Pastor de vientos, desde
los infinitos horizontes
acuden los rebaños a tus manos.
Seguro el porvenir, miras el ancho
paisaje de colinas, esperando
la brisa que te traiga
aquel aroma dócil a tomillo
o el hondo olor a bosque del invierno.
La lluvia viene luego, infatigable,
y se acuesta a tus pies formando charcos
que emigran hacia el cielo en el verano.
Y por el aire bajan
pájaros y perfumes, hojas secas,
mil cosas
que tú dejas o guardas con mirada profunda.
Cada día te trae una sorpresa,
y tú cantas,
pastor,
cantas o silbas
a las altas estrellas también tuyas.
Ha estallado una perla, y las cenizas
de la libertad,
empujadas por el viento del Caribe,
siembran el desconcierto y el terror
entre los responsables de un continente inmenso.
Desde la Casa Blanca a la Rosada,
todos los techos de las Grandes Casas
están amenazados
por el irreparable, cruel desastre:
ha estallado una perla, y los residuos
de la dignidad
pueden contaminar a mucha gente.
Es preciso evitarlo, porque
si los indios que obtienen el estaño y el cobre
en las minas de Chile y de Bolivia,
si los habitantes de los suburbios de Buenos Aires
y los desposeídos del Perú,
si los oscuros buscadores de caucho
y los integrantes de las tribus de Paraguay y de Colombia,
si los analfabetos ciudadanos de Méjico
inscritos en el centro de electores y borrados del
Registro de la propiedad,
si los que fertilizan con su sudor las plantaciones
de azúcar y café,
si los que recortan las pesadas selvas a golpe de machete
para incrementar la producción mundial de piñas en conserva,
si todos ellos y sus otros muchos
hermanos
en la desnutrición
sufriesen en su carne
la quemadura de la nefanda escoria
de la dignidad,
acaso
pretendiesen ser libres.
Y entonces
¿qué sería de las grandes Compañías,
de los trusts y los cártels,
de los jugadores de Bolsa
y de los propietarios de prostíbulos?
En nombre de esos valores fundamentales
y de otros menos cotizados,
alguien debe hacer algo
para evitarlo.
Pero
ha estallado una perla.
Peligroso es ahora el viento del Caribe.
Entre el olor salobre de la mar,
y el aroma más denso de las frutas del Trópico,
entre el brillante polen de las flores
que crecen donde el sol es un flagelo
infatigable y amarillo,
entre plumas de verdes papagallos,
y golpes de guitarras, y sonrisas
blancas como canciones en la noche,
el viento arrastra una semilla
perfumada y violenta,
una simiente fina como el polvo,
nube dorada o resplandor sin nube,
que los tifones lanzan —trizada
perla— contra las costas más lejanas,
y las brisas recogen y pasean
y las lluvias abaten —astillada
Antilla— sobre el suelo,
tormenta ciega o cielo derribado
—izada Cuba, como una bandera—
llama implacable o luz definidora,
mas siempre pura, viva, poderosa,
fértil semilla de la libertad.
Aquí paz,
y después gloria.
Aquí,
a orillas de Francia,
en donde Cataluña no muere todavía
y prolonga en carteles de «Toros à Ceret»
y de «Flamencos Show»
esa curiosa España de las ganaderías
de reses bravas y de juergas sórdidas,
reposa un español bajo una losa:
paz
y después gloria.
Dramático destino,
triste suerte
morir aquí
—paz
y después...—
perdido,
abandonado
y liberado a un tiempo
(ya sin tiempo)
de una patria sombría e inclemente.
Sí; después gloria.
Al Final del verano,
por las proximidades
pasan trenes nocturnos, subrepticios,
rebosantes de humana mercancía:
manos de obra barata, ejército
vencido por el hambre
—paz...—,
otra vez desbandada de españoles
cruzando la frontera, derrotados
—...sin gloria.
Se paga con la muerte
o con la vida,
pero se paga siempre una derrota.
¿Qué precio es el peor?
Me lo pregunto
y no sé qué pensar
ante esta tumba,
ante esta paz
—«Casino
de Canet: spanish gipsy dancers»,
rumor de trenes, hojas...—,
ante la gloria ésta
—...de reseco laurel—
que yace aquí, abatida
bajo el ciprés erguido,
igual que una bandera al pie de un mástil.
Quisiera,
a veces,
que borrase el tiempo
los nombres y los hechos de esta historia
como borrará un día mis palabras
que la repiten siempre tercas, roncas.
Durante muchos siglos
la costumbre fue ésta:
aleccionar al hombre con historias
a cargo de animales de voz docta,
de solemne ademán o astutas tretas,
tercos en la maldad y en la codicia
o necios como el ser al que glosaban.
La humanidad les debe
parte de su virtud y su sapiencia
a asnos y leones, ratas, cuervos,
zorros, osos, cigarras y otros bichos
que sirvieron de ejemplo y moraleja,
de estímulo también y de escarmiento
en las ajenas testas animales,
al imaginativo y sutil griego,
al severo romano, al refinado
europeo,
al hombre occidental, sin ir más lejos.
Hoy quiero —y perdonad la petulancia—
compensar tantos bienes recibidos
del gremio irracional
describiendo algún hecho sintomático,
algún matiz de la conducta humana
que acaso pueda ser educativo
para las aves y para los peces,
para los celentéreos y mamíferos,
dirigido lo mismo a las amebas
más simples
como a cualquier especie vertebrada.
Ya nuestra sociedad está madura,
ya el hombre dejá atrás la adolescencia
y en su vejez occidental bien puede
servir de ejemplo al perro
para que el perro sea
más perro,
y el zorro más traidor,
y el león más feroz y sanguinario,
y el asno como dicen que es el asno,
y el buey más inhibido y menos toro.
A toda bestia que pretenda
perfeccionarse como tal
—ya sea
con fines belicistas o pacíficos,
con miras financieras o teológicas,
o por amor al arte simplemente—
no cesaré de darle este consejo:
que observe al homo sapiens, y que aprenda.
Sí, fue un malententido.
Gritaron "¡a las urnas!"
y él entendió "¡a las armas!"- dijo luego.
Era pundonoroso y mató mucho.
Con pistolas, con rifles, con decretos.
Cuando envainó la espada dijo, dice:
la democracia es lo perfecto.
El público aplaudió. Sólo callaron,
impasibles, los muertos.
El deseo popular será cumplido.
A partir de esta hora soy —silencio—
el Jefe, si queréis. Los disconformes
que levanten el dedo.
Inmóvil mayoría de cadáveres
le dio el mando total del cementerio.
El perfecto funcionario,
el ciudadano honesto,
tras largos años de servicios al Estado
y al onanismo —era de estado viudo—,
había logrado con el tiempo
una estructura ósea funcional
perfectamente adaptada al pupitre
sobre el que se inclinaba cada día
ocho horas
(desde las nueve en punto
de todas las mañanas,
desde el centro ferviente
de todos sus deseos),
ocho horas,
sabedlo,
ocho diarias
horas
dedicadas
a delicadas
manipulaciones
con míticos papeles que él no osaba
comprender,
pero que resumía
en el Libro Registro
con grácil perfección de pendolista.
Un esqueleto así, una paciencia
tan valiosa,
un talento
llevado hasta los límites más fértiles
de su especialidad: caligrafía,
una puntualidad tan bien lograda,
un temblor tan notorio ante los jefes,
no podían quedar sin recompensa.
Y de ese modo
obtuvo los ascensos que marca el Reglamento,
el derecho
a pagar mensualmente
la cuota titulada del Seguro
de Vejez (
luego es seguro
—pensaba—
que si pago por esto
moriré muy anciano, ya no hay duda
),
la percepción del Plus de Carestía
de Vida (
es formidable:
la vida sube, es cierto, pero en cambio
todo —y aún hay quien protesta—
está previsto
),
y un sin par privilegio consistente
en el deber de usar corbata, y hasta
de afeitarse tres veces por semana.
De su bronquitis y de su miopía
—mañanas frías, documentos largos—
preferible es no hablar
en atención a su modestia. Sólo
recordaremos su presencia de ánimo,
su indiferencia frente a los elogios,
cuando
—con ocasión de no sé qué acto público—
alguien habló del brillo de la virtud,
y él trató de ocultar contra un pupitre
los codos grises de su americana
resplandecientes y delgados como
el plumaje de plata de un arcángel.
Y en fin, para qué más. Su biografía
—es decir, su expediente—
se cerró un día de brumoso enero. El asma
pudo con el tesón y la costumbre
y logró sujetar ya para siempre
aquel cuerpo que iba y que tosía
cada mañana en punto hacia una mesa,
cada jornada entera hasta muy tarde.
Esa mano indomable con la pluma,
esa honesta
testa que detestaba el pensamiento
(
o se piensa o se cumple lo ordenado
,
solía murmurar), yacen ahora
confundidas con huesos menos nobles
bajo una piedra idéntica a otras muchas.
Solamente su nombre y su apellido
de teórico ser civil y humano
dan fe de una existencia inexistente,
cubren las apariencias de una vida
que nunca fue más real que ahora, cuando
al olvido que incide en su memoria
se opone el fiel contraste de la muerte.
Si yo fuese Dios
y tuviese el secreto,
haría
un ser exacto a ti;
lo probaría
(a la manera de los panaderos
cuando prueban el pan, es decir:
con la boca),
y si ese sabor fuese
igual al tuyo, o sea
tu mismo olor, y tu manera
de sonreír,
y de guardar silencio,
y de estrechar mi mano estrictamente,
y de besarnos sin hacernos daño
—de esto sí estoy seguro: pongo
tanta atención cuando te beso—;
entonces,
si yo fuese Dios,
podría repetirte y repetirte,
siempre la misma y siempre diferente,
sin cansarme jamás del juego idéntico,
sin desdeñar tampoco la que fuiste
por la que ibas a ser dentro de nada;
ya no sé si me explico, pero quiero
aclarar que si yo fuese
Dios, haría
lo posible por ser Ángel González
para quererte tal como te quiero,
para aguardar con calma
a que te crees tú misma cada día,
a que sorprendas todas las mañanas
la luz recién nacida con tu propia
luz, y corras
la cortina impalpable que separa
el sueño de la vida,
resucitándome con tu palabra,
Lázaro alegre,
yo,
mojado todavía
de sombras y pereza,
sorprendido y absorto
en la contemplación de todo aquello
que, en unión de mí mismo,
recuperas y salvas, mueves, dejas
abandonado cuando —luego— callas...
(Escucho tu silencio.
Oigo
constelaciones: existes.
Creo en ti.
Eres.
Me basta.)
Son pocos.
La primavera está muy prestigiada, pero
es mejor el verano.
Y también esas grietas que el otoño
forma al interceder con los domingos
en algunas ciudades
ya de por sí amarillas como plátanos.
El invierno elimina muchos sitios:
quicios de puertas orientadas al norte,
orillas de los ríos,
bancos públicos.
Los contrafuertes exteriores
de las viejas iglesias
dejan a veces huecos
utilizables aunque caiga nieve.
Pero desengañémonos: las bajas
temperaturas y los vientos húmedos
lo dificultan todo.
Las ordenanzas, además, proscriben
la caricia (con exenciones
para determinadas zonas epidérmicas
—sin interés alguno—
en niños, perros y otros animales)
y el «no tocar, peligro de ignominia»
puede leerse en miles de miradas.
¿A dónde huir, entonces?
Por todas partes ojos bizcos,
córneas torturadas,
implacables pupilas,
retinas reticentes,
vigilan, desconfían, amenazan.
Queda quizá el recurso de andar solo,
de vaciar el alma de ternura
y llenarla de hastío e indiferencia,
en este tiempo hostil, propicio al odio.