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Authors: Frédéric Beigbeder

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—Creo, sobre todo, que la gente prefiere mil veces más disfrazarse de monstruo y meter unas velas en una calabaza que pensar en los parientes que ha perdido. Pero, en tu inventario, quisiera recordarte que te has olvidado de la más comercial de todas las fiestas: la Boda, que cada año es objeto de intensas campañas de publicidad y promoción desde el mes de enero —carteles para la Boutique Blanca de los grandes almacenes Le Printemps y las listas de boda en las Galerías Lafayette y en Bon Marché, portada de todas las revistas femeninas, intoxicación radiofónica y televisiva, etc.—. Con el cerebro completamente lavado, las jóvenes parejas creen que se casan por amor, o para encontrar la felicidad, mientras que lo único que se pretende es colocarles una vajilla, toallas, cafeteras, un sofá, un horno microondas…

—Eso me recuerda algo… Octave, ¿te acuerdas de cuando para el anuncio de Barilla nos propusiste un lema que incluía la palabra «felicidad»?

—Ah, sí… Y que el departamento jurídico nos explicó que era totalmente imposible, ¿verdad?

—¡Exacto! ¡¡¡Porque la palabra «felicidad» está registrada por Nestlé!!! LA FELICIDAD PERTENECE A NESTLÉ.

—Espera, no me extraña, ya sabes que Pepsi quiere registrar el color azul. —¿Qué?

—Sí, como lo oyes, quieren comprar el color azul, convertirse en su propietario, y la cosa no acaba ahí: financian programas educativos en CD-Rom distribuidos gratuitamente en las escuelas primarias. De este modo, los niños estudian en la escuela utilizando ordenadores Pepsi; se acostumbran a leer la palabra «sed» junto al color «Pepsi».

—Y cuando miran el cielo Pepsi, sus ojos Pepsi se iluminan y si se caen de la bici, sus tibias se cubren de cardenales Pepsi…

—Igual que con Colgate: la marca regala cintas de vídeo a los educadores para explicar a los niños que hay que lavarse los dientes con su dentífrico.

—Sí, he oído hablar de ello. L'Oréal hace lo mismo con el champú «Petit Dop». No tenían bastante con lavarles el cerebro, ¡así que también la han tomado con su pelo!

Philippe estalla en una carcajada exagerada que no impide a Octave proseguir:

—Me tranquiliza que te intereses por todas estas cosas…

—Soy lúcido: mientras no exista nada más, la publicidad ocupará todo el espacio que quede libre. Se ha convertido en el único ideal. No es la naturaleza, es la esperanza la que siente horror por el vacío.

—Lo que dices es terrible. No, espera, no te vayas, para una vez que hablamos, tengo una anécdota todavía mejor. Cuando los anunciantes ya no saben cómo vender, o sin motivo alguno, sólo para justificar sus indecentes salarios, ordenan un CAMBIO DE ENVASE. Es entonces cuando pagan mucho dinero a ciertas empresas para que renueven la imagen de sus productos. Se reúnen durante horas. Un día, estaba en la empresa Kraft Jacobs Suchard, en el despacho de un tío con el pelo cortado a cepillo, Antoine Poissard, o Ponchard, o Paudard, en fin, algo así…

—Poudard

—… eso es, Poudard, un nombre así no se olvida. Me estaba enseñando los diferentes logos que le habían propuesto. Quería que le diese mi opinión. Se lo estaba pasando en grande, al borde del orgasmo; se sentía útil e importante. Sobre el suelo, extendía los proyectos de envase y estábamos frente a frente, en aquel edificio de Vélizy, él recién afeita do, con una corbata de Tintín y Milú, yo en pleno bajón de perica, tomábamos el café frío que, resoplando, iba trayendo una vieja secretaria a la que hacía treinta años que nadie le echaba un polvo. En aquel momento, lo miré a los ojos, sentí que dudaba, que por primera vez en su vida se preguntaba qué demonios estaba haciendo allí, y le aconsejé que eligiera cualquiera de ellos, y, al azar, escogió el logo que luego sería el definitivo haciendo «pito pito colorito donde vas tú tan bonito a la acera verdadera pim pom fuera», y aquel envase está actualmente en todos los expositores de todos los supermercados de Europa… Hermosa parábola, ¿verdad? LO QUE NOS CONDICIONA FUE ECHADO A SUERTES.

Pero hace rato que Philippe se ha marchado. No le gusta que le inciten a morder la mano que le da de comer. Rehúye la confrontación prolongada. Guarda su rebelión en la carpeta de «autoescarnio mensual para almuerzo en Fouquet's». Esa es la razón por la cual tiene sueño cada vez más temprano por la mañana.

Octave inspira y espira aire caliente. Unos veleros cruzan la bahía en silencio. Todas las chicas de la agencia se hacen trenzas en el pelo para parecerse a Imán Bowie (resultado: se parecen a Bo Derek vieja). A la hora del Juicio Final, cuando detengan a todos los publicitarios para pedirles cuentas, Octave no podrá ser considerado demasiado culpable. Sólo habrá sido un apparatchik, en empleado ligeramente blando, que incluso fue, un día, fulminado por la duda —seguro que su estancia en Meudon le servirá como circunstancia atenuante y le hará merecedor de la indulgencia del jurado—. Además, contrariamente a Marronier, nunca ha ganado un León en Cannes.

Telefonea a Tamara, su puta platónica, pensando en Sophie, la madre de la hija que nunca verá. Demasiadas ausentes en su vida.

—¿Te he despertado?

—Anoche tuve un cliente en el Plaza —dice con voz chispeante—, no te cuento, su polla era del tamaño del brazo de un niño, habría necesitado un calzador para metérmela dentro. PARA EQUIPAR SU HOGAR BUM BUM ELIJA BIEN ELIJA BUT.

—¿Qué ha sido eso?

—¿Eso? Ah, nada, es para no tener que pagar teléfono: ponen publicidad de vez en cuando y, a cambio, las comunicaciones son gratuitas.

—¿Y has firmado semejante aberración?

—EN CASTORAMA ENCONTRARÁ TODO LO QUE NECESITA, HERRAMIENTAS Y MATERIALES, CASTOCASTOCASTORAMA. Sí, bueno, una se acostumbra, ya verás, yo ya me he acostumbrado. En fin, lo que te decía, así que mi cliente de anoche, por suerte, estaba completamente drogado, no se le levantaba, excitado como un poni, te lo juro, en fin, que le hice un pequeño strip sobre la cama, me preguntó si podía esnifar unas rayas sobre mis pies y después estuvimos viendo la tele, o sea que salí bastante airosa de la situación. INTERMARCHÉ, LOS MOSQUETEROS DE LA DISTRIBUCIÓN. ¿Qué hora es?

—Las tres de la tarde.

—Uuuua, estoy destrozada, acabé hecha polvo en el Banana a las siete tocadas, con las pestañas postizas pegadas a los dientes. Y tú, ¿qué tal?, ¿dónde estás?

—En Senegal. Te echo de menos. Estoy leyendo
Extensión del dominio de la puta.

—Déjate de tonterías, voy a vomitar en mi bolso. CAILLAUX, CAILLAUX, CAILLAUX. TODO EN ILUMINACIÓN, RESPONDIÓ EL ECO. ¿Por qué no me llamas un poco más tarde?

—¿Sujetas el móvil contra tu oreja? Ten cuidado. Los teléfonos móviles producen desarreglos en el ADN. Se han realizado pruebas con ratas: expuestas a un teléfono móvil, su mortalidad aumenta en un 75%. Me he comprado un auricular para conectar al portátil, deberías hacer lo mismo, yo no quiero tumores cerebrales.

—Pero, Octave, tú no tienes cerebro. CONTINENTE, LA COMPRA TRIUNFANTE.

—Lo siento, me cuesta acostumbrarme a tus anuncios. Cuelgo, duérmete, mi gacela, mi bereber, mi Alerta en Marrakesh.

El problema del hombre moderno no radica en su maldad. Al contrario, en general, y por razones prácticas, prefiere ser bueno. Simplemente odia aburrirse. El aburrimiento le horroriza, cuando en realidad no existe nada más constructivo y saludable que una buena dosis cotidiana de tiempo muerto, de instantes mortalmente aburridos, de muermo intenso, solo o en compañía. Octave lo ha comprendido: el auténtico hedonismo es el aburrimiento. Sólo el aburrimiento permite disfrutar del presente, pero todo el mundo parece apuntar en la dirección contraria: para no aburrirse, los occidentales huyen por mediación de la tele, del cine, de Internet, del teléfono, de los videojuegos o de una simple revista. Nunca están en lo que hacen, sólo viven por poderes, como si limitarse a respirar aquí y ahora fuera algo deshonroso. Cuando estamos delante del televisor, o de un portal interactivo, o llamando por teléfono móvil, o jugando con nuestra Playstation, no vivimos. Estamos en un lugar distinto del sitio en el que realmente nos encontramos. Quizás no estemos muertos, pero tampoco puede decirse que estemos vivos. Sería interesante calcular cuántas horas diarias pasamos así, fuera del instante que estamos viviendo. En otra parte distinta de aquella en la que nos encontramos. Todas esas máquinas conseguirán inscribirnos en la lista de los abonados ausentes y será muy difícil evitarlo. Todos los que critican la sociedad del espectáculo tienen una tele en casa. Todos los que desprecian la sociedad de consumo tienen una tarjeta Visa. La situación resulta inextricable. Nada ha cambiado desde Pascal: el hombre sigue huyendo de su angustia a través de la diversión. Sólo que la diversión se ha convertido en algo tan omnipresente que ha reemplazado a Dios. ¿Cómo huir de la diversión? Enfrentándonos con la angustia.

El mundo es irreal, salvo cuando es mortalmente aburrido.

Octave se aburre con deleite bajo su cocotero; su felicidad consiste en observar cómo dos saltamontes se sodomizan sobre la arena mientras farfulla:

—El día que todo el mundo acepte aburrirse en esta Tierra, la humanidad estará a salvo.

Pero su delicado aburrimiento se ve perturbado por un Marc Marronier gruñón.

—¿Así que de verdad has roto con Sophie?

—Sí, en fin, no lo sé… ¿Por qué me lo preguntas?

—Por nada. ¿Puedo hablar contigo un minuto?

—Aunque te dijera que no, me hablarías igual y me vería obligado a escucharte por razones jerárquicas.

—Es cierto. Así que cierra la boca. Le he echado un vistazo al storyboard que le habéis vendido a Delgadín: es un desastre. ¿Cómo habéis podido parir semejante bazofia?

Octave se frota las orejas para asegurarse de que ha oído bien.

—Un momento, Marc, ¡fuiste TU quien nos dijo que cagáramos una boñiga para ese presupuesto!

—¿Yo? Nunca dije nada semejante.

—¿Tienes amnesia o qué? Nos rechazaron doce campañas e incluso nos dijiste que había que poner en marcha el plan Orsec, la boñiga del último minuto para….

—Perdona que te interrumpa, pero aquí el enfermo drogado que acaba de salir de una cura eres tú, así que no inviertas los papeles, ¿OK? Sé perfectamente lo que les digo a mis creativos. Nunca habría permitido mostrar semejante birria a un cliente tan emblemático para la agencia. Estoy harto de cagarme de vergüenza cuando ceno fuera. «DELGADÍN. DELGADEZ INTEGRAL SALVO EN LA MENTE.» No, pero ¿a quién pretendes tomarle el pelo?

—Un momento, Marc. Que actúes con una desconcertante mala fe, vale, al fin y al cabo estamos acostumbrados. Pero ahora el guión de Delgadín ya está vendido, ha superado todas las pruebas, ya se han celebrado dos reuniones de preproducción; es un poco tarde para cambiarlo todo. Lo he pensado bien y…

—Yo no te contraté para que pensaras. Nunca hay que descartar encontrar algo mejor. Mientras el anuncio no se emita, todo puede modificarse. Así que te diré algo: Charlie y tú os las apañaréis para modificarme ese guión durante el rodaje. ¡Es la imagen de la Rosse la que está en juego, joder!

Octave asiente y cierra el pico. Sabe perfectamente que no es la imagen de la Rosse lo que le preocupa a su director de creación, sino su poltrona, a punto de convertirse en asiento eyectable. Si hace un rato Philippe ha venido a charlar con él es porque debe de existir una presión máxima procedente de la empresa Madone; esta historia huele al juego de las sillas, a ver quién se queda sin. En otras palabras: esta noche, en el aire senegalés flota un aroma a despido, y, por desgracia, Octave intuye que ni siquiera se trata del suyo.

5

La segunda noche, el maestro de ceremonias había organizado una expedición a la sabana. Objetivo: hacer creer a los empleados con contrato indefinido que verían el país y podrían evadirse de su lujosa prisión. Pero, claro, nada más lejos de la realidad: transportados en 4x4 hasta la orilla del lago Rosa para asistir a un espectáculo de danza africana seguido de un típico asado de cordero, no iban a poder ver nada auténtico. La excursión tendría como única finalidad comprobar que el paisaje se parecía realmente al folleto suministrado por el Tour Operator. El turismo transforma al viajero en controlador, al descubrimiento en comprobación, la sorpresa en localización, al trotamundos en Santo Tomás. Pero, bueno, de todos modos, Octave consiguió ser devorado por los mosquitos; así pues, una parte de aventura seguía siendo factible si uno olvidaba el spray con aroma a limón en la habitación del hotel.

Después de la cena, un combate de lucha senegalesa enfrentó a los participantes del seminario (con las siglas de Lacoste en sus indumentarias) con los guerreros de una tribu postiza (disfrazados de indígenas de película de Tarzán). La ocasión de admirar a Marronier en calzoncillos, revolcándose por el barro, con fondo de tam-tams, bajo el gigantesco baobab, la luna, las estrellas, con el vino con sabor a gasolina, las carcajadas a mandíbula batiente de la responsable de relaciones externas, la mirada hambrienta de los niños del lugar, el calor de la hierba de Casamance y la sémola salpimentada hicieron que Octave volviera a experimentar el deseo de abrazar el cielo, de dar las gracias al universo por estar allí, aunque sólo fuera de un modo provisional.

Le gustaba aquella permanente humedad que propicia que las manos se deslicen sobre la piel. Hace que los besos tengan un ardiente sabor. Cuando ya nada tiene sentido, cada detalle recobra su valor. Desengancharse de todo, ése era el mínimo vital para un adicto. Octave se había unido con recelo a aquel viaje obligatorio; y, sin embargo, ahora resultaba que rozaba lo sublime, tocaba lo eterno con la punta de los dedos, acariciaba la vida, superaba el ridículo, comprendía la simplicidad. Cuando el camello apodado «Mina de Oro» le entregó su bolsita cotidiana de hierba, se repantigó sobre la arena de la playa balbuceando: «Sophie», el nombre que le dejaba sin aliento.

—El amor no tiene nada que ver con el corazón, ese órgano repugnante, especie de bomba empapada en sangre. El amor ataca primero a los pulmones. No deberíamos decir «tengo el corazón roto», sino «tengo los pulmones asfixiados». Los pulmones son los órganos más románticos: todos los amantes contraen tuberculosis; no es casual que Chéjov, Kafka, D. H. Lawrence, Frédéric Chopin, George Orwell y Santa Teresa de Lisieux murieran de esa enfermedad; en cuanto a Camus, Moravia, Boudard, Marie Bashkirtseff y Katherine Mansfield, ¿habrían escrito los mismos libros sin esa infección? Además, que se sepa, la Dama de las Camelias no murió de infarto de miocardio; semejante castigo está reservado a los trepas con estrés, no a los sentimentales sin remedio.

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