A la hora del ocaso
salió un momento el sol para ponerse
y confirmó las sombras con ceniza.
¿Es algo más que el día lo que muere esta tarde?
El viento
¿qué se lleva,
qué aromas arrebata?
Desatadas de golpe, las hojas de los árboles
ciegas van por el cielo.
Pájaros altos cruzan, se adelantan
a la luz que los guía.
Sombría claridad
será ya en otra parte
—por un instante sólo—
madrugada.
Con banderas de humo alguien me advierte:
—Míralo todo bien;
eso que pasa
no volverá jamás
y es ya igual que si nunca hubiese sido
efímera materia de tu vida.
Ahora andará por otras tierras,
llevando lejos luces y esperanzas,
aventando bandadas de pájaros remotos,
y rumores, y voces, y campanas,
—ruidoso perro que menea la cola
y ladra ante las puertas entornadas.
(Entretanto, la noche, como un gato
sigiloso, entró por la ventana,
vio unos restos de luz pálida y fría,
y se bebió la última taza.)
Sí;
definitivamente el día se ha ido.
Mucho no se llevó (no trajo nada);
sólo un poco de tiempo entre los dientes,
un menguado rebaño de luces fatigadas.
Tampoco lo lloréis. Puntual e inquieto
sin duda alguna, volverá mañana.
Ahuyentará a ese gato negro.
Ladrará hasta sacarme de la cama.
Pero no será igual. Será otro día.
Será otro perro de la misma raza.
La mañana
—ese tigre
de papel de periódico—
ruge entre mis manos.
Ambigua e indecisa,
xhibiendo las fauces irascibles
en un largo bostezo,
se levanta:
va a abrevar en los ríos,
a teñirlos de rojo con sus barbas sangrientas.
Luego se precipita sobre el valle.
Las tres en punto ya;
parece que la luz, zarpa retráctil,
abandona su presa.
Pero eso,
¿quién lo sabe?
Agazapado
como una loba,
el crepúsculo espera
a que salga la luna
para aullar largamente.
Así fueron los días que recuerdo.
Los otros,
los que olvido
—¡tengo ya tantos años!—
huyeron como corzas malheridas.
¡Sol sostenido en el poniente, alta
polifonía de la luz!
Desde el otro confín del horizonte,
la montaña coral
—madera y viento—
responde con un denso acorde cárdeno
a la larga cadencia de la tarde.
El llamado crepúsculo
¿no es el rubor —efímero— del día
que se siente culpable
por todo lo que fue
—y lo que no ha sido?
Ese día fugaz
que, igual que un delincuente,
aprovecha las sombras para irse.
Súbita, inesperada, espesa nieve
ciega el último oro
de los bosques.
Un orden nuevo y frío
sucede a la opulencia del otoño.
Troncos indiferentes.
Silencio dilatado en muertos ecos.
Sólo los cuervos
protestan en voz alta,
descienden a los valles
y —airados e insolentes—
ocupan los jardines
con su negro equipaje de plumas y graznidos.
Inquietantes, incómodos, severos,
desde sus altos púlpitos marchitos
increpan a la tarde de noviembre
que exhibe todavía
entre sus galas secas
la belleza impasible de una rosa.
A Luis Ríus
Banderillero desganado.
Las guedejas del sueño cubren tu ojo derecho.
Te quedaste dormido con los brazos alzados,
y un derrote de Dios te ha atravesado el pecho.
Un piadoso pincel lavó con leves
algodones de luz tu carne herida,
y otra vez la apariencia de la vida
a florecer sobre tu piel se atreve.
No burlaste a la muerte. No pudiste.
El cuerno y el pincel, confabulados,
dejaron tu derrota confirmada.
Fue una aventura absurda, bella y triste
que aún estremece a los aficionados:
¡qué cornada, Dios mío, qué cornada!
Yo soy
la mentira y la muerte
(es decir, la verdad última
del hombre).
Sé que no hay esperanza,
pero te dije:
espera
,
con el único fin
de envenenar la vida
con la letal ponzoña de los sueños.
No hubo resurrección.
Una gran piedra
selló mi tumba,
en la que sólo había
silencio y sombra.
Nada hallaron en ella, salvo sombra y silencio.
Yo soy el que no fue
ni será nunca:
en la oquedad vacía,
la turbia resonancia de tu miedo.
Los muertos son egoístas:
hacen llorar y no les importa,
se quedan quietos en los lugares más inconvenientes,
se resisten a andar, hay que llevarlos
a cuestas a la tumba
como si fuesen niños, qué pesados.
Inusitadamente rígidos, sus rostros
nos acusan de algo, o nos advierten;
son la mala conciencia, el mal ejemplo,
lo peor de nuestra vida son ellos siempre, siempre.
Lo malo que tienen los muertos
es que no hay forma de matarlos.
Su constante tarea destructiva
es por esa razón incalculable.
Insensibles, distantes, tercos, fríos,
con su insolencia y su silencio
no se dan cuenta de lo que deshacen.
Hay tres momentos graves en la vida de un hombre,
a saber:
cuando nace,
y cuando pierde el uso de sus seres queridos.
Luego transcurre el tiempo,
y el olvido acontece,
y ya como si nada,
como si casi nada,
nos sentimos vivir en un lugar extraño.
El cuarto es conocido;
lo que pasa es que apenas tiene muebles.
Si después de estar muerto muchos años
le fuera dado al hombre el privilegio
de volver a la vida
sólo por una hora,
acaso viese el mundo tan hermoso
como jamás lo había imaginado,
y tal vez deseara
seguir en él aunque tan sólo fuese
unos instantes más
para saciar sus asombrados ojos
con toda la belleza de la tierra
—el mar, o las montañas,
la luz llenando el aire puro y quieto
de un día de verano...
Pero si le pidiesen (y tuviese memoria):
quédate aquí por siempre
,
¿qué diría?
Pétalo a pétalo, memorizó la rosa.
Pensó tanto en la rosa,
la aspiró tantas veces en su ensueño,
que cuando vio una rosa
verdadera
le dijo
desdeñoso,
volviéndole la espalda:
—mentirosa.
Debajo del poema
—laborioso mecánico—,
apretaba las tuercas a un epíteto.
Luego engrasó un adverbio,
dejó la rima a punto,
afinó el ritmo
y pintó de amarillo el artefacto.
Al fin lo puso en marcha, y funcionaba.
—
No lo toques ya más
,
se dijo.
Pero
no pudo remediarlo:
volvió a empezar,
rompió los octosílabos,
los juntó todos,
cambio por sinestesias las metáforas,
aceleró...
mas nada sucedía.
Soltó un tropo,
dejó todas las piezas
en una lata malva,
y se marchó,
cansado de su nombre.
Son los que son.
Apacibles, pacientes, divagando
en pequeños rebaños
por el recinto ajardinado,
vedlos.
O mejor, escuchadlos:
mugen difusa ciencia,
comen hojas de Plinio
y de lechuga,
devoran hamburguesas,
textos griegos,
diminutos textículos en sánscrito,
y luego
fertilizan la tierra con clásicos detritus:
alma mater
.
Si eructan,
un erudito dictum
perfuma el campus de sabiduría.
Si, silentes, meditan,
raudos, indescifrables silogismos,
iluminando un universo puro,
recorren sus neuronas fatigadas.
Buscan
—la mirada perdida en el futuro—
respuesta a los enigmas
eternos:
¿Qué salario tendré dentro de un año?
¿Es jueves hoy?
¿Cuánto
tardará en derretirse tanta nieve?
Resuena en tus palabras
un difuso clamor de verdades oscuras,
cuando me las encuentro.
Rompen
en mi memoria, siempre
sonoras, firmes, claras,
como las olas de un mar poderoso
que sumerge y levanta,
sin devolver ni arrebatar nunca del todo,
una realidad turbia y mutilada:
el tiempo, el tiempo ido.
A su conjuro,
entre gotas de sal y luz de agua,
con el tiempo
yo mismo,
restos recuperados de mí mismo
vuelven y configuran un fantasma
que dibuja en el aire el viejo gesto
—casi olvidado ya— de la esperanza.
No todo se ha perdido;
vienen
a mi memoria siempre tus palabras
—claras, firmes, sonoras—
trayéndola, llevándola.
Una voz era paz, o luz, o acaso
era fuego esa voz; todavía llama
O era viento tal vez: ved la alta rama
del olmo aún temblorosa tras su paso.
Era roja esa voz en el ocaso;
cuando la noche sus horrores trama,
vuelve su resplandor: sangre que clama
al cielo ese de los hombres, raso.
Impaciente de paz, y luminosa,
ardiente, airada, entera y verdadera,
era dura esa voz: todavía dura
airosa y alta, como si tal cosa
—alzarse en estos tiempos— nada fuera.
Admirad, ya hecha estatua, su estatura.
Ese lugar que tienes,
cielito lindo,
entre las piernas,
ese lugar tan íntimo
y querido,
es un lugar común.
Por lo citado y por lo concurrido.
Al fin, nada me importa:
me gusta en cualquier caso.
Pero hay algo que intriga.
¿Cómo
solar tan diminuto
puede ser compartido
por una población tan numerosa?
¿Qué estatutos regulan el prodigio?
Amor mío:
el tiempo turbulento pasó por mi corazón
igual que, durante una tormenta, un río pasa bajo un puente:
rumoroso, incesante, lleva lejos
hojas y peces muertos,
fragmentos desteñidos del paisaje,
agonizantes restos de la vida.
Ahora,
todo ya aguas abajo
—luz distinta y silencio—,
quedan sólo los ecos de aquel fragor distante,
un aroma impreciso a cortezas podridas,
y tu imagen entera, inconmovible,
tercamente aferrada
—como la rama grande
que el viento desgajó de un viejo tronco—
a la borrosa orilla de mi vida.
Acusado por los críticos literarios de realista,
mis parientes en cambio me atribuyen
el defecto contrario;
afirman que no tengo
sentido alguno de la realidad.
Soy para ellos, sin duda, un funesto espectáculo:
analistas de textos, parientes de provincias,
he defraudado a todos, por lo visto;
¡qué le vamos a hacer!
Citaré algunos casos:
Ciertas tías devotas no pueden contenerse,
y lloran al mirarme.
Otras mucho más tímidas me hacen arroz con leche,
como cuando era niño,
y sonríen contritas, y me dicen:
qué alto
,
si te viese tu padre...
,
y se quedan suspensas, sin saber qué añadir.
Sin embargo, no ignoro
que sus ambiguos gestos
disimulan
una sincera compasión irremediable
que brilla húmedamente en sus miradas
y en sus piadosos dientes postizos de conejo.
Y no sólo son ellas.
En las noches,
mi anciana tía Clotilde regresa de la tumba
para agitar ante mi rostro sus manos sarmentosas
y repetir con tono admonitorio:
¡Con la belleza no se come!
¿Qué piensas que es la vida?
Por su parte,
mi madre ya difunta, con voz delgada y triste,
augura un lamentable final de mi existencia:
manicomios, asilos, calvicie, blenorragia.
Yo no sé qué decirles, y ellas
vuelven a su silencio.
Lo mismo, igual que entonces.Como cuando era niño.
Parece
que no ha pasado la muerte por nosotros.