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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Fantástico, Aventuras, Infantil y Juvenil

El Gran Rey (29 page)

BOOK: El Gran Rey
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Taran apartó la cara y esperó a que el pico le desgarrara la garganta, pero el gwythaint no atacó. Lo que hizo fue empezar a alejarle de las rocas con una fuerza tan enorme que Taran supo que no podría resistirse a ella. El gwythaint había dejado de gritar y estaba emitiendo una especie de gañidos ahogados, y los ojos del ave estaban clavados en Taran contemplándole no con furia sino con una extraña mirada de reconocimiento.

El ave parecía estar apremiándole a que dejara de agarrarse a las rocas. Un recuerdo de cuando era un muchacho surgió en la mente de Taran, y volvió a ver a una cría de gwythaint atrapada en un matorral espinoso; un ave muy joven herida que se estaba muriendo. ¿Era éste el maltrecho montón de plumas que Taran había cuidado hasta devolverle la salud? ¿Sería posible que la criatura hubiese vuelto por fin para pagar una deuda recordada desde hacía tanto tiempo? Taran no se atrevía a albergar esa esperanza, pero mientras colgaba de la ladera del Monte Dragón sintiéndose más debilitado a cada momento que transcurría comprendió que era su única esperanza. Dejó de agarrarse y permitió que su cuerpo cayera en el vacío.

El peso de su carga hizo que el gwythaint vacilara y descendiese hacia el suelo durante un momento. Los riscos oscilaron locamente de un lado a otro debajo de Taran. La enorme ave batió sus alas con toda la potencia de que era capaz y Taran se sintió arrastrado hacia arriba, más y más alto, y el viento silbó en sus oídos. El gwythaint siguió subiendo con sus negras alas esforzándose al máximo hasta que sus garras se abrieron y Taran cayó sobre las rocas de la cima del Monte Dragón.

Achren no había mentido. La corta ladera libre de obstáculos que bajaba en una suave pendiente se extendía ante él hasta terminar en las Puertas de Hierro, que en esos momentos se abrían girando sobre sus goznes para permitir que el ejército de los Nacidos del Caldero entrara a toda prisa en Annuvin. La hueste que no podía morir había desenvainado sus espadas. Los guerreros de Gwydion que luchaban dentro de la fortaleza ya habían visto al enemigo, y gritos de desesperación se alzaron de las bocas de los Hijos de Don trabados en un terrible combate.

Un grupo de Nacidos del Caldero había divisado la silueta solitaria de Taran en la cima de la montaña y las de los compañeros que acababan de cruzar el risco, y se separaron del contingente principal de la hueste para lanzar un ataque sobre el Monte Dragón. Los guerreros que no podían morir empezaron a subir por la pendiente con sus espadas desenvainadas.

El gwythaint que trazaba círculos en las alturas lanzó un grito de guerra. El ave gigante desplegó sus alas y se abatió sobre los guerreros abriéndose paso por entre sus filas mientras golpeaba con sus garras y su pico. La violencia de la inesperada carga del gwythaint fue tan terrible que la primera fila de Nacidos del Caldero retrocedió tambaleándose y cayó al suelo, pero uno de los guerreros mudos alzó su espada y golpeó una y otra vez hasta que el gwythaint se derrumbó a sus pies. Las enormes alas se movieron en un último estremecimiento, y el maltrecho cuerpo acabó quedando inmóvil.

Tres Nacidos del Caldero habían dejado atrás a sus camaradas y corrían hacia Taran, quien leyó su muerte en aquellos rostros lívidos. Sus ojos recorrieron la cima buscando en vano un último medio de defensa.

En el punto más alto de la cresta del dragón se alzaba una gran roca. El tiempo y las tormentas la habían ido royendo hasta darle una forma grotesca. El viento que soplaba a través de los surcos y agujeros creaba una queja lastimera, y la piedra aullaba y gemía como si tuviera una lengua humana. El extraño gemido parecía encerrar una orden imperiosa dirigida a Taran. Allí estaba su única arma. Taran se arrojó contra la roca y centró sus esfuerzos en aquella masa inamovible intentando arrancarla del suelo. Los Nacidos del Caldero ya casi estaban sobre él.

Taran redobló sus esfuerzos y la cresta de piedra pareció moverse un poco. Un instante después la base de la roca salió de la oquedad del suelo en la que estaba encajada. Taran dio un último empujón y la envió rodando hacia sus atacantes. Dos Nacidos del Caldero retrocedieron tambaleándose y las espadas salieron despedidas de sus manos, pero el tercer guerrero siguió subiendo hacia Taran sin vacilar ni un instante.

La desesperación hizo que Taran reaccionara como el hombre que arroja guijarros contra el rayo que le fulminará, y buscó a tientas un puñado de piedras o de tierra, incluso una ramita rota que lanzar en desafío al guerrero del Caldero que estaba cada vez más cerca amenazándole con su hoja en alto.

La oquedad de la que había sido arrancada la cresta del dragón estaba rodeada por piedras planas y dentro de ella, como en una pequeña tumba, yacía Dyrnwyn, la espada negra.

Taran la cogió. Estaba tan aturdido que durante un momento no reconoció el arma. Mucho tiempo antes había intentado empuñar a Dyrnwyn y su temeridad había estado a punto de costarle la vida; pero en aquellos momentos Taran sólo podía verla como un arma caída providencialmente en sus manos, y arrancó la espada de su vaina sin pensar en el precio que podía pagar por ello. Dyrnwyn ardió con una cegadora luz blanca, y sólo entonces un lejano rincón de la mente de Taran fue vagamente consciente de que Dyrnwyn llameaba en su mano y de que seguía vivo a pesar de ello.

El Nacido del Caldero quedó deslumbrado. Dejó caer la espada y se llevó las manos a la cara. Taran saltó hacia adelante y hundió el arma llameante en el corazón del guerrero impulsándola con todas sus fuerzas.

El Nacido del Caldero se tambaleó y cayó; y aquellos labios que llevaban tanto tiempo mudos dejaron escapar un alarido que creó ecos y más ecos en la fortaleza del Señor de la Muerte haciéndose tan potente como si brotara de un millar de lenguas. Taran retrocedió con paso vacilante. El Nacido del Caldero yacía inmóvil en el suelo.

Y los guerreros del Caldero se estaban derrumbando a lo largo del sendero y en las Puertas de Hierro como si fueran un solo cuerpo. Dentro de la fortaleza los hombres que no podían morir que se enfrentaban a los Hijos de Don gritaron y se derrumbaron igual que había caído el enemigo de Taran. Un grupo de guerreros que se apresuraba a taponar la brecha en la Puerta Oscura cayó de bruces ante los pies de los guerreros de Gwydion, y quienes se esforzaban por acabar con los soldados en el muro oeste se quedaron inmóviles de repente y sus armas se desprendieron de sus manos para chocar ruidosamente con las piedras. La muerte había llegado por fin a los Nacidos del Caldero.

Taran llamó a gritos a los compañeros mientras bajaba corriendo de la cima del Monte Dragón. Los jinetes de los Commots saltaron a sus sillas de montar y lanzaron sus corceles al galope siguiendo a Taran hacia la contienda.

Taran cruzó a la carrera el patio de armas. La muerte de los Nacidos del Caldero había hecho que muchos de los centinelas mortales de Arawn arrojaran sus armas al suelo y buscaran vanamente huir de la fortaleza. Otros luchaban con el frenesí de hombres cuyas vidas ya estaban perdidas; y los Cazadores supervivientes, que habían ido adquiriendo nuevas fuerzas a medida que sus camaradas caían bajo las hojas de los Hijos de Don, seguían lanzando su grito de guerra y se arrojaban contra los guerreros de Gwydion. Uno de los capitanes de los Cazadores lanzó un mandoble a Taran con el rostro marcado por el sello de Arawn contorsionado en una mueca de rabia, pero dejó escapar un grito de horror y retrocedió en cuanto vio la espada llameante.

Taran se abrió paso luchando a través de la confusión de guerreros que se debatían a su alrededor y corrió a la Gran Sala donde había visto por primera vez a Gwydion. Calzó el umbral, y al hacerlo sintió que el miedo y la repugnancia se adueñaban de él. Las antorchas ardían a lo largo de los pasillos de paredes que relucían con una oscura iridiscencia. Taran vaciló unos instantes, como si una ola negra acabara de caer sobre él. Gwydion le había visto llegar desde el otro extremo del pasillo, y fue rápidamente hacia él. Taran corrió a su encuentro gritando con voz triunfante que Dyrnwyn había sido recuperada.

—¡Envaina la espada! —gritó Gwydion protegiéndose los ojos con una mano—. ¡Envaina la espada, pues no hacerlo te costará la vida!

Taran obedeció.

El rostro de Gwydion estaba pálido y tenso, y sus ojos tachonados de verde ardían con una luz febril.

—¿Cómo has logrado desenvainar esta espada, porquerizo? —preguntó Gwydion—. Sólo mis manos pueden atreverse a tocarla. Dame la espada.

La voz de Gwydion sonaba áspera e imperiosa, pero Taran vaciló mientras su corazón palpitaba en las garras de un temor inexplicable.

—¡Deprisa! —ordenó Gwydion—. ¿Quieres destruir aquello que hemos luchado para obtener? El tesoro de Arawn espera a que hundamos las manos en él, y un poder mayor que el que ningún hombre haya podido soñar nos aguarda. Tú lo compartirás conmigo, porquerizo. No confío en nadie más.

»¿Acaso quieres que algún guerrero de baja cuna nos impida adueñarnos de esos tesoros? —gritó Gwydion—. Arawn ha huido de su reino, Pryderi ha muerto y su ejército se ha dispersado. Ahora nadie puede enfrentarse a nosotros. Dame la espada, porquerizo. La mitad de un reino se halla a tu alcance…, cógelo antes de que sea demasiado tarde.

Gwydion alargó la mano.

Taran retrocedió con los ojos muy abiertos y llenos de horror.

—Señor Gwydion, éste no es el consejo que da un amigo. Es traición…

Y sólo entonces, mientras contemplaba con expresión perpleja a aquel hombre al que había honrado desde que era un muchacho, comprendió que estaba siendo engañado.

Taran desenvainó a Dyrnwyn sin perder ni un instante y alzó la hoja resplandeciente.

—¡Arawn! —jadeó, e hizo bajar el arma.

La silueta que había servido de disfraz al Señor de la Muerte se volvió borrosa antes de que el mandoble diera en su objetivo, y se esfumó. Una sombra se retorció a lo largo del pasillo y desapareció.

Los compañeros entraron corriendo en la Gran Sala, y Taran se apresuró a ir hacia ellos mientras les advertía a gritos de que Arawn aún vivía y se había escapado.

La llama del odio ardió en los ojos de Achren al oír aquellas palabras.

—Ha escapado de ti, porquerizo, mas no de mi venganza. Las recámaras secretas de Arawn no son ningún secreto para mí. Le buscaré y le encontraré sin importar dónde se haya refugiado.

Achren echó a correr como una exhalación por los serpenteantes pasillos sin esperar a los compañeros, que corrieron en pos de ella. Dejó atrás dos gruesas puertas en las que el sello del Señor de la Muerte estaba grabado a gran profundidad en la madera reforzada con herrajes. Al otro extremo de una estancia de grandes dimensiones Taran vio una silueta encogida sobre sí misma que corría hacia un enorme trono con forma de calavera.

Era Magg. El rostro del gran mayordomo estaba horriblemente blanco, le temblaban los labios y babeaba, y los ojos giraban locamente en sus órbitas. Magg avanzó tambaleándose hasta llegar al pie del trono, cogió un objeto que yacía encima de las losas, lo sujetó contra su pecho y giró sobre sí mismo para encararse con los compañeros.

—¡No os acerquéis más! —chilló Magg.

Su tono era tan imperioso que incluso Achren se detuvo y Taran, que se disponía a sacar a Dyrnwyn de su vaina, quedó horrorizado ante los rasgos convulsos de Magg.

—¿Queréis conservar la vida? —gritó Magg—. ¡Pues entonces de rodillas! Humillaos ante mí y suplicad misericordia. Yo, Magg, os haré el inmenso favor de convertiros en mis esclavos.

—Tu amo te ha abandonado —replicó Taran—, y tus traiciones han terminado.

Dio un paso hacia adelante.

Las manos de dedos delgados como patas de araña de Magg se extendieron en un gesto de advertencia, y Taran vio que el gran mayordomo sostenía en ellas una corona extrañamente labrada.

—¡Soy quien manda aquí! —gritó Magg—. Yo, Magg, Señor de Annuvin… Arawn juró que yo llevaría la Corona de Hierro. ¿Se le ha resbalado de entre los dedos? ¡Es mía, mía por derecho y por promesa!

—Se ha vuelto loco —le murmuró Taran a Fflewddur, quien estaba contemplando con cara de repugnancia cómo el gran mayordomo alzaba la corona entre balbuceos ininteligibles—. ¡Ayúdame a hacerle prisionero!

—No será tomado prisionero —exclamó Achren mientras sacaba una daga de entre los pliegues de su capa—. Su vida es mía para que se la arrebate, y morirá como morirán todos los que me han traicionado. Mi venganza empieza aquí, con un esclavo traidor, y después le tocará el turno a su amo.

—No le hagas daño —ordenó Taran mientras la reina intentaba pasar junto a él para llegar hasta el trono—. Deja que encuentre justicia de Gwydion.

Achren empezó a luchar con él, pero Eilonwy y Doli se apresuraron a sujetar los brazos de la enfurecida reina. Taran y el bardo fueron hacia Magg, quien se apresuró a lanzarse sobre el asiento del trono.

—¿Me dices que las promesas de Arawn son mentiras? —siseó el gran mayordomo mientras acariciaba la pesada corona—. Se me prometió que llevaría esta corona en la cabeza, y ahora ha sido depositada en mis manos. ¡Así será!

Magg alzó rápidamente la corona y se la puso sobre la cabeza.

—¡Magg! —gritó—. ¡Magg el Magnífico, Magg el Señor de la Muerte!

La carcajada triunfante del gran mayordomo se convirtió en un alarido, y sus manos se curvaron como garras para tensarse sobre la banda de hierro que circundaba su frente. Taran y Fflewddur retrocedieron con expresiones horrorizadas.

La corona brillaba como el hierro al rojo dentro de una fragua. Magg se retorció en la agonía mientras arañaba en vano el metal ardiente que ya se había puesto al rojo blanco, y el gran mayordomo se derrumbó del trono después de lanzar un último aullido.

Eilonwy gritó y apartó la mirada.

Gurgi y Glew habían perdido el rastro de los compañeros y estaban avanzando por el laberinto de corredores serpenteantes intentando vanamente encontrarles. Hallarse en el corazón de Annuvin hacía que Gurgi estuviera aterrorizado, y gritaba el nombre de Taran a cada paso que daba; pero la única respuesta que obtenía era el eco que volvía a él después de resonar en los salones y pasillos iluminados por las antorchas. Glew estaba tan asustado como él, y entre jadeo y jadeo el antiguo gigante encontraba el aliento suficiente para quejarse amargamente.

—¡Es demasiado! —gritó—, ¡Oh, esto es intolerable! ¿Acaso no hay fin a las cargas terribles que se dejan caer sobre mis hombros? Empujado a bordo de un navío, llevado hasta Caer Dallben, medio congelado hasta que me encontré al borde de la muerte, arrastrado a través de montañas con grave peligro para mi vida, una fortuna arrebatada de mis manos… ¡Y ahora esto! ¡Ah, cuando era un gigante nunca habría tenido que soportar el que se me tratara con semejante falta de miramientos!

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