Authors: Frédéric Beigbeder
Octave desbarraba y hablaba solo: —Todo el mundo tiene una pena de amor que dormita en el fondo de sí mismo. Todo corazón que no está roto no es un corazón. Los pulmones esperan a la tuberculosis para sentir que existen. Soy vuestro profesor de educación física. Es necesario tener un nenúfar en la caja torácica, como Chloé en
La espuma de los días
o la señora Chauchat en
La montaña mágica
. Me encantaba mirarte mientras dormías, incluso cuando fingías hacerlo, cuando regresaba tarde a casa, borracho, contaba tus pestañas, a veces me parecía que me sonreías. Un hombre enamorado es alguien a quien le gusta mirar a su mujer mientras duerme, y, de vez en cuando, mirarla mientras goza. Sophie, ¿puedes oírme a miles de kilómetros de distancia, como en los anuncios de operadores de telefonía? ¿Por qué hace falta que la gente se haya marchado para que uno se dé cuenta de que la quiere? ¿Acaso no te das cuenta de que lo único que yo te pedía era que me hicieras sufrir un poquito, como al principio, de una tregua pulmonar?
Pero ya empezaban a desembarcar las desnudas mecanógrafas y Odile, la becaria cargada de pecho; se iban pasando una pipa de hierba, y eso propiciaba una serie de bromas de dudoso gusto:
—Nada como chuparla entre cuatro. —Chupo y chupo pero no siento nada. —¿Estás segura de que te lo tragas? —Estoy dispuesta a participar en otra chupada colectiva, pero antes tendrías que lavar el aparato.
Contado así puede parecer vulgar, pero en aquel contexto era para mondarse de risa.
Todos los colegas directivos de sexo masculino llevan un jersey sobre los hombros, simplemente anudado o negligentemente suelto encima de sus respectivos polos Ralph Lauren de color rosa. A Octave aquello le parece inadmisible y se autopone nervioso:
—¡PERO QUÉ LES PASA A TODOS CON EL JERSEY ANUDADO ALREDEDOR DEL CUELLO! ¿En qué quedamos? O bien hace frío y uno se pone el jersey, o bien hace calor y uno lo deja en casa. El jersey alrededor del cuello es señal de cobardía, de incapacidad para tomar una decisión, de miedo a las corrientes de aire, de imprevisión, de pusilanimidad, de exhibicionismo del shetland (porque, por supuesto, esos señores son demasiado avaros para comprar cachemir). Se ponen esa especie de pulpo blandengue alrededor del cuello porque ni siquiera son capaces de elegir una indumentaria acorde con el tiempo que hace. Todo aquel que lleva un jersey alrededor del cuello es miedica, poco elegante, impotente, cobarde. Chicas, prometedme que huiréis de ellos como de la peste. ¡ABAJO LA DICTADURA DEL JERSEY SOBRE LOS HOMBROS!
Y llegó la noche, el día, y una barbacoa de langostas a la brasa en el embarcadero. ¿Quién habló de descolonización? Nada coloniza tanto como la publicidad mundial: en el más remoto rincón de la más pequeña choza al otro extremo del mundo, Nike, Coca-Cola, Gap y Calvin Klein han sustituido a Francia, Inglaterra, España y Bélgica. Sólo que ahora los negritos tienen que conformarse con las migajas: gorras de fabricación pirata, Rolex falsos y camisas Lacoste cuyo cocodrilo, defectuosamente falsificado, se cae después del primer lavado. El vino rosado pega fuerte, ¿pero acaso no es ésa su misión? Se beben 17 botellas entre ocho. Charlie está totalmente desmadrado: participa como un poseso en todas las actividades del hotel, congas, karaokes, concursos de camisetas mojadas, y reparte juguetes McDonald's entre los niños indígenas, que gritan: «¡Regalos! ¡Regalos!»
Octave sabe que, a partir del lunes, toda esta mentira tocará a su fin. Pero que termine una mentira no significa que empiece la verdad. Cuidado: una mentira puede esconder otra mentira.
Maldita sea, qué complicado es, si uno no se anda con cuidado, pueden pegártela en un abrir y cerrar de ojos.
Charlie le da unas palmaditas en la espalda a Octave, que le invita a compartir su porro.
—Oye, ¿sabías que Pepsi quería registrar el color azul?
—Sí, Charlie, claro que lo sé, y la felicidad pertenece a Nestlé, ¿qué te crees? Estoy al corriente de la actúa…
—Por cierto. ¡Mira esto! —Agita un ejemplar de
Le Monde
—. Tengo algo todavía mejor para tu libro: el instituto Me- diámétrie está ultimando un nuevo sistema para medir las audiencias. Consiste en un estuche que contiene una cámara de infrarrojos para vigilar los movimientos del ojo y un reloj con micro incorporado, un procesador y una memoria para registrar la actividad del oído. Por fin van a poder saber lo que los consumidores miran y escuchan en sus casas, pero no sólo delante de la tele, en el coche, en el supermercado, ¡sino en todas partes! ¡EL GRAN HERMANO NOS VIGILA!
Charlie le da una calada al peta y empieza a toser. Octave ya está muerto de risa.
—Eso es, tose, Míster Muralla, tose, es lo mejor que puedes hacer. Al final resultará que Orwell hizo bien en ser tuberculoso. Eso le impidió tener que ver hasta qué punto tenía razón.
El seminario de motivación se inicia con una utopía colectivista: de repente, todos somos iguales, los esclavos tutean a los amos, dejen paso a la orgía social. Por lo menos el primer día. Porque, a partir de la mañana siguiente, los clanes reaparecen, nadie se mezcla con nadie, salvo por la noche, en los pasillos donde intercambian llaves de habitación: el vodevil se convierte entonces en la única utopía. En el jardín, hay una empleada del departamento jurídico borracha perdida meando en cuclillas; una secretaria que almuerza sola porque nadie quiere hablar con ella; una directora artística bajo el efecto de tranquilizantes que, en cuanto ha tomado una copa de más, se pelea con el primero que se le pone por delante (pero muy violentamente: bofetadas, puñetazos en el ojo, a Octave incluso llegó a arrancarle la camisa); de hecho, en este viaje no hay ninguna persona normal. La vida en la Empresa reproduce la crueldad de la escuela pero en más violento, ya que aquí nadie te protege. Bromas inadmisibles, agresiones injustas, acoso sexual y luchas de poder: todo está permitido, igual que en vuestros peores recuerdos de patio de recreo. El ambiente falsamente distendido de la publicidad reproduce la pesadilla de la escolaridad elevada a la milésima potencia. Todo el mundo se permite ser grosero con todo el mundo, como si todo el mundo tuviera ocho años y hay que encajar con la mejor de las sonrisas, porque, de no ser así, puede parecer que no eres «enrollado». Los que están más enfermos son, por supuesto, aquellos que se consideran más normales: directores generales adjuntos convencidos de lo justo que resulta que sean directores generales adjuntos, directores de clientela convencidos de lo injusto que resulta que no sean directores generales, responsables comerciales a la espera de la jubilación, patronos en el banquillo, jefecillos achispados.
¿Pero dónde demonios está Jef? Octave no lo ha visto en todo el viaje. Es una lástima, porque ese comercial de línea de choque habría podido informarle sobre la angustia que parece atenazar a todos los dirigentes de la Rosse. Duler-es-una-mierda debe de haberles apuñalado por la espalda.
En la playa, Octave llora de emoción mientras admira la arena pegada al sudor de las chicas, sus cardenales sobre los muslos, rasguños en las rodillas, una calada más y sería capaz de enamorarse de un omoplato. Cada día necesita su ración de pecas. Besa a Odile en el brazo porque lleva Obsession. Durante horas, le habla de su codo.
—Me encanta tu codo apuntando hacia el porvenir. Déjame admirar tu codo, cuyo poder ignoras. Prefiero tu codo a ti. Enciende un cigarrillo, sí, acerca la llama a tu rostro. Intenta una maniobra de distracción, si te apetece, no lograrás impedir que bese tu codo. Tu codo es mi salvavidas. Tu codo me ha salvado la vida. Tu codo existe, yo tuve la oportunidad de conocerlo. Lego mi cuerpo a tu frágil codo, que me conmueve hasta hacerme llorar. Tu codo es un hueso cubierto de piel, una piel un poco gastada, que de pequeña hiciste sangrar. En otros tiempos, en el mismo lugar que ahora estoy besando había una costra. Un codo no es gran cosa, y sin embargo, por mucho que busque, en este preciso instante no se me ocurre ninguna otra razón para estar vivo.
—Eres una monada.
—Lamer tu codo me basta por ahora. Luego vendrá la muerte. Declama:
Los codos de Odile son mi talón de Aquiles.
Y, utilizando la espalda de Odile como escritorio, nuestro bronceado Valmont le escribe una postal a Sophie:
«Querida Obsession:
¿Tendrías la amabilidad de salvarme de mí mismo? Si no lo haces, meteré los pies en el agua y los dedos en el enchufe. Hay algo peor que estar contigo: estar sin ti. Vuelve. Si regresas, te regalo un New Beetle. Bueno, de acuerdo, suena a proposición formal, pero la culpa es tuya: desde que te fuiste, me he vuelto cada vez más serio. Me he dado cuenta de que no existe ninguna otra chica como tú. Y he llegado a la conclusión de que te amaba.»
No es necesario firmar, Sophie reconocerá su estilo tan personal. Justo después de haber enviado la postal, Octave lamenta no haberse arrodillado para suplicarle: «socorro no lo soporto no puedo vivir sin ti Sophie es imposible que ya no estemos juntos si te pierdo lo pierdo todo», mierda, lo que tendría que haber hecho es arrastrarme a sus pies, pero ni siquiera fue capaz de eso.
Antes de Sophie, se ligaba a la chicas reprochándoles que llevaran pestañas postizas. Ellas lo negaban. Entonces les pedía que cerraran los ojos para comprobarlo y aprovechaba aquel momento para besar sus relucientes labios. También estaba el truco del camión:
—Di camión.
—Camión.
—Tut-tut —tocándoles los pechos. Sin olvidar la apuesta:
—Te apuesto lo que quieras a que puedo tocarte las nalgas sin tocarte la ropa.
—OK.
—He perdido —metiendo mano a las nalgas.
Y el truco del «tequila bum bum»: le pides a la chica que sujete entre los dientes un trozo de lima, te pones un poco de sal en la mano, le pegas un lametón a la sal, te bebes de un solo trago un chupito de tequila-Schweppes, e intentas atrapar el trozo de lima de la boca de ella. En general, después de tres recorridos como éste, el trozo de lima acaba siendo reemplazado por la lengua.
Contra todo pronóstico, aquellas estratagemas funcionaban. Con Sophie fue diferente. Le hizo creer que se interesaba realmente por ella. Y ella fingió que le escuchaba. Acabaron por creerse lo que no se decían. Y un día ella le hizo la pregunta:
—¿Por qué no dices nada?
—Cuando no digo nada, es muy buena señal: significa que me siento intimidado. Cuando me siento intimidado, es muy buena señal: significa que me siento turbado. Cuando me siento turbado, es muy buena señal: significa que me estoy enamorando. Y cuando me enamoro, es muy mala señal.
La quiso porque estaba casada. Se enamoró de ella porque no estaba disponible. Trabajaban juntos en TBWA de Plas pero no podía conseguirla. También la quiso porque él estaba casado, porque era algo prohibido, secreto y malvado. La quiso como a todas las mujeres que uno no tiene derecho a ligarse: su madre, su hermana, las novias de su padre, y su primer amor, imposible, de dirección única. El amor es como el dominó: la primera caída arrastra todas las demás. La deseó como a todas las chicas guapas de su infancia, es decir, sin que ella lo supiera. Hasta que le dijo: «Cuando me enamoro, es muy mala señal», y ella no se sorprendió. La citó en el Pont des Arts, en el tercer banco contando a partir de la Academia Francesa, de cara al Pont Neuf, allí donde el Sena se divisa con sus dos brazos abiertos hacia el porvenir. Luego, todo fue demasiado bonito para ser verdad. Bastó con que ella acudiera a la cita.
—Perdóneme, señorita, ¿sería tan amable de darme su número de teléfono con el objeto de contactar con usted con ulterioridad?
—Cómo no, caballero…
—Octave, llámeme Octave. Creo que estoy enamorado de usted. ¿La molestaría si, con su permiso, derrapo sobre sus pechos, señora?
—Como si estuviera en su casa. ¿Pero qué le parece si, antes de seguir hablando, da seis vueltas con su lengua dentro de mi boca?
—¿Se le ocurre algún lugar donde pudiéramos proceder?
Es una lástima enamorarse tan fácilmente. Los que están liados llevan una explosión de sensualidad dibujada en el rostro. El placer es la espada de Damocles del matrimonio. Sophie lo llevó hasta el parking de la agencia, en la rue du Pont-Neuf, un lugar oscuro y silencioso para hacer el amor contra un muro de cemento, de pie, entre dos coches de la empresa. El orgasmo más largo de la vida de ambos. A continuación, le cogió su teléfono móvil, marcó su número y lo dejó grabado en la memoria:
—Así no podrás decir que lo has perdido.
Octave estaba tan enamorado de ella que su cuerpo se rebelaba cuando no estaba a su lado. Le salían granos, alergias, sarpullidos en el cuello, sufría dolores estomacales, insomnios continuados. Cuando el cerebro cree controlarlo todo, el corazón se rebela, los pulmones se quedan sin aire. Toda persona que niega su amor se convierte en un adefesio y cae enfermo. Estar sin Sophie afeaba a Octave. Y eso sigue siendo válido hoy: la droga no es lo único que echa de menos.
—¡MI POLLA GRITA QUE TIENE HAMBRE!
Octave grita sujetando el micro. Odile se bambolea. En la discoteca del hotel, Octave pone los discos. Tiene que apañárselas con lo que hay: algunos viejos maxis de versiones disco, recopilatorios de variedades francesas, tres enmohecidos 45 revoluciones. Mal que bien, consigue llenar la pista con los medios a su alcance, en especial con la más hermosa de todas las canciones: «C'est si bon/de partir n'importe oú / bras dessus bras dessous / en cantant des chansons» interpretada por Eartha Kitt. Pero también hace concesiones facilonas al poner «YMCA».
—Los Village People son como el vino —clama Octave—: Mejoran con los años.
Justo lo contrario que «Marcia Baila». De vez en cuando, Odile se pega a él delante de sus amigas. Y en cuanto las amigas se alejan, se separa. El no le gusta, le gusta él delante de
su, de ella, grupito de chicas
. Se siente viejo y feo en un mundo joven y hermoso. La sujeta por la muñeca y se enfada:
—Las calientabraguetas de dieciocho años resultan patéticas.
—Menos que los divorciados de treinta y tres.
—Lo único que no podré cambiar aunque me lo pidas, es mi edad.
Persigue a un montón de chicas guapas para no tener que preguntarse por qué persigue a un montón de chicas guapas. Conoce perfectamente la respuesta: para no tener que quedarse únicamente con una.
Más tarde, no ocurrió nada. Octave acompañó a Odile hasta su habitación; ella iba dando tumbos. Él se tumbó sobre su cama. Ella corrió al cuarto de baño y él la oyó vomitar. Luego tiró de la cadena y se cepilló los dientes esperando que él no se hubiera dado cuenta. Cuando se desnudó, Octave fingió estar dormido, y luego se quedó dormido de verdad. La habitación olía a vómito mezclado con fragancia de Fluocaril.