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Authors: Frédéric Beigbeder

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—Mirad, mi futuro hijo. ¿No os parezco supertierno de repente?

Pero sólo recoge un merecido fracaso como respuesta.

La ciudad de las cuatro mil viviendas se va encogiendo en el retrovisor. Octave ya no sabe ni ligar. Ha perdido la fe. Si existe algo incompatible con la ironía, es la seducción. Una de las chicas le pregunta:

—¿No tendrás una revista de decoración interior, por casualidad?

—¿Cuál: Newlook, Playboy, Penthouse?

—Ja, ja. Siempre tan divertido, mi pobre Octave.

—¿Sabes que te estás volviendo vulgar? Creía que te habían reparado la cabeza.

—Por lo visto el trabajo todavía no está terminado. Estás cada vez más alzheimer.

Octave baja la mirada y contempla sus pies comprimidos dentro de un par de zapatos violetas (valor: un salario mínimo interprofesional en cada pie). Luego levanta la cabeza y se lamenta en voz alta.

—Basta ya de bromas. ¿Alguna vez habéis pensado, queridas señoritas, que toda la gente que veis, todos esos idiotas con los que os cruzáis mientras conducís, todas esas personas, absolutamente todas sin excepción, van a morir?

¿Aquel de allí, al volante de su Audi Quattro? ¿Y ésa, la cuarentona pasada de revoluciones que acaba de adelantarnos con su Mini Austin? ¿Y todos los habitantes de esos inmuebles, parapetados detrás de ineficaces paredes insonorizadas? ¿Acaso habéis pensando en el montón de cadáveres que todo esto representa? Desde que existe el planeta, ochenta mil millones de seres humanos han vivido aquí. Conservad esta imagen en vuestra mente. Debemos de andar cerca de los ochenta mil millones de muertes. ¿Acaso habéis visualizado que todas estas personas beneficiadas por una prórroga forman un gigantesco montón de futuros cadáveres, un paquete de malolientes cuerpos que todavía está por llegar? La vida es un genocidio.

Y ya está, ha conseguido cargarse el ambiente. Está satisfecho. Toquetea su cajita verde de Lexomil en el bolsillo de su chaqueta de ante Marc Jacobs. Le tranquiliza, como la pastilla de cianuro del héroe de la Resistencia antes del interrogatorio, en la rué Lauriston, sesenta años antes.

3

El avión está hasta los topes de publicitarios. Si se estrellase, sería el principio del triunfo de la Sinceridad. Pero la vida está hecha de tal modo que los aviones de publicitarios nunca se estrellan. Los aviones que se estrellan están llenos de personas inocentes, de enamorados en éxtasis, de benefactores de la humanidad, de Otis Redding, de Lynyrd Skynyrd, de Marcel Dadi, de John-John Kennedy. Lo que confiere tanta arrogancia a los bronceados comunicadores es la certeza de estar a salvo: temen más los crash bursátiles que los crash aéreos. Octave sonríe mientras anota esta frase en su iBook. Es importante, es rico, está asustado —todas estas cosas son compatibles—. Bebe un vodka con tónica en su butaca Espace 127 («Con Espace 127, descubrirá el placer de viajar en unos asientos ergonómicos y confortables. La inclinación es de 127 grados, ya que, en estado de ingravidez, ése es el ángulo que de un modo natural adopta el cuerpo. Equipado con un teléfono, un vídeo individual y unos auriculares compensadores de ruido, los asientos de la Espace 127 le ofrecen un confort ideal de trabajo y relajación», dice el ejemplar de
Air France Madame).

En Business Class, los directores de estrategia intentan ligar con las compradoras de arte; los directores generales ad juntos se camelan a las productoras de TV; un coordinador internacional acaricia el muslo de una directora de desarrollo. (En una empresa, enseguida se reconoce a las chicas que se acuestan con un colega: son las únicas que visten de un modo sexy.) Semejante orgía sirve para «estrechar los vínculos entre el personal de la empresa y optimizar la comunicación interna en el ámbito de los recursos humanos». Octave ha sido educado para aceptar este orden de cosas, y además, teniendo en cuenta que la vida es un breve lapso que nos es concedido sobre un pedrusco que gira incesantemente a través del espacio, ¿por qué perder ese breve lapso cuestionando constantemente LA ORGANIZACIÓN? Vale más aceptar las reglas del juego.

—Todos estamos domesticados para aceptar. Hago surf sobre una ola vacía. ¿Hay alguien que desee darme por el culo de una vez por todas?

En otros tiempos, sus provocaciones despertaban sonrisas; ahora dan pena.

—Después de todo lo que los hombres han hecho por él, Dios podría por lo menos haberse tomado la molestia de existir, ¿no os parece?

Soledad entre la multitud. Interroga constantemente a su teléfono pero éste le repite:

—«No hay mensajes nuevos en su buzón de voz».

Octave se queda dormido viendo una película con Tom Hanks (más que un actor, un somnífero). Sueña con una sesión porno en las Bahamas durante la cual, con sus propios dedos, inspecciona los coños rasurados y chorreantes de Vanessa Lorenzo y Heidi Klum. Los dientes ya no le rechinan. Cree haber salido de ésta. Cree tener ya la suficiente distancia, la perspectiva necesaria, un desapego respecto a todo eso. Con un discreto suspiro, poluciona en sus Levi-Strauss 501 (colección «Tristes Trópicos», otoño- invierno 2001).

Y la Empresa ha aterrizado. La Empresa ha recogido su equipaje. La Empresa ha subido a un autocar. La Empresa ha cantado canciones de Michel Fugain sin percibir el radical pesimismo de sus letras: «Canta la vida canta / como si tuvieras que morirte mañana» y «Hasta mañana, quizás / o bien hasta la muerte». Octave comprende por fin por qué la nave espacial de
Star Trek
se llama
Enterprise
1
: Rosserys y Witchcraft tiene todo el aspecto de una aeronave perdida en el vacío interestelar a la búsqueda de vida extraterrestre. Es más: bastantes colegas tienen las orejas puntiagudas.

Inmediatamente después de llegar al hotel, la Empresa rompe filas: algunas productoras se tiran a la piscina, otras se tiran sobre los comerciales, el resto se va a dormir. Los que no tienen sueño se van a bailar al Roll's con Odile y sus tetas. Octave se une a ellos, pide una botella de Gordon's y acepta darle a un porro de hierba. En la playa, las cosas están claras. Las black girls acuden a la cita. Una de ellas le dice:

—Te invito a mi choza. Pero como no domina su impreciso acento, Octave entiende:

—Te invito a mi cosa.

Es curioso. Como el engaño es recíproco, no hay confusión. Pero él pone su mano sobre el rostro de ella mientras murmura:

—Querida, yo no folio con las chicas: prefiero perderlas.

Bajo la estricta protección del ejército senegalés, el complejo turístico de Saly incluye quince hoteles: la agencia ha elegido el Savana, que aúna dormitorios climatizados, dos piscinas provistas de iluminación nocturna, pistas de tenis, un minigolf, un centro comercial, un casino y una discoteca, todo a orillas del océano Atlántico. Desde los safaris de Hemingway, África ha cambiado. Ahora es básicamente un continente que el mundo occidental deja agonizar (en 1998 el sida mató a dos millones de personas, principalmente porque los laboratorios farmacéuticos que fabrican los triterapéuticos —el americano Bristol-Myers-Squyinn, por ejemplo— se niegan a rebajar los precios de sus medicamentos). El lugar ideal para que el personal bien pagado recargue sus pilas: en esta tierra saqueada por el virus y la corrupción, en pleno corazón de guerras absurdas y genocidios recurrentes, el insignificante personal capitalista recupera la confianza en el sistema que le mantiene. Se compran máscaras típicas de madera de ébano, se crean recuerdos, se creen, a veces, que intercambian puntos de vista con los indígenas, mandan soleadas postales para provocar la envidia de las familias atrapadas por el invierno parisino. A la fauna publicista se le enseña África como un contraejemplo para que tengan prisa por regresar a casa, aliviados de haber comprobado que en otros sitios las cosas todavía están peor. De ese modo, el resto del año se convierte en algo aceptable: África sirve de antipiso-muestra. Que los pobres se mueran significa que los ricos tienen una razón para vivir.

Se rompen olas al volante de una moto acuática, se sacan polaroids, nadie le importa a nadie, todo el mundo lleva chanclas. En África, un blanco que se dirige a un negro ya no lo hace con la condescendencia racista de los colonizadores de antaño; ahora todo resulta mucho más violento. Ahora el blanco tiene la mirada piadosa del sacerdote que administra la extremaunción a un condenado a muerte.

4

Fragmentos de diálogo junto a la piscina del Savana Beach Resort.

Una ayudante de dirección (sacudiéndose el agua): ¡Qué buena está!

Octave: Pues mira que tú.

Una responsable de logística (mordiendo un mango): Me apetece algo sano.

Octave: Pues mira que a mí.

Una directora artística junior (dirigiéndose hacia la cafetería): Tengo hambre

Octave: ¿De quién?

La motivación va viento en popa. La mañana se dedica a reuniones de autosatisfacción en las que el balance de la empresa es elevado a los altares. Los términos «autofinanciación» y «amortización plurianual» son utilizados constantemente para justificar la ausencia de primas de final de año. (En realidad, al término de ejercicio todo el dinero ganado por la filial es depositado a los pies de los viejos calvos de Wall Street, que nunca vienen a París, fuman puros y ni siquiera dan las gracias. Igual que los vasallos medievales o las víctimas de las guerras púnicas, los dirigentes de R&W France se presentan ante los accionistas para entregar el botín del año mientras tiemblan pensando en la hipoteca de su segunda residencia todavía por pagar.)

La tarde da paso a una sesión de autocrítica constructiva que tiene por objeto estudiar cómo mejorar la productividad de mercado. Octave ha pillado la diarrea del viajero provocada por un exceso de cubitos en sus gin-tonics. De vez en cuando, Philippe el Presidente y Marc Marronier hablan con él a solas, en plan «nos alegramos de que hayas salido de ésta, no te lo decimos, pero tenemos una sonrisa cómplice y preocupada por tus extravagancias, porque somos unos patronos modernos y enrollados, tú no te vas, ¿de acuerdo?» Lo que no le impide a Philippe recordarle a Octave hasta qué punto el éxito del rodaje de Delgadín resulta crucial para las buenas relaciones de la agencia con el grupo Madone.

—Acabamos de tener un Strategic Advertising Comittee con ellos y nos han leído la cartilla.

—No te preocupes, Presidente, esta vez no vomitaré encima del cliente. Además, sabes que ya tengo a la chica ideal para el anuncio.

—Sí, ya lo sé, la morita esa… Será necesario que me la retoquéis en posproducción.

—Tranquilo, está incluido en el presupuesto. No tienes ni idea de lo que se puede llegar a hacer hoy día: se coge a una chica con un culo bonito y se le incrusta el rostro de otra, las piernas de una tercera, las manos de una cuarta, los pechos de una quinta. Se montan patchworks humanos, ¡somos people's jockeys!

—Quizás deberías contratar a un cirujano plástico en lugar de un realizador para rodar el spot.

Octave ya no intenta estar sistemáticamente a la contra, pero tampoco quiere envilecerse: digamos que ha madurado. De repente, sin embargo, se sulfura:

—Y, además, ¿por qué no podemos darle el papel a una morita? ¡Deja de ser tan nazi como nuestros clientes! Mierda, ¡basta ya de dejarse fascistizar de este modo! Nike ha recuperado el look en plan Pétain para sus carteles Nicepark, Nestlé no quiere negros en un spot de baloncesto, ¡eso no significa que tengamos que imitarlos! Si nadie dice basta, ¡no sé hasta dónde llegaremos! Incluso la publicidad se ha vuelto revisionista: ¡Gandhi vende ordenadores Apple! ¿Te das cuenta? Aquel santo, que rechazaba cualquier tipo de tecnología, que se vestía de fraile y andaba descalzo, ¡aquí lo tienes, convertido en comercial informático! ¡Y Picasso es el nombre de un coche Citroen, Steve McQueen conduce un Ford, Audrey Hepburn lleva mocasines Tod's! ¿Acaso crees que toda esta gente, al verse convertida en postumos representantes de comercio, no se revuelven en sus tumbas? ¡Estamos en plena noche de los muertos vivientes! ¡Cannibal Holocaust! ¡Cadáveres para cenar! ¡Los zombis venden! ¿Pero dónde está el límite?

Incluso la Compañía Francesa de Juegos y Loterías ha editado carteles de su campaña Monopoly con Mao, Castro y Stalin ¡para ganar al rasca-y- gana! ¿Quién dirá basta si tú, Philippe, el mandamás, ni siquiera abres la boca ante el racismo y el negacionismo de la comunicación mundial?

—Joder, ¡hay que ver lo pesado que se pone el señorito desde que no esnifa! ¿Acaso crees que nunca pienso? Por supuesto que este curro me da náuseas, sólo que yo pienso en mi esposa, en mis hijos, no soy tan megalómano como para creer que voy a revolucionarlo todo, coño, Octave, ¡un poco de humildad, maldita sea! ¡Basta con apagar la tele, con no ir a ningún McDonald's, toda esta mierda ambiental no es culpa mía, es vuestra, de los que compráis zapatillas Nike fabricadas por esclavos indonesios! ¡Qué fácil resulta despotricar contra el sistema y, al mismo tiempo, contribuir a que funcione! ¡Y deja ya de tomarme por un retrasado con el pretexto de que estoy tan forrado que la pasta me sale por el culo, joder! Claro que hay cosas que me sacan de quicio. No tanto el hecho de tener que elegir castings de piel blanca, porque contra eso no hay nada que hacer, es el consumidor el que es racista, no el anunciante. Ni el prodigio de hacer hablar a los muertos: los grandes artistas nunca han podido controlar su imagen, todos esos genios ya se revolvían en sus tumbas estando vivos. No, a mí, ves, lo que me indigna, mi pequeño Gucche, son todas esas nuevas festividades que la publicidad ha inventado para inducir a la gente a consumir: estoy hasta las narices de ver cómo mi familia se traga el anzuelo, celebrar la Navidad, vale (aunque Papá Noel siga siendo un invento de una cadena de distribución americana), pero el día de las Madres del Mariscal Pétain, el día del Padre, el día de la Abuela que da nombre a una marca de café, Halloween, San Patricio, San Valentín, el Año Nuevo Ruso, el Año Nuevo Chino, el día Nutrasweet, las reuniones Tupperware, ¡aquí vale todo! Pronto el calendario estará invadido por marcas: ¡los santos serán reemplazados por trescientos sesenta y cinco logotipos!

—¿Ves, jefe, como hago bien en arrastrarte hasta tus trincheras? Yo también odio Halloween: antes teníamos la festividad de Todos Los Santos, no veo por qué demonios hemos tenido que ir a buscar una fiesta más allá del Atlántico.

—¡Pues precisamente porque se trata justo de lo contrario! En Todos los Santos íbamos a visitar a nuestros muertos, mientras que por Halloween son los muertos los que vienen a visitarnos. Resulta mucho más práctico, no hay que hacer ningún esfuerzo. Todo está ahí: ¡LA MUERTE LLAMA A TU PUERTA! ¡Eso es lo que les encanta! La muerte servicio a domicilio, ¡como un cartero que viene a colocar el calendario de Correos como aguinaldo!

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