Siempre alguna mujer me llevó de la nariz
(para no hacer mención de otros apéndices).
Anillado
como un mono doméstico,
salté de cama en cama.
¡Cuánta zalema alegre,
qué equilibrios tan altos y difíciles,
qué acrobacias tan ágiles,
qué risa!
Aunque era un espectáculo hilarante,
hubo quien se dolió de mis piruetas,
lo cual no es nada extraño:
en semejante trance
yo mismo
me rompí el alma en más de una ocasión.
Es una pena que esos golpes
que, entregados al júbilo del vuelo,
entonces casi no sentimos,
algunas tardes ahora,
en el otoño,
cuando amenaza lluvia
y viene el frío,
nos vuelvan a doler tanto en el alma;
renovado dolor que no permite
reconciliar el sueño interrumpido.
En esas condiciones no hay alivio posible:
ni el bálsamo falaz de la nostalgia,
ni el más firme consuelo del olvido.
Cuando era joven quería vivir en una ciudad grande.
Cuando perdí la juventud quería vivir en una ciudad pequeña.
Ahora quiero vivir.
Ante los ojos de los muertos
abiertos sólo para la eternidad,
el topo,
horadando su túnel tercamente,
pasó ágil y veloz como una golondrina.
Si nuestro reino no fue de este mundo,
y sabemos de cierto que no hay otro,
dime lo que nos queda,
amigo,
dime lo que nos queda.
Ni siquiera deseos, ni siquiera esperanza;
un confuso montón de sueños negros,
eso es lo que nos queda,
amigo,
un confuso montón sólo de sueños.
Cada vez más pequeño.
Ya cabe en un pañuelo, igual que el llanto.
Pero cómo nos pesa,
amigo,
pero cómo nos pesa.
Más cuanto menos.
La brisa del mar próximo
abrió un espacio de luz en el invierno.
Regresaban a ti,
en la hora más triste,
como el milagro de otra primavera
que nunca llegaría,
esos días azules y ese sol de la infancia.
Qué habrán iluminado en tu hondo sentimiento,
qué imágenes de patios olorosos a azahar,
qué perfume a jazmín traerían a tu ensueño
entre un rumor de fuentes esos días azules...
¿Ensueño todavía, o tan sólo memoria?
No; allá en el fondo de la mar no sueñan
los frutos de oro:
sólo estéril arena, piedras negras,
anémonas amargas, sin aroma.
(Mañana es nunca ya, tal vez pensabas.)
Y sin embargo,
piadosa luz,
y muerte más piadosa que la vida,
que detuvo en los lienzos del recuerdo
contigo hacia la sombra,
tan lejanos y claros,
tan imposibles ya,
pero contigo, en ti al fin para siempre
—mañana es nunca, nunca, nunca—
esos días azules y ese sol de la infancia.
Recuerda aún los adverbios temporales
ahora, nunca, luego,
todavía, ya no...
Y repite, obstinado, alguno de ellos:
antes, después...
Solamente un olvido le atormenta:
después, antes... ¿de qué?
Deja para mañana
lo que podrías haber hecho hoy
(y comenzaste ayer sin saber cómo).
Y que mañana sea mañana siempre;
que la pereza deje inacabado
lo destinado a ser perecedero;
que no intervenga el tiempo,
que no tenga materia en que ensañarse.
Evita que mañana te deshaga
todo lo que tú mismo
pudiste no haber hecho ayer.
Si yo tuviese veinte años menos de los que tengo ahora,
sería aquel que en 1965 se decía:
si yo tuviese veinte años menos de los que tengo ahora,
sería aquel que en 1945 se decía:
si yo tuviese veinte años más de los que tengo ahora...
Todavía un instante, mientras todo se apaga,
la piedra que recoge lo que el cielo desdeña,
esa mancha de luz
para cuando no quede,
un poco de calor
para cuando la noche...
Todavía un instante, mientras todo se pierde,
la memoria que guarda la belleza de un rostro,
esos ojos lejanos que derraman
su claridad aquí, tan dulce y leve,
este amor obstinado
para cuando el olvido...
Pero el olvido nunca:
un instante final que se transforma en siempre,
la luz sobre la piedra,
la mirada
que dora tenuemente todavía
—después de haber mirado—
la penumbra de un sueño...
Largo es el arte; la vida en cambio corta
como un cuchillo.
Pero nada ya ahora
—ni siquiera la muerte, por su parte
inmensa—
podrá evitarlo:
exento, libre,
como la niebla que al romper el día los
hondos valles del invierno exhalan,
creciente en un espacio sin fronteras,
este amor ya sin mí te amará siempre.
El otoño se acerca con muy poco ruido:
apagadas cigarras, unos grillos apenas,
defienden el reducto
de un verano obstinado en perpetuarse,
cuya suntuosa cola aún brilla hacia el oeste.
Se diría que aquí no pasa nada,
pero un silencio súbito ilumina el prodigio:
ha pasado
un ángel
que se llamaba luz, o fuego, o vida.
Y lo perdimos para siempre.
Todo el mundo era pobre en aquel tiempo,
todos entretejían
sin saberlo
—a veces sonreían—
los hilos de tristeza
que formaban la trama de la vida
(inconsistente tela, pero
qué estambre terco, la esperanza).
Unas hebras
de amor doraban
un extremo de aquel tapiz sombrío
en el que yo era un niño que corría
no sé de qué o hacia dónde,
tal vez hacia el espacio luminoso
que urdían incansables
las obstinadas manos amorosas.
Nunca llegué a esa luz.
Cuando iba a alcanzarla,
el tiempo, más veloz,
ya la había recubierto con su pátina.
¿Con qué lo redimimos,
aquel tiempo sombrío?
¿Con qué pagamos la alegría de ahora,
el envoltorio de bisutería
que ocupa hoy el lugar
del amor verdadero, del más puro
amor forjado
en el dolor y la desesperanza? ¿Qué entregamos
como compensación de tan desigual trueque?
Las más sucias monedas: la traición, el olvido.
Quién es el que está aquí, y dónde:
¿dentro o fuera?
¿Soy yo el que siente y el que da sentido
al mundo?
¿O es el secreto corazón del mundo
—remoto, inaccesible—
el que me da sentido a mí?
Qué lejos siempre entonces ya de todo,
incluso de mí mismo;
qué solo y qué perdido yo,
aquí o allí.
Si te llamaras Elvira,
tu vientre sería aún más terso y con más nácar.
Pero tan sólo el nombre de Mercedes
depositado por mis labios en tu cintura
condensaría la forma de esa espuma indecisa
que recorre tu espalda cuando duermes de bruces.
Respóndeme cuando te diga: Olga,
y verás que en tus pechos un rubor palidece.
El nombre de María te volvería traslúcida.
Guarda silencio si te llamara por un nombre
que no pronuncio nunca,
porque si entonces respondieses
tus ojos —y los míos— se anegarían en llanto.
Una prueba final;
cuando sonríes
te pienso Irene,
y la sonrisa tuya es más que tu sonrisa:
amanece sin sombras la alegría del mundo.
¿Y si te llamo como tú te llamas...?
Entonces
descubriría una verdad:
en el principio no era el verbo.
El nácar y la espuma,
la palidez rosada,
la transparencia, el llanto, la alegría:
todo estaba ya en ti.
Los nombres que te invento no te crean.
Sólo
—a veces
son como luz los nombres...—
te iluminan.
A veces, las palabras se posan sobre las cosas como una mariposa sobre una flor, y las recubren de colores nuevos.
Sin embargo, cuando pienso tu nombre, eres tú quien le da a la palabra color, aroma, vida.
¿Qué sería tu nombre sin ti?
Igual que la palabra rosa sin la rosa:
un ruido incomprensible, torpe, hueco.
1.
Sé que llegará el día en que ya nunca
volveré a contemplar
tu mirada curiosa y asombrada.
Tan sólo en tus pupilas
compruebo todavía,
sorprendido,
la belleza del mundo
—y allí, en su centro, tú,
iluminándolo.
Por eso, ahora,
cuando aún es posible,
mírame mirarte;
mete todo tu asombro
en mi mirada,
déjame verte mientras tú me miras
también a mí,
asombrado
de ver por ti y a ti, asombrosa.
2.
Quise mirar el mundo con tus ojos
ilusionados, nuevos,
verdes en su fondo
como la primavera.
Entré en tu cuerpo lleno de esperanza
para admirar tanto prodigio desde
el claro mirador de tus pupilas.
Y fuiste tú la que acabaste viendo
el fracaso del mundo con las mías.
Del fragmento deduzco la grandeza.
De la totalidad, la pequeñez...
La distancia más corta entre dos puntos:
la que media entre el tigre y la gacela.
Sed en Castilla.
¡Nuestro gozo en un pozo!
Triste gracia.
Se murió de risa.
Cayó la noche.
Se hizo trizas de luz el firmamento.
Marzo es el mes más cruel.
La primavera apunta.
¡Fuego!
¿Sangre en la tierra? ¡Rosas! ¡Rosas rojas!
Sin pies, pero con cabeza.
Si fueran
descabelladas fantasías
¿cómo iban a peinarse
con sus peines de nácar
las sirenas?
Tan lejos, hoy, de aquello,
pervive sin embargo tanto entonces aquí,
que ahora me parece que no fue ayer
un sueño.
En contra de lo que suele decirse
la pregunta debe estar detrás de la respuesta.
Porque la pregunta sólo tiene sentido
en contra de lo que suele decirse.
* * *
No interrogues dos veces a quien guarda silencio,
porque el silencio es la única respuesta.
* * *
Pero no es cierto;
hay algunas respuestas verdaderas:
nunca, nada, jamás, tampoco, no, mentira.
* * *
¿Niega y acertarás?
Mentira, no, jamás, tampoco, nunca.
Un tonto habla de un tonto
(ambos ilustres).
Se jalea el discurso.
Cientos, miles de tontos,
lo escuchan asombrados, reverentes.
Creen que son tontos
porque no entienden nada.
(Lo son por otras causas;
ahí no hay nada que entender)
y disimulan:
¡Qué hermoso es el vestido
de nuestro emperador!
,
dicen ufanos.
Y nuestro emperador los saludaba
con la misma ufanía,
adiposo y lampiño,
orondo, circunciso, varicoso.
Al lector se le llenaron de pronto los ojos de lágrimas
y una voz cariñosa le susurró al oído
—¿Por qué lloras, si todo
en ese libro es de mentira?
Y él respondió:
—Lo sé;
pero lo que yo siento es de verdad.
Luna de abajo,
en el fondo del pozo,
blanca en los charcos de la bocamina,
inmóvil
en las aguas del río
que no pueden llevarla
—a ella, tan ligera—
en su corriente.
Luna
que no refleja al sol,
sino a sí misma
igual que un sueño que engendrase un sueño.
Luna de abajo,
luna por los suelos,
para los transeúntes de la noche,
que vuelven a sus casas cabizbajos.
Luna entre el barro, entre los juncos, entre
las barcas que dormitan en los puertos; luna
que es a la vez mil lunas y ninguna,
evanescente, mentirosa luna,
tan próxima a nosotros, y no obstante
aún más inalcanzable que la otra.
Absuelto por la música,
emerjo del Jordán del contrapunto
limpio de pasado:
nada que recordar.
Todo ante mí, como ante Dios, presente.
Ahora
esa fuga
de lo que se deslíe
en la pura corriente de la vida,
es imposible ya:
la refrena
—y tú no lo creías—
con firmeza un violín,
y todo permanece
no en la memoria de un ayer ya muerto,
sino en su terco, reiterado curso.
Tranquilo, corazón; en tus dominios
—así como los oyes—,
lo que fue sigue siendo y será siempre.