... y las muchachas andan con las piernas desnudas:
¿por qué las utilizan
para andar?
Mentalmente repaso
oficios convincentes
para ellas —las piernas—,
digamos: situaciones
más útiles al hombre
que las mira
despacio,
silbando entre los dientes una canción recuperada apenas
—
ese oficio no me gusta...
—
en el acantilado del olvido.
Si bien se mira, bien se ve que todas
son bellas: las que pasan
llevando hacia otro sitio
cabellos, voces, senos,
ojos, gestos, sonrisas;
las que permanecen
cruzadas,
dobladas como ramas bajo el peso
de la belleza cálida, caída
desde el dulce abandono de los cuerpos sentados;
las esbeltas y largas;
las tersas y bruñidas; las cubiertas
de leve vello, tocadas por la gracia
de la luz, color miel, comestibles
y apetitosas como frutas frescas;
y también —sobre todo— aquellas que demoran
su pesado trayecto hasta el tobillo
en el curvo perfil que delimita
las pueriles, alegres, inocentes,
irreflexivas, blancas pantorrillas.
Pensándolo mejor, duele mirarlas:
tanta gracia dispersa, inaccesible,
abandonada entre la primavera,
abruma el corazón del conmovido
espectador
que siente la humillante quemadura
de la renuncia,
y maldice en voz baja,
y se apoya en la verja el estanque,
y mira el agua,
y ve su propio rostro,
y escupe distraído, mientras sigue
con los ojos los círculos
que trazan en la tensa superficie
su soledad, su miedo, su saliva.
Elena despertó a las dos y cinco,
abrió despacio las contraventanas
y el sol de invierno hirió sus ojos
enrojecidos. Apoyada
la frente en el cristal,
miró a la calle: niños con bufandas,
perros. Tres curas
paseaban.
En ese mismo instante,
Dora comenzaba
a ponerse las medias.
Las ligas le dejaban
una marca en los muslos ateridos.
Al encender la radio —«Aída:
marcha triunfal»—,
recordaba palabras
—«Dora, Dorita, te amo»—
a la vez que intentaba
reconstruir el rostro de aquel hombre
que se fue ayer —es decir, hoy— de madrugada,
y leía distraída una moneda:
«Veinticinco pesetas.» «... por la gracia
de Dios.»
(Y por la cama)
Eran las tres y diez cuando Conchita
se estiraba
la piel de las mejillas
frente al espejo. Bostezó. Miraba
su propio rostro con indiferencia.
Localizó tres canas
en la raíz oscura de su pelo
amarillo. Abrió luego una caja
de crema rosa, cuyo contenido
extendió en torno a su nariz. Bostezaba,
y aprovechó aquel gesto
indefinible para
comprobar el estado
de una muela cariada
allá en el fondo de sus fauces secas,
inofensivas, turbias, algo hepáticas.
Por otra parte,
también se preparaba
la ciudad.
El tren de las catorce treinta y nueve
alteró el ritmo de las calles. Miradas
vacilantes, ojos
confusos, planteaban
imprecisas preguntas
que las bocas no osaban
formular.
En los cafés, entraban
y salían los hombres, movidos
por algo parecido a una esperanza.
Se decía que aún era temprano. Pero
a las cuatro, Dora comenzaba
a quitarse las medias —las ligas
dejaban una marca
en sus muslos.
Lentas, solemnes, eclesiásticas,
volaban de las torres
palomas y campanas.
Mientras
se bajaba la falda,
Conchita vio su cuerpo
—y otra sombra vaga—
moverse en el espejo
de su alcoba. En las calles y plazas
palidecía la tarde de diciembre. Elena
cerró despacio las contraventanas.
En el jardín germinan los cadáveres.
La pompa de la rosa
jamás, no, nunca es fúnebre.
Únicamente, al entreabrir sus pétalos
devuelve una de tantas
sonrisas que no, nunca, jamás se produjeron
y que la tierra se tragó nonatas.
Lo mismo
podríamos afirmar de las magnolias
respecto
al impreciso nácar de esas ingles
jamás, nunca, no vistas hasta ahora
con una opacidad tan delicada,
luminosa y sombría al mismo tiempo
(Pienso:
cuando tú hayas muerto,
¿qué flor será capaz de recoger
aunque tan sólo sea
una mínima parte
del perfil delicado de tu cuello?;
jamás, ninguna, nunca,
—pienso.)
La brisa,
al conmover las ramas del cerezo,
dispersa
una eyaculación de leves hojas blancas
sobre los ojerosos pensamientos:
así retorna al aire un afán enterrado,
vuelve a latir, regresa
un perdido deseo.
Hay margaritas entre el césped —¡cuántas!
Circulan transeúntes macilentos
por los senderos soleados. Rezan
—luego existimos, creen. Pasan
sin escuchar el grito luminoso
de los lirios,
sin advertir el gesto
de las dalias doradas, que señalan
sus lúgubres figuras con sus múltiples dedos.
Pronto lo veréis todo a través de mi tallo
—susurra un nomeolvides—,
periscopio final de vuestros sueños
.
Se murió diez centímetros tan sólo:
una pequeña muerte que afectaba
a tres muelas cariadas y a una uña
del pie llamado izquierdo y a cabellos
aislados, imprevistos.
Oraron lo corriente, susurrando:
«Perdónalas, Señor, a esas tres muelas
por su maldad, por su pecaminosa
masticación. Muelas impías,
pero al fin tuyas como criaturas».
El mismo estaba allí,
serio, delante
de sus restos mortales diminutos:
una prótesis sucia, unos cabellos.
Los amigos querían consolarle,
pero sólo aumentaban su tristeza.
«Esto no puede ser, esto no puede
seguir así. O mejor dicho:
esto debe seguir a mejor ritmo.
Muérete más. Muérete al fin del todo».
Él estrechó sus manos, enlutado,
con ese gesto falso, compungido,
de los duelos más sórdidos.
«Os juro
—se echó a llorar, vencido por la angustia—
que yo quiero morir mi sentimiento,
que yo quiero hacer piedra mi conducta,
tierra mi amor, ceniza mi deseo,
pero no puede ser, a veces hablo,
me muevo un poco, me acatarro incluso,
y aquéllos que me ven, lógicamente,
deducen que estoy vivo,
mas no es cierto:
vosotros, mis amigos,
deberiais saber que, aunque estornude,
soy un cadaver muerto por completo.
Dejo caer los brazos, abatido,
se desprendió un gusano de la manga,
pidió perdon y recogió el gusano
que era sólo un fragmento
de la totalidad de la esperanza.
Porque se tiene conciencia de la inutilidad de tantas cosas
a veces uno se sienta tranquilamente a la sombra de un árbol
en verano
y se calla.
(? ¿Dije tranquilamente? falso, falso:
uno se sienta inquieto, haciendo extraños gestos,
pisoteando las hojas abatidas
por la furia de un otoño sombrío,
destrozando con los dedos el cartón inocente de una caja de fósforos,
mordiendo injustamente las uñas de esos dedos,
escupiendo en los charcos invernales,
golpeando con el puño cerrado la piel rugosa de las casas
que permanecen indiferentes al paso de la primavera
una primavera urbana que asoma con timidez los flecos
de sus cabellos verdes allá arriba,
detrás del zinc oscuro de los canalones,
levemente arraigada a la materia efímera de las tejas a
punto de ser de polvo.)
Eso es cierto, tan cierto
como que tengo un nombre con alas celestiales,
arcangélico nombre que a nada corresponde:
Ángel
me dicen
y yo me levanto
disciplinado y recto
con las alas mordidas
—quiero decir: las uñas—
y sonrío y me callo porque, en último extremo,
uno tiene conciencia
de la inutilidad de todas las palabras.
Los pianos golpean con sus colas
enjambres de violines y de violas.
Es el vals de las solas
y solteras,
el vals de las muchachas casaderas,
que arrebata por rachas
su corazón raído de muchachas.
A dónde llevará esa leve brisa,
a qué jardín con luna esa sumisa
corriente
que gira de repente
desatando en sus vueltas
doradas cabelleras, ahora sueltas,
borrosas, imprecisas
en el río de música y metralla
que es un vals cuando estalla
sus trompetas,
Todavía inquietas,
vuelan las flautas hacia el cordelaje
de las arpas ancladas en la orilla
donde los violoncelos se han dormido.
Los oboes apagan el paisaje.
Las muchachas se apean en sus sillas,
se arreglan el vestido
con manos presurosas y sencillas,
y van a los lavabos, como después de un viaje.
Esa música...
Insiste, hace daño
en el alma.
Viene tal vez de un tiempo
remoto, de una época imposible
perdida para siempre.
Sobrepasa los límites
de la música. Tiene materia,
aroma, es como polvo de algo
indefinible, de un recuerdo
que nunca se ha vivido,
de una vaga esperanza irrealizable.
Se llama simplemente: canción.
Pero no es sólo eso.
Es también la tristeza.
Cuando es invierno en el mar del Norte
es verano en Valparaíso.
Los barcos hacen sonar sus sirenas al entrar en el puerto de Bremen con jirones de niebla y de hielo en sus cabos,
mientras los balandros soleados arrastran por la superficie del Pacífico Sur bellas bañistas.
Eso sucede en el mismo tiempo,
pero jamás en el mismo día.
Porque cuando es de día en el mar del Norte
—brumas y sombras absorbiendo restos
de sucia luz—
es de noche en Valparaíso
—rutilantes estrellas lanzando agudos dardos
a las olas dormidas.
Cómo dudar que nos quisimos,
que me seguía tu pensamiento
y mi voz te buscaba —detrás,
muy cerca, iba mi boca.
Nos quisimos, es cierto, y yo sé cuánto:
primaveras, veranos, soles, lunas.
Pero jamás en el mismo día.
Una revolución.
Luego una guerra.
En aquellos dos años —que eran
la quinta parte de toda mi vida—,
yo había experimentado sensaciones distintas.
Imaginé más tarde
lo que es la lucha en calidad de hombre.
Pero como tal niño,
la guerra, para mí, era tan sólo:
suspensión de las clases escolares,
Isabelita en bragas en el sótano,
cementerios de coches, pisos
abandonados, hambre indefinible,
sangre descubierta
en la tierra o las losas de la calle,
un terror que duraba
lo que el frágil rumor de los cristales
después de la explosión,
y el casi incomprensible
dolor de los adultos,
sus lágrimas, su miedo,
su ira sofocada,
que, por algún resquicio,
entraban en mi alma
para desvanecerse luego, pronto,
ante uno de los muchos
prodigios cotidianos: el hallazgo
de una bala aún caliente
el incendio
de un edificio próximo,
los restos de un saqueo
—papeles y retratos
en medio de la calle...
Todo pasó,
todo es borroso ahora, todo
menos eso que apenas percibía
en aquel tiempo
y que, años más tarde,
resurgió en mi interior, ya para siempre:
este miedo difuso,
esta ira repentina,
estas imprevisibles
y verdaderas ganas de llorar.
Recuerdo
bien
a mi madre.
Tenía miedo del viento,
era pequeña
de estatura,
la asustaban los truenos,
y las guerras
siempre estaba temiéndolas
de lejos,
desde antes
de la última ruptura
del Tratado suscrito
por todos los ministros de asuntos exteriores.
Recuerdo
que yo no comprendía.
El viento se llevaba
silbando
las hojas de los árboles,
y era como un alegre barrendero
que dejaba las niñas
despeinadas y enteras,
con las piernas desnudas e inocentes.
Por otra parte, el trueno
tronaba demasiado, era imposible
soportar sin horror esa estridencia,
aunque jamás ocurría nada luego:
la lluvia se encargaba de borrar
el dibujo violento del relámpago
y el arco iris ponía
un bucólico fin a tanto estrépito.