acerca de sus planes. Ya sé lo poco que te gusta volverte invisible, pero…

—¡Invisible! —gritó el enano, y se dio una palmada en la frente—. Oh, sabía que más tarde o más temprano habría que recurrir a eso. ¡Siempre pasa igual! ¡El bueno de Doli, claro! ¡Venga, vuélvete invisible! No estoy seguro de si aún soy capaz de volverme invisible, ¿sabes? He intentado olvidar cómo se hacía. Me destroza los oídos. Antes preferiría que me rellenaran de avispas y abejas… No, no, ni soñarlo. Pídeme que haga cualquier otra cosa, pero eso no.

—Ah, mi buen Doli, estaba seguro de que lo harías —dijo Taran.

Después de una nueva exhibición de reluctancia que no convenció a nadie, salvo quizá al mismo Doli, el enano de cabellos carmesíes consintió en hacer lo que Taran le pedía. Doli cerró los ojos, tragó una honda bocanada de aire como si se preparara para zambullirse en agua helada y se esfumó. De no haber sido por los débiles murmullos irritados que seguían oyéndose Taran habría creído que Doli no estaba allí. Sólo el leve crujir de los guijarros desplazados por los pies invisibles de Doli indicó a Taran que el enano había salido del túnel y avanzaba hacia las líneas enemigas.

La tropa del Pueblo Rubio siguió las órdenes de Doli y se apostó formando un amplio semicírculo de vigilancia más allá de la boca del túnel, donde sus agudos ojos y oídos podrían captar cualquier movimiento o sonido amenazador. Taran se asombró al ver lo inmóviles que permanecían aquellos guerreros. El silencio en el que se habían sumido hacía que resultaran casi tan invisibles como Doli. Sus prendas blancas hacían que pareciesen piedras cubiertas de hielo o promontorios escarchados que se alzaban bajo la luna, la cual había empezado a asomar por detrás de las nubes. Los jinetes dormitaban entre sus monturas intentando aprovechar al máximo el calor que desprendían. Glew se hizo un ovillo cerca de ellos. Fflewddur estaba en el comienzo del túnel, sentado con la espalda apoyada en el muro de roca. El bardo tenía una mano sobre su arpa y la otra reposando sobre la enorme cabeza de Llyan, que se había estirado a su lado y ronroneaba suavemente.

Taran se envolvió en su capa y volvió a contemplar con expresión asombrada la ladera montañosa donde había aparecido la señal de la luz de Eilonwy.

—Está viva —murmuró—. Está viva… —repitió una y otra vez, y el corazón le daba un vuelco cada vez que pronunciaba aquellas palabras.

Sin saber muy bien por qué Taran estaba seguro de que Gurgi se encontraba con ella. Todos sus sentidos le decían que los dos compañeros habían sobrevivido. Una ráfaga de viento helado le trajo el ladrido de un lobo. Había otros sonidos, como un griterío distante, pero no tardaron en desvanecerse y la esperanza recién encontrada que llenaba su corazón hizo que Taran apenas pensara en ellos.

Ya había transcurrido la mitad de la noche cuando Doli volvió a aparecer. El enano estaba demasiado excitado para quejarse de que le zumbaban las orejas, y se apresuró a hacer señas a Fflewddur y Taran indicándoles que le siguieran. Taran ordenó a los jinetes que se mantuvieran alerta y se reunió con sus compañeros. Los guerreros del Pueblo Rubio ya estaban trotando detrás de Doli, moviéndose tan en silencio como si fueran sombras blancas.

Al principio Taran pensó que el enano pretendía llevarles directamente al campamento de los Cazadores; pero Doli se desvió cuando aún estaban a cierta distancia de él y empezó a trepar por una pendiente que se alzaba hasta una considerable altura sobre la cañada.

—Los Cazadores siguen ahí —murmuró Doli mientras trepaban—, y no porque ellos lo deseen. Tenemos algunos amigos acerca de los que no sabíamos nada…, osos y lobos, docenas de ellos. Están esparcidos a lo largo de toda la cañada. Un grupo de Cazadores intentó salir de allí escalando la pendiente. Es una suerte que no me vieran, pues de lo contrario ahora no estaría aquí…, pero a ellos sí que les vieron. Los osos fueron los primeros en llegar hasta donde estaban y se ocuparon enseguida de esos villanos. No es algo muy agradable de ver, pero hicieron su trabajo en unos momentos.

—¿Han matado a un grupo de Cazadores? —Taran frunció el ceño—. Ahora los otros son más fuertes que antes.

—Sí, supongo que sí —replicó Doli—, pero de todas maneras los osos y los lobos tienen más recursos que nosotros para ocuparse de ellos. Dudo mucho que los Cazadores vayan a atacar esta noche… Temen a los animales. Se quedarán en la cañada hasta que amanezca, y ahí es donde queremos que estén. Creo que hemos dado con la solución a nuestro problema.

Ya habían llegado al final de la pendiente, y se encontraron junto a un lago recubierto de hielo. Una cascada helada relucía bajo la luna precipitándose por el risco; carámbanos gigantescos que parecían dedos de un puño enorme arañaban la escarpada pendiente como si mantuvieran atrapado al lago en una presa de hielo. Un río de plata bajaba serpenteando hacia la cañada en la que se habían refugiado los Cazadores. Taran pudo ver las hogueras de su campamento brillando como ojos malévolos en la oscuridad. No podía estar seguro, pero le pareció que siluetas oscuras se agitaban entre las rocas y los achaparrados matorrales de aquellas alturas; y pensó que quizá fueran los osos y los lobos de los que había hablado el enano.

—¡Ahí! —dijo Doli—, ¿Qué opinas de eso?

—¿Que qué opino? —exclamó el bardo—. Mi viejo amigo, creo que eres tú el que se ha dejado los sesos en la mina… Nos has guiado en una escalada bastante difícil, pero no creo que sea el momento más adecuado para admirar las bellezas de la naturaleza.

El enano se puso las manos en las caderas y se encaró con Fflewddur lanzándole una mirada de exasperación.

—A veces pienso que Eiddileg tiene razón acerca de vosotros los humanos… ¿Es que eres incapaz de ver más allá de tu nariz? ¿No te das cuenta? Estamos casi encima de esos rufianes. ¡Liberemos el lago! ¡Liberemos la cascada! ¡Dejemos que toda esa agua caiga justo sobre el campamento!

Taran contuvo el aliento y la esperanza invadió su corazón durante un momento, pero acabó meneando la cabeza.

—La tarea es demasiado colosal, Doli. El hielo nos derrotará.

—¡Pues entonces derritámoslo! —gritó el enano—. Cortemos ramas, arbustos…, todo aquello que pueda arder. ¡Donde el hielo sea demasiado grueso rompámoslo con las hachas y las espadas! ¿Cuántas veces he de repetíroslo? ¡Estáis tratando con el Pueblo Rubio!

—¿Realmente crees que puede hacerse? —murmuró Taran.

—¿Acaso lo habría dicho si no lo creyera? —replicó secamente el enano.

Fflewddur dejó escapar un prolongado silbido de admiración.

—Piensas a gran escala, viejo amigo; pero confieso que tu plan tiene su atractivo. ¡Gran Belin, si pudiéramos acabar con todos ellos de un solo golpe y librarnos de los Cazadores de una vez por todas…!

Doli ya no estaba escuchando al bardo, y había empezado a transmitir apresuradas órdenes a los guerreros del Pueblo Rubio. Los enanos descolgaron sus hachas del hombro y entraron en acción cortando los troncos y las ramas, arrancando los arbustos y corriendo al lago con sus cargas.

Taran hizo a un lado sus dudas, desenvainó su espada y empezó a cortar ramas. Fflewddur se afanaba a su lado. A pesar del frío, el sudor no tardó en brotar a chorros de sus frentes; y su jadeante respiración pronto flotó como una neblina delante de sus caras. Las hachas del Pueblo Rubio resonaban al chocar con el hielo de la cascada congelada. Doli se movía velozmente por entre los guerreros aumentando el tamaño del montón de arbustos y ramas o desplazando rocas y peñascos para formar un nuevo canal más recto por el que el agua pudiese correr más deprisa. La noche estaba llegando a su fin. El agotamiento hacía tambalear a Taran, sus manos entumecidas por el frío estaban llenas de heridas ensangrentadas y Fflewddur apenas si era capaz de seguir manteniéndose en pie; pero el Pueblo Rubio continuaba trabajando sin cesar y tan enérgicamente como al principio. Antes de que amaneciese, el lago y el curso de la corriente estaban tan repletos de arbustos y ramas que parecía como si un bosque hubiera crecido en ellos. Sólo entonces se dio por satisfecho Doli.

—Ahora vamos a prender fuego a todo esto —le dijo a Taran—. La yesca del Pueblo Rubio es capaz de producir un calor muy superior al de cualquier fuego conocido por los humanos. Empezará a arder enseguida.

Doli lanzó un silbido estridente que se deslizó por entre sus dientes apretados. Las antorchas del Pueblo Rubio se encendieron a lo largo de todo el lago. Los guerreros las arrojaron a la pira, y las antorchas cayeron trazando un arco luminoso como si fueran estrellas fugaces. Taran vio cómo las primeras ramas se incendiaban, y el fuego se propagó enseguida a las demás. Un ruidoso chisporroteo invadió sus oídos, y por encima de él oyó el grito de Doli advirtiendo a los compañeros de que se alejaran de las llamas. Una ola de calor tan intenso como el aliento de un horno alcanzó a Taran mientras intentaba encontrar asidero, entre las piedras. El hielo se estaba derritiendo. Taran oyó el sisear de las llamas que se apagaban, pero el fuego ya era demasiado alto para extinguirse del todo y se avivaba más a cada momento que pasaba. Los crujidos y gemidos de los peñascos que temblaban bajo la creciente presión del caudal que no paraba de aumentar crearon ecos en el cauce. Un instante después todo un lado del risco cedió tan repentinamente como una puerta arrancada de sus goznes o un muro que se desmorona, y un chorro de agua que lo arrastraba todo ante él salió disparado por el cauce. Enormes bloques de hielo cayeron por la pendiente con un ruido atronador, rodando sobre sí mismos y dando tumbos como si no fuesen más que guijarros. La velocidad con que se produjo la avalancha arrastró las ramas envueltas en llamas. Nubes de chispas se hincharon y giraron sobre la masa de agua que avanzaba a gran velocidad, y las llamas se deslizaron a lo largo de todo el cauce.

Los Cazadores que habían acampado en la cañada gritaron e intentaron huir. Ya era demasiado tarde. Las aguas embravecidas y los peñascos arrojaron hacia atrás a los guerreros que intentaban escalar la pendiente. Los Cazadores cayeron bajo la cascada gritando y lanzando maldiciones, o salieron despedidos por los aires igual que briznas de paja para acabar aplastados contra las rocas. Unos cuantos consiguieron llegar a terreno más elevado, pero apenas lo hicieron Taran vio siluetas oscuras que se lanzaban sobre ellos, y a los animales que esperaban les llegó el momento de vengarse de quienes les habían perseguido y matado implacablemente.

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