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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Fantástico, Aventuras, Infantil y Juvenil

El Gran Rey (31 page)

BOOK: El Gran Rey
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—¡Gran Belin! —exclamó Fflewddur—. ¡Siete cerdos oráculo! Taran, amigo mío, ahora te esperan tareas mucho más duras que aquellas a las que te enfrentaste en las colinas de Bran-Galedd.

Dallben meneó la cabeza.

—Son robustos y sanos, y nunca había visto una camada tan espléndida, pero sus poderes no son más grandes que los de cualquier otro cerdo…, lo cual debería bastar para satisfacerles. El don de Hen Wen empezó a desvanecerse cuando las varillas de las letras quedaron hechas añicos, y ahora ya se ha perdido del todo. Es mejor así, pues un poder semejante resulta una carga muy pesada tanto para los hombres como para los cerdos, y me atrevería a decir que ahora es mucho más feliz.

Los compañeros descansaron durante dos días, agradeciendo el estar juntos en la paz de la pequeña granja y contentándose con ello. El cielo nunca había parecido más despejado, y estaba lleno de la feliz promesa de la primavera o de una alegría aún mayor. El rey Smoit había llegado con su guardia de honor, y durante toda una noche de celebración la casita acogió los joviales sonidos del festejo.

Al día siguiente Dallben convocó a los compañeros a su habitación, donde ya estaban esperando Gwydion y Taliesin. El encantador contempló en silencio con sus ojos sabios y llenos de bondad a todos los presentes durante unos momentos, y cuando habló su voz estaba impregnada de dulzura.

—Éstos han sido días de bienvenida —dijo—, pero también de adiós.

Un murmullo interrogativo se alzó de los compañeros. Taran puso cara de alarma y lanzó una mirada interrogativa a Dallben, pero Fflewddur se llevó una mano a la espada.

—¡Sabía que así ocurriría! —exclamó—. ¿Qué empresa falta por llevar a cabo? ¿Acaso han vuelto los gwythaints? ¿Aún queda alguna banda de Cazadores que ronda por ahí? ¡No temáis! ¡Un Fflam está preparado!

La excitación del bardo hizo que los labios de Gwydion se curvaran en una sonrisa entristecida.

—Nada de eso, mi valeroso amigo. Los gwythaints han sido destruidos, al igual que los Cazadores; y sin embargo es cierto que aún queda una empresa que llevar a cabo. Los Hijos de Don y toda su parentela deben subir a bordo de los navíos dorados y zarpar con rumbo a la Tierra del Verano, el país del que vinimos.

Taran se volvió hacia Gwydion como si no hubiera comprendido las palabras del Gran Rey.

—¿Cómo?; ¿es que los Hijos de Don se marchan de Prydain? —preguntó, no atreviéndose a creer que las había entendido bien—. ¿Tenéis que zarpar ahora? ¿Con qué propósito? ¿Cuánto tardaréis en regresar? ¿Es que no vais a disfrutar antes de vuestra victoria?

—Nuestra victoria es la razón de nuestro viaje —respondió Gwydion—. Es un destino que nos fue impuesto hace ya mucho tiempo: cuando el Señor de Annuvin fuese vencido los Hijos de Don tendrían que marcharse para siempre de Prydain.

—¡No! —protestó Eilonwy—. ¡De entre todos los momentos posibles…, ahora no!

—No podemos dar la espalda a lo que ha sido nuestro destino desde hace muchísimo tiempo —replicó Gwydion—. El rey Fflewddur Fflam también debe venir con nosotros, pues está emparentado con la Casa de Don.

La preocupación nubló el rostro del bardo.

—Un Fflam es agradecido por naturaleza —dijo—, y en circunstancias normales me encantaría emprender un viaje por mar; pero me conformo con quedarme en mi reino. A decir verdad y aunque es un lugar bastante feo y aburrido, he descubierto que lo estoy echando de menos.

—No está en tus manos escoger, Hijo de Godo —intervino Taliesin—, pero debes saber que la Tierra del Verano es muy hermosa, más hermosa incluso que Prydain, y que allí todos los deseos del corazón se ven satisfechos. Llyan estará contigo. Tendrás una nueva arpa. Yo mismo te enseñaré a tocarla, y aprenderás todo el saber de los bardos. Tu corazón siempre ha sido el de un verdadero bardo, Fflewddur Fflam. Hasta ahora no estaba preparado. ¿Has renunciado a lo que más amabas por el bien de tus compañeros? El arpa que te aguarda será todavía más preciosa por ello, y sus cuerdas nunca se romperán.

»Hay otra cosa que también has de saber —añadió Taliesin—. Todos los que han nacido de hombre y mujer deben morir, salvo quienes moran en la Tierra del Verano. Es un lugar en el que no se conoce la contienda o el sufrimiento, y donde hasta la muerte es desconocida.

—Aún hay otro destino que se nos ha impuesto —dijo Dallben—. Al igual que los Hijos de Don han de volver a su tierra, así tiene que haber un fin a mis poderes. He meditado durante mucho tiempo en el mensaje que nos transmitió la última varilla de las letras de Hen Wen. Ahora comprendo por qué las varillas de fresno se hicieron astillas. No podían soportar una profecía semejante, que sólo podía ser ésta: no sólo llegará el momento en el que la llama de Dyrnwyn se extinguirá y su poder se esfumará, sino que llegará el día en el que todos los encantamientos desaparecerán, y los hombres guiarán su destino sin su ayuda.

»Yo también he de partir hacia la Tierra del Verano —siguió diciendo Dallben—. Lo hago con pena, pero con una alegría todavía mayor. Soy un anciano y estoy cansado, y para mí allí habrá descanso y la liberación de cargas que han llegado a ser demasiado pesadas para mis hombros.

»Ay, Doli también ha de volver al reino del Pueblo Rubio, y Kaw también debe irse —añadió el encantador—. Los puestos de vigilancia están siendo abandonados. El rey Eiddileg no tardará en ordenar que se bloqueen todos los caminos que llevan a su reino, al igual que Medwyn ha cerrado ya su valle para siempre a la raza de los hombres, y a partir de ahora sólo los animales podrán encaminarse hacia él.

Doli inclinó la cabeza.

—¡Hum! —resopló—. Ya iba siendo hora de que dejáramos de tener tratos con los mortales… Eso sólo da problemas. Sí, me alegrará volver. Ya estoy harto de mi-buen-Doli esto y mi-buen-Doli aquello, y mi-buen-Doli, ¿verdad que no te importaría volverte invisible una vez más?

El enano se esforzaba por parecer lo más furioso posible, pero había lágrimas en sus ojos carmesíes.

—Incluso la princesa Eilonwy, Hija de Angharad, debe partir hacia la Tierra del Verano —dijo Dallben—. Así ha de ser —siguió diciendo cuando Eilonwy dio un respingo de incredulidad—. En Caer Colur la princesa sólo renunció al uso de sus poderes mágicos. Siguen estando dentro de ella, pues han sido concedidos a todas las hijas de la Casa de Llyr; y por eso debe marcharse. Pero… —se apresuró a añadir antes de que Eilonwy pudiera interrumpirle— hay otros que han prestado grandes servicios a los Hijos de Don. El fiel Gurgi, y también Hen Wen, a su manera; y Taran de Caer Dallben… Su recompensa es que puedan hacer el viaje con nosotros.

—¡Sí, sí! —gritó Gurgi—. ¡Vayamos todos a la tierra donde no hay muertes ni malas suertes! —Empezó a dar saltos de alegría y movió los brazos de un lado a otro, con lo que consiguió perder una considerable cantidad del pelo que aún le quedaba—. ¡Sí, oh, sí! ¡Todos juntos para siempre! Y Gurgi también encontrará lo que busca… ¡Sabiduría para su pobre y tierna cabeza!

Taran sintió que se le formaba un nudo en la garganta. Gritó el nombre de Eilonwy y corrió hacia la princesa para tomarla en sus brazos.

—No volveremos a separarnos. Cuando lleguemos a la Tierra del Verano nos casaremos… —Vaciló antes de seguir hablando—. Si…, si ése es tu deseo, claro. Si es que quieres casarte con un Ayudante de Porquerizo…

—Bueno, la verdad es que ya empezaba a dudar de que me lo pidieras —dijo Eilonwy—. Pues claro que lo haré, y si te hubieras tomado la molestia de pensar un poco en la pregunta ya conocerías mi respuesta.

A Taran aún le daba vueltas la cabeza a causa de las noticias que les acababa de dar el encantador, y se volvió hacia Dallben.

—¿Es posible que todo esto sea cierto…, que Eilonwy y yo podamos hacer el viaje juntos?

Dallben guardó silencio durante unos momentos y acabó asintiendo con la cabeza.

—Es cierto. No está en mis manos conceder un don mayor que ése.

Glew soltó un bufido.

—Todo eso está muy bien, sobre todo lo de ir otorgando la vida eterna a diestra y siniestra… ¡Incluso a una cerda! Pero nadie ha pensado en mí. ¡Ah, qué egoísmo y cuánta falta de consideración! Está clarísimo que si la mina del Pueblo Rubio no se hubiera derrumbado…, robándome mi fortuna, podría añadir…, habríamos seguido un camino distinto, nunca habríamos llegado al Monte Dragón, Dyrnwyn jamás habría sido encontrada, los Nacidos del Caldero nunca habrían muerto… —Pero a pesar de toda su indignación el rostro del antiguo gigante estaba fruncido en una mueca de pena, y le temblaban los labios—. ¡Venga, venga, marcharos! ¡Dejad que siga teniendo este tamaño ridículo! Os aseguro que cuando era un gigante…

—¡Sí, sí! —gritó Gurgi—. El gigante quejumbroso también ha prestado un servicio, como él acaba de decir… ¡No es justo dejarle solo y perdido en la pequeñez! ¡Y en la sala del tesoro del malvado Señor de la Muerte cuando todos los ricos tesoros quedaron envueltos en llamas una vida fue salvada de las quemaduras dolorosas y calientes!

—Sí, incluso Glew ha prestado un gran servicio aunque fuese de manera involuntaria —replicó Dallben—. Su recompensa no será menor que la tuya. En la Tierra del Verano podrá crecer hasta alcanzar la estatura de un hombre, si ése es su deseo. Pero antes respóndeme a esta pregunta —añadió mirando con expresión severa a Gurgi—. ¿Es cierto que te salvó la vida?

Gurgi vaciló un momento, y Glew habló antes de que pudiera responder.

—Pues claro que no —dijo el antiguo gigante—. Una vida fue salvada…, la mía. Si Gurgi no me hubiera sacado a rastras de la sala de los tesoros ahora yo no sería más que un poco de ceniza en Annuvin.

—¡Por lo menos has dicho la verdad, gigante! —exclamó Fflewddur—. ¡Bien por ti! ¡Gran Belin, creo que ya eres un poquito más alto!

Gwydion dio un paso hacia adelante y puso la mano sobre el hombro de Taran.

—Nuestra hora no tardará en llegar —dijo con dulzura—. Partiremos por la mañana. Prepárate, Ayudante de Porquerizo.

Aquella noche Taran durmió bastante mal. La alegría que había iluminado su corazón había huido de manera inexplicable revoloteando hasta quedar fuera de su alcance como un pájaro de plumaje multicolor al que era incapaz de volver a atraer hacia su mano. Ni siquiera se sentía capaz de pensar en Eilonwy y en la felicidad que les aguardaba en la Tierra del Verano.

El nerviosismo acabó obligándole a levantarse de su camastro, y fue hasta la ventana del dormitorio. Las hogueras del campamento de los Hijos de Don se habían consumido hasta dejar sólo cenizas. La luna llena convertía los campos dormidos en un mar de plata. Una voz empezó a alzarse desde muy lejos al otro lado de las colinas entonando una canción que llegó a sus oídos débil pero muy clara; otra se unió a ella, y después otras más. Taran contuvo el aliento. Sólo había oído un cántico semejante en una ocasión, hacía ya mucho tiempo, en el reino del Pueblo Rubio. La canción, más hermosa de lo que recordaba, se fue haciendo más límpida y potente y un chorro de melodías que parecían brillar con una claridad más intensa que la de los rayos de la luna inundó la habitación…, hasta que la canción terminó de repente. Taran lloró de pena, sabiendo que nunca más volvería a escucharla y aunque quizá fuera cosa de su imaginación, le pareció que de cada confín de la tierra le llegaba el eco de una gruesa puerta cerrándose para siempre.

—¿Cómo, polluelo mío, es que no puedes dormir? —dijo una voz detrás de él.

Taran giró rápidamente sobre sí mismo. La luz que había inundado de repente la habitación le deslumbró; pero cuando su visión se fue aclarando distinguió tres figuras altas y esbeltas, dos vestidas con túnicas de colores cambiantes, de blanco, oro y carmesí llameante, y una que llevaba una capa y un capuchón de un negro tan intenso que parecía relucir. Las joyas centelleaban en las trenzas de la primera, y de la garganta de la segunda colgaba un collar de relucientes cuentas blancas. Taran vio que sus rostros estaban tranquilos y que eran increíblemente hermosos, y aunque las sombras del capuchón oscurecían los rasgos de la tercera silueta Taran supo que no podía ser menos hermosa.

—No puede dormir y tampoco puede hablar —dijo la figura del centro—, Pobrecito… Mañana en vez de bailar de alegría estará bostezando.

—Vuestras voces…, las conozco muy bien —balbuceó Taran, y apenas consiguió hablar en un tono más fuerte que el susurro—. Pero vuestras caras… Sí, las he visto en una ocasión, hace ya mucho tiempo…, en los pantanos de Morva. Pero no podéis ser las mismas… ¿Orddu? Orwen y… ¿Orgoch?

—Pues claro que lo somos, gansito —replicó Orddu—, aunque es verdad que cuando nos encontramos antes no estábamos en nuestro mejor momento.

—Pero aun así supimos estar a la altura de las circunstancias.

Orwen dejó escapar una risita de muchacha y jugueteó con las cuentas de su collar.

—No debes pensar que siempre tenemos aspecto de viejas arpías —dijo—. Sólo cuando la situación parece exigirlo.

—¿Por qué habéis venido? —preguntó Taran, quien aún no se había recuperado de la sorpresa que le producía oír las voces familiares de las encantadoras saliendo de aquellos labios tan hermosos—. ¿También viajaréis a la Tierra del Verano?

Orddu meneó la cabeza.

—Vamos a hacer un viaje, pero no iremos con vosotros. La sal del aire no le sienta nada bien a Orgoch, aunque probablemente es la única cosa que le sienta mal. Viajaremos a…, bueno, a cualquier parte. Incluso podrías decir que a todas partes.

—No volveréis a vernos, y nosotras tampoco volveremos a veros —añadió Orwen, en un tono casi apenado—. Os echaremos de menos. Todo lo que podemos echar de menos a alguien, claro está… A Orgoch le habría encantado… Bueno, será mejor que no hablemos de eso.

Orgoch dejó escapar un bufido nada delicado y totalmente impropio de su nueva belleza. Mientras tanto Orddu había desplegado un tapiz lleno de bordados multicolores y se lo alargó a Taran.

—Hemos venido a traerte esto, patito —dijo—. Cógelo y no hagas ningún caso del refunfuñar de Orgoch. Tendrá que tragarse su desilusión…, a falta de algo mejor.

—He visto esto en vuestro telar —dijo Taran, quien sentía una cierta desconfianza—. ¿Por qué me lo ofrecéis? No lo he pedido, y no puedo pagarlo.

—Es tuyo por derecho propio, mi petirrojo —respondió Orddu—. Si quieres ser estricto y fijarte en los detalles procede de nuestro telar, desde luego, pero fuiste tú quien lo tejió.

Taran puso cara de perplejidad y contempló con más atención el tapiz, y vio que estaba lleno de imágenes de hombres y mujeres, guerreros y batallas, pájaros y animales.

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