Hoy voy a describir el campo
de batalla
tal como yo lo vi, una vez decidida
la suerte de los hombres que lucharon
muchos hasta morir,
otros
hasta seguir viviendo todavía.
No hubo elección:
murió quien pudo,
quien no pudo morir continuó andando,
los árboles nevaban lentos frutos,
era verano, invierno, todo un año
o más quizá: era la vida
entera
aquel enorme día de combate.
Por el oeste el viento traía sangre,
por el este la tierra era ceniza,
el norte entero estaba
bloqueado
por alambradas secas y por gritos,
y únicamente el sur,
tan sólo
el sur,
se ofrecía ancho y libre a nuestros ojos.
Pero el sur no existía:
ni agua, ni luz, ni sombra, ni ceniza
llenaban su oquedad, su hondo vacío:
el sur era un enorme precipicio,
un abismo sin fin de donde,
lentos,
los poderosos buitres ascendían.
Nadie escuchó la voz del capitán
porque tampoco el capitán hablaba.
Nadie enterró a los muertos.
Nadie dijo:
«dale a mi novia esto si la encuentras
un día».
Tan sólo alguien remató a un caballo
que, con el vientre abierto,
agonizante,
llenaba con su espanto el aire en sombra:
el aire que la noche amenazaba.
Quietos, pegados a la dura
tierra,
cogidos entre el pánico y la nada,
los hombres esperaban el momento
último,
sin oponerse ya,
sin rebeldía.
Algunos se murieron,
como dije,
y los demás, tendidos, derribados,
pegados a la tierra en paz al fin,
esperan
ya no sé qué
—quizá que alguien les diga:
«amigos, podéis iros, el combate...»
Entre tanto,
es verano otra vez,
y crece el trigo
en el que fue ancho campo de batalla.
Esperanza,
araña negra del atardecer.
Te paras
no lejos de mi cuerpo
abandonado, andas
en torno a mí,
tejiendo, rápida,
inconsistentes hilos invisibles,
te acercas, obstinada,
y me acaricias casi con tu sombra
pesada
y leve a un tiempo.
Agazapada
bajo las piedras y las horas,
esperaste, paciente, la llegada
de esta tarde
en la que nada
es ya posible...
Mi corazón:
tu nido.
Muerde en él, esperanza.
Despertar para encontrarme
esto:
la vida así dispuesta,
el cielo
turbio, la lluvia
que lame los cristales.
Abrir los ojos para ver
lo mismo,
poner el cuerpo en marcha para andar
lo mismo,
comenzar a vivir, pero sabiendo
el fracaso final de la hora última.
Si esto es la vida, Dios,
si éste es tu obsequio,
te doy las gracias —gracias— y te digo:
Guárdalo para ti y para tus ángeles.
Me hace daño la luz con que me alumbras,
me enloquece tu música
de pájaros,
pesa tu cielo demasiado,
oprime,
aplasta, bajo y gris, como una losa.
Todo está bien, lo sé.
Tu orden
se cumple.
Pero alguien
envenenó las fuentes
de mi vida, y mi corazón es
pasión inútil, odio
ciego, amor desorbitado,
crisol donde se funden
contrariedades con contradicciones.
Y mi voluntad sigue,
inútilmente,
empeñada en la lucha más terrible:
vivir lo mismo que si tú existieras.
Trabajé el aire,
se lo entregué al viento:
voló, se deshizo,
se volvió silencio.
Por el ancho mar,
por los altos cielos,
trabajé la nada,
realicé el esfuerzo,
perforé la luz,
ahondé el misterio.
Para nada, ahora,
para nada, luego:
humo son mis obras,
ceniza mis hechos.
... y mi corazón
que se queda en ellos.
Ayer fue miércoles toda la mañana.
Por la tarde cambió:
se puso casi lunes,
la tristeza invadió los corazones
y hubo un claro
movimiento de pánico hacia los
tranvías
que llevan los bañistas hasta el río.
A eso de las siete cruzó el cielo
una lenta avioneta, y ni los niños
la miraron.
Se desató
el frío,
alguien salió a la calle con sombrero,
ayer, y todo el día
fue igual,
ya veis,
qué divertido,
ayer y siempre ayer y así hasta ahora,
continuamente andando por las calles
gente desconocida,
o bien dentro de casa merendando
pan y café con leche, ¡qué
alegría!
La noche vino pronto y se encendieron
amarillos y cálidos faroles,
y nadie pudo
impedir que al final amaneciese
el día de hoy,
tan parecido
pero
¡tan diferente en luces y en aroma!
Por eso mismo,
porque es como os digo,
dejadme que os hable
de ayer, una vez más
de ayer: el día
incomparable que ya nadie nunca
volverá a ver jamás sobre la tierra.
Te llaman porvenir
porque no vienes nunca.
Te llaman: porvenir,
y esperan que tú llegues
como un animal manso
a comer en su mano.
Pero tú permaneces
más allá de las horas,
agazapado no se sabe dónde.
... Mañana!
Y mañana será otro día tranquilo
un día como hoy, jueves o martes,
cualquier cosa y no eso
que esperamos aún, todavía, siempre.
¿Cómo seré yo
cuando no sea yo?
Cuando el tiempo
haya modificado mi estructura,
y mi cuerpo sea otro,
otra mi sangre,
otros mis ojos y otros mis cabellos.
Pensaré en ti, tal vez.
Seguramente,
mis sucesivos cuerpos
—prolongándome, vivo, hacia la muerte—
se pasarán de mano en mano,
de corazón a corazón,
de carne a carne,
el elemento misterioso
que determina mi tristeza
cuando te vas,
que me impulsa a buscarte ciegamente,
que me lleva a tu lado
sin remedio:
lo que la gente llama amor, en suma.
Y los ojos
—qué importa que no sean estos ojos—
te seguirán a donde vayas, fieles.
Vosotras, piedras
violentamente deformadas,
rotas
por el golpe preciso del cincel,
exhibiréis aún durante siglos
el último perfil que os dejaron:
senos inconmovibles a un suspiro,
firmes
piernas que desconocen la fatiga,
músculos
tensos
en su esfuerzo inútil,
cabelleras que el viento
no despeina,
ojos abiertos que la luz rechazan.
Pero
vuestra arrogancia
inmóvil, vuestra fría
belleza,
la desdeñosa fe del inmutable
gesto, acabarán
un día.
El tiempo es más tenaz.
La tierra espera
por vosotras también.
En ella caeréis por vuestro peso,
seréis,
si no ceniza,
ruinas,
polvo, y vuestra
soñada eternidad será la nada.
Hacia la piedra regresaréis piedra,
indiferente mineral, hundido
escombro,
después de haber vivido el duro, ilustre,
solemne, victorioso, ecuestre sueño
de una gloria erigida a la memoria
de algo también disperso en el olvido.
De vosotros,
los jóvenes,
espero
no menos cosas grandes que las que realizaron
vuestros antepasados.
Os entrego
una herencia grandiosa:
sostenedla.
Amparad ese río
de sangre, sujetad con segura
mano
el tronco de caballos
viejísimos,
pero aún poderosos,
que arrastran con pujanza
el fardo de los siglos
pasados.
Nosotros somos estos
que aquí estamos reunidos,
y los demás no importan.
Tú, Piedra,
hijo de Pedro, nieto
de Piedra
y biznieto de Pedro,
esfuérzate
para ser siempre piedra mientras vivas,
para ser Pedro Petrificado Piedra Blanca,
para no tolerar el movimiento
para asfixiar en moldes apretados
todo lo que respira o que palpita.
A ti,
mi leal amigo,
compañero de armas,
escudero,
sostén de nuestra gloria,
joven alférez de mis escuadrones
de arcángeles vestidos de aceituna,
sé que no es necesario amonestarte:
con seguir siendo fuego y hierro,
basta.
Fuero para quemar lo que florece.
Hierro para aplastar lo que se alza.
Y finalmente,
tú, dueño
del oro y de la tierra
poderoso impulsor de nuestra vida,
no nos faltes jamás.
Sé generoso
con aquellos a los que necesitas,
pero guarda,
expulsa de tu reino,
mantenlos más allá de tus fronteras,
déjalos que se mueran,
si es preciso,
a los que sueñan,
a los que no buscan
más que luz y verdad,
a los que deberían ser humildes
y a veces no lo son, así es la vida.
Si alguno de vosotros
pensase
yo le diría: no pienses.
Pero no es necesario.
Seguid así,
hijos míos,
y yo os prometo
paz y patria feliz,
orden,
silencio.
No acaba aquí la historia.
Esto es sólo
una pequeña pausa para que descansemos.
La tensión es tan grande,
la emoción que desprende la trama es tan
intensa,
que todos,
bailarines y actores, acróbatas
y distinguido público,
agradecemos
la convencional tregua del entreacto,
y comprobamos
alegremente que todo era mentira,
mientras los músicos afinan sus violines.
Hasta ahora hemos visto
varias escenas rápidas que preludiaban muerte,
conocemos el rostro de ciertos personajes
y sabemos
algo que incluso muchos de ellos ignoran:
el móvil
de la traición y el nombre
de quien la hizo.
Nada definitivo ocurrió todavía,
pero
la desesperación está nítidamente
dibujada, y los intérpretes
intentan evitar el rigor del destino
poniendo
demasiado calor en sus exuberantes
ademanes, demasiado carmín en sus sonrisas
falsas,
con lo que —es evidente— disimulan
su cobardía, el terror
que dirige
sus movimientos en el escenario.
Aquellos
ineficaces y tortuosos diálogos
refiriéndose a ayer, a un tiempo
ido,
completan, sin embargo,
el panorama roto que tenemos
ante nosotros, y acaso
expliquen luego muchas cosas,
sean la clave que al final lo justifique
todo.
No olvidemos tampoco
las palabras de amor junto al estanque,
el gesto demudado, la violencia
con que alguien dijo:
«no»,
mirando al cielo,
y la sorpresa que produce
el torvo jardinero cuando anuncia:
«Llueve, señores,
llueve
todavía».
Pero tal vez sea pronto para hacer conjeturas:
dejemos
que la tramoya se prepare,
que los que han de morir recuperen su aliento,
y pensemos,
cuando el drama prosiga y el dolor
fingido
se vuelva verdadero en nuestros corazones,
que nada puede hacerse, que está próximo
el final que tenemos de antemano,
que la aventura acabará, sin duda,
como debe acabar, como está escrito,
como es inevitable que suceda.
Pájaro enorme, abres
tus alas silenciosas
y dejas
que el viento
te eleve.
Tú estás quieto, impasible,
y las ciudades
giran bajo tu vientre, pasan
rápidas, desaparecen por el otro extremo
del horizonte,
rayando
con sus veletas y sus altas cruces
el aire enrojecido de la tarde.
Puro y ajeno espectador,
te basta
con cambiar levemente de postura
para
que el continuo rebaño de montañas,
y bosques,
y ciudades,
se pierda en lentas curvas,
dé vueltas al paisaje
como un río
poderoso y tranquilo
en cuyas aguas navegamos todos
los que te contemplamos desde abajo.
Es el mundo el que pasa:
tú te quedas
inmóvil en lo alto.
Y si pliegas
las alas y desciendes, la corriente
te arrastra a ti también,
y compartes así
nuestro fugaz destino un solo instante.