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Authors: Ian Fleming

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

Al servicio secreto de Su Majestad (15 page)

BOOK: Al servicio secreto de Su Majestad
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¡Ya estaba preparado! Abrió la puerta con precaución, valiéndose de su ganzúa de plástico, y, después de escuchar muy atento unos instantes, salió sigilosamente de la habitación.

En la sala de recepción, a su derecha, había luz. Dentro estaba sentado el vigilante, inclinado sobre un horario de servicio o algo parecido… Bond tensó los dedos de la mano izquierda para pegar con ella de canto y, dando dos pasos en dirección al hombre, le descargó un fuerte golpe en la nuca. La cara del hombre, cogido por sorpresa, chocó con sordo ruido contra la mesa, y al rebotar hacia arriba, la mano derecha de Bond, rápida como un relámpago, estrelló el Rolex en la mandíbula del vigilante. El cuerpo del hombre resbaló lentamente de la silla y se desplomó sobre la alfombra. Bond dio la vuelta a la mesa y se inclinó sobre él. Su corazón había cesado de latir. Aquél era el tipo a quien Bond había visto subir, la primera mañana, por el sendero de la pista de bob, momentos después de ocurrir el «accidente». ¡Vaya, vaya! ¡El pecador bien pronto había expiado su pecado!

Zumbó el teléfono que había sobre la mesa. Bond descolgó y, a través del pañuelo que le tapaba la boca, contestó en alemán:

—¿
Ja
? (¿Sí?).

—¿
Alles in Ordnung
? (¿Todo bien?).


Ja
.

—¿
In zehn Minuten holen wir Engländer. Verstanden
? (Dentro de diez minutos iremos a buscar al inglés. ¿Entendido?).


Is' recht
(Perfectamente).

Bond tenía la frente empapada en sudor. ¡Gracias a Dios que había cogido el teléfono! ¡Conque… dentro de diez minutos irían por él! Sobre la mesa había un manojo de llaves. Después de tres intentos infructuosos, acertó con la llave y abrió la puerta. Salió disparado hacia el cobertizo de los esquís, recogió a escape el par que previamente había seleccionado, así como los bastones colgados junto a él, salió por la puerta principal, la cerró por fuera y arrojó las llaves, lo más lejos que pudo, al campo cubierto de nieve. Se arrodilló a la luz de la luna, casi deslumbrante, para reajustar las ataduras de los esquís, hasta que sus botas quedaron perfectamente sujetas a las tablas.

¡Dos minutos perdidos ya! Bond se incorporó; se enfundó las manos, ya casi ateridas de frío, en los guantes y, tomando impulso con los bastones, se lanzó hacia delante a la mayor velocidad que pudo. Pero… ¡qué rastro iría dejando!, ¡cómo los rieles de un tranvía! En cuanto lograran abrir la puerta principal, lanzarían en su persecución a sus más veloces esquiadores… Cada minuto, y aun cada segundo, tenían una importancia vital. Detrás de los negros contornos de la estación del teleférico estaba el
start
de las pistas Gloria. Siguió derecho hacia aquel punto y remontó el borde saliente de la primera pista.

Al efectuar el primer descenso en vertical, Bond sintió en la médula un escalofrío casi de placer. Realizó dos virajes en balanceo, y luego una bajada en
schuss
, deteniéndose por último, entre una polvareda de nieve, en un rellano de la montaña. De pronto recordó que, a partir de aquel punto, la pista roja formaba una serie de zigzags más o menos en la misma dirección que los cables del teleférico, que bajaban, casi verticalmente, hacia la hondonada. Si la pista hubiera estado más visible, la habría seguido con mayor facilidad; pero la magnífica nieve recién caída le tentaba, induciéndole a realizar el descenso en cualquier dirección. Bond se subió las gafas de un manotazo y oteó a ver si adivinaba alguna bandera. Sí, en efectoallá abajo se distinguía una, a mano izquierda.

En el preciso instante en que se bajaba de nuevo las gafas y empuñaba los bastones, ocurrieron dos cosas. Desde la cima de la montaña llegó a sus oídos el estruendo de una sorda explosión, seguida de un dardo de llamas que se remontó por encima de él en el cielo. Al llegar al punto más alto de su trayecto parabólico, el proyectil de fuego pareció detenerse un instante. Entonces se produjo una detonación en el aire: en seguida comenzó a descender lentamente hacia el suelo una deslumbrante bengala de magnesio suspendida de un paracaídas, barriendo las sombras de las más pequeñas cavidades del terreno e inundándolo todo de una horrible claridad. A esta siguieron nuevas detonaciones que hicieron volar nuevas bengalas, iluminando hasta las más insignificantes grietas de la falda de la montaña. Y, en aquel mismo momento, comenzaron a vibrar los cables del teleférico por encima de la cabeza de Bond. ¡Los muy bandidos enviaban una cabina en su persecución!

Lanzando un juramento, Bond entró en el segundo circuito, mucho más pendiente. Al llegar a la bandera, hizo un viraje, rodeándola, y entró en el doble lazo en S que pasaba bajo los cables. En el momento mismo en que enfilaba la primera curva, notó que, sobre su cabeza, los cables cambiaban momentáneamente el tono de su zumbido: era que la cabina estaba trasponiendo la primera torre de acero. Bond sintió que empezaban a dolerle las rodillas. Avanzó por las eses trazando curvas más abiertas para atajar y aumentar la velocidad. Las bengalas, suspendidas de sus paracaídas, se columpiaban cada vez más bajas, casi encima de él. Mientras bajaba lanzado, distinguió algo allá lejos, a la izquierda: ¿otra bandera? Sí, en efecto…

De pronto, cerca de él y un poco a la derecha, algo se estrelló contra el suelo, produciendo una tremenda explosión que levantó un surtidor de nieve en remolino. Luego, ¡otra explosión a su izquierda! ¡Los canallas llevaban en la cabina un aparato lanzabombas! Tal vez el siguiente disparo daría en el blanco. Pero casi antes de que Bond hubiera formulado este pensamiento, se produjo, justo delante de él, una explosión espantosa que lo lanzó por el aire con esquís y bastones en una especie de doble salto mortal.

Con el máximo cuidado, se puso de nuevo en pie, jadeando y escupiendo nieve. Se había abierto un cierre de una de las ataduras. Con dedos temblorosos volvió a apretar el dispositivo y a sujetar la bota. Sonó otra detonación, pero esta vez a unos veinte metros de distancia. Tenía que salir a toda costa de la línea de tiro de aquel maldito teleférico. Febrilmente se lanzó por un atajo muy pendiente y se detuvo, jadeante, junto a la bandera que había divisado momentos antes. Miró hacia atrás. La cabina se había detenido. Tenía línea telefónica con las estaciones de salida y llegada, pero ¿por qué se había parado? Como en contestación a esta pregunta, relampaguearon de pronto, en el compartimiento delantero de la cabina, unas espléndidas llamaradas azules. Casi inmediatamente, desde un rellano situado por encima y a espaldas de Bond, comenzaron a disparar sobre él con tiro más rápido todavía. Los disparos procedían de dos puntos distintos y las balas hacían saltar leves surtidores de nieve a su alrededor. ¡Conque, después de todo, habían enviado también a los guías en su persecución! Su caída, provocada por la explosión, le había hecho perder sin duda unos minutos preciosos. ¿Cuánto tiempo les llevaría de ventaja? Seguro que menos de diez minutos… Una vez más, Bond respiró profundamente y reanudó su carrera, lanzándose en dirección a la siguiente bandera —un punto todavía muy distante en aquellos momentos—, que parecía peligrosamente próxima al precipicio rocoso de la ladera.

Sintió bullir algo en el fondo de su memoria, una vaga reminiscencia insistente, obsesionante, que no acertaba a concretar… ¿Qué era? Desde luego, algo desagradable… ¡Ah, sí! ¡Dios santo! ¡La última bandera que había dejado atrás! ¡Era negra! Sin darse cuenta, Bond se había metido en la pista negra, la que estaba cerrada a causa del peligro de un alud. Pero ya era demasiado tarde para intentar volver a la pista roja. No le quedaba más remedio que afrontar el riesgo, ¡y en qué momento! Acababa de caer una fuerte nevada y aquellas explosiones podían provocar la precipitación de la inmensa masa de nieve acumulada en la montaña. Pero… «¡al diablo todo!», se dijo Bond. Y se lanzó como un rayo por la gran pendiente no marcada en el mapa hasta llegar a la nueva bandera. Desde allí divisó la bandera siguiente, muy abajo, cerca ya de la linde del bosque de abetos. Pero la pendiente era demasiado empinada para poder bajarla en
schuss
; tenía que avanzar en
slalom
.

Y en aquel preciso momento se les ocurrió a sus perseguidores lanzar tres nuevas bengalas, seguidas de una sesión de fuegos artificiales, una tanda de cohetes que estallaron en haces de brillantes chispas de colores bajo las estrellas. ¡Una idea realmente genial! Porque aquel bello espectáculo había sido ingeniosamente planeado para engañar a los posibles espectadores del valle, que tal vez se preguntaran, extrañados, el significado de aquellas explosiones que se oían en lo alto de las montañas. Así se diría que estaban de fiesta allá arriba en el Piz Gloria, que estaban celebrando algo… Y entonces, de repente, Bond recordó. ¡Pues claro! ¡Era la fiesta de Nochebuena! Hasta aquel momento no se había dado cuenta.

Pero Bond apenas tuvo tiempo que dedicar a la evocación romántica de unas Navidades blancas como aquéllas, porque inmediatamente comenzó a percibirse el ruido más temible que se oye en los altos Alpes, el retumbante estrépito que rasga los aires alpinos: ¡un alud!

El suelo retembló violentamente… El sordo y creciente fragor se iba acercando cada vez más a Bond. «¡Dios todopoderoso!», exclamó. «¡Ahora sí que estoy perdido!». ¿Cuál era la norma práctica a seguir en casos como aquél? ¿Huir montaña abajo y tratar de adelantarse al alud? No le quedaba otro recurso. Bond dirigió sus esquís hacia la linde de árboles que se veía allá abajo y, agachándose en la antiestética posición de Arlberg, se lanzó con un chirrido de sus esquís a través de la inmensa extensión blanca.

«¡Adelante, adelante, adelante!». Tal era su única idea desesperada, su única obsesión, pues detrás de él parecía crecer más y más el sordo estruendo de la montaña. Allá abajo, pasada la última bandera, debía de estar el camino abierto en el bosque para la pista negra. Si no acertaba a encontrarlo, podía darse por muerto.

Ahora los árboles parecían abalanzarse literalmente sobre él. ¿No habría ningún boquete en aquella maldita barrera negra? Sí, allá se veía uno, sólo que más a la izquierda. Bond hizo un viraje y aminoró la velocidad, aguzando el oído para poder calcular por el ruido la distancia que lo separaba del alud que avanzaba tras él, montaña abajo. El retemblar del suelo se había hecho mucho más intenso. Una gran parte de la avalancha encontraría sin duda algún portillo de penetración entre los árboles y lo alcanzaría a él. ¡Allí estaba la bandera! Bond, mediante un
cristianía
, se lanzó hacia la derecha, en el momento en que ya a su izquierda se escuchaba el crujir estremecedor de los primeros árboles aplastados por el alud. Bond se precipitó en línea recta por el claro de bosque, blanco de nieve. Las primeras espumas de la gran marejada blanca debían de estar ya muy cerca de él, casi pisándole los talones… Llegó a la punta del claro y mediante un nuevo
cristianía
se lanzó hacia la derecha, en un último esfuerzo por apartarse de la ruta del alud.

El
cristianía
le resultó bien, pero se le enganchó el esquí derecho en una raíz y Bond salió despedido por los aires, aterrizando brutalmente en el suelo, donde quedó tendido sin aliento. El suelo se estremeció violentamente y una pequeña ola de nieve cubrió su cuerpo, al mismo tiempo que un sordo ruido crepitante resonaba en sus oídos para convertirse, un segundo después, en un estruendo ensordecedor como el retumbar de un trueno. Bond barrió la nieve que le tapaba los ojos y, con gran trabajo, logró ponerse de nuevo en pie. Los dos esquís se le habían soltado de los pies y sus gafas habían desaparecido. A diez o doce metros de donde se hallaba, un enorme torrente de nieve salía del bosque y se precipitaba hacia los prados. Bond introdujo la mano en el bolsillo del pantalón. Si alguna vez en su vida sintió necesidad de tomarse un trago, fue precisamente en aquella ocasión. Vació de una sentada el frasco de ginebra y lanzó el casco muy lejos. «¡Felices Pascuas!», se dijo a sí mismo, y se inclinó sobre las ataduras de los esquís para sujetarlos de nuevo a las botas.

Medio aturdido aún por la caída pero con el reconfortante calorcillo del licor en el estómago, reanudó la marcha para recorrer en
schuss
el último kilómetro a través de los prados situados a su derecha, huyendo del río de nieve que seguía su avance implacable. Pero ¡maldición!, allá, al fondo de los prados, una valla transversal le cerraba el paso. No le quedaba mas remedio que tomar la desembocadura normal de las pistas, al lado de la estación de partida del teleférico. No se veía ahora ninguna cabina aérea, pero… volvió a percibir el vibrante zumbido de los cables. ¿Habría regresado la cabina al Piz Gloria por suponer sus perseguidores que había sido atrapado y sepultado por el alud? Delante de la estación del teleférico, iluminada por brillantes focos, Bond divisó un gran
limousine
negro. Tenía que pasar forzosamente junto a este coche, pues era su único camino posible para salir a la carretera. Atravesó los prados en
schuss
muy fácilmente, lo que le permitió recobrar el aliento.

Pero el estampido seco de una pistola de gran calibre le hizo volver a la realidad. Una bala silbó y se clavó en la nieve junto a él. Bond hurtó el cuerpo saltando a un lado y echó una mirada rápida hacia atrás. Un nuevo fogonazo. Detrás de Bond bajaba velozmente un hombre con esquís. ¡Uno de los guardianes, naturalmente! Habría bajado por la pista roja. ¿Y el otro? ¿Le habría venido siguiendo por la pista negra? La pistola continuó vomitando fuego. Bond exhaló un profundo suspiro y se lanzó a la mayor velocidad que pudo, agachándose todo lo posible y trazando zigzags para dificultar la puntería de su perseguidor.

Bond estaba llegando al punto final de su carrera. Había un gran boquete en la valla que cerraba los prados, luego una gran zona de aparcamiento delante de la estación del teleférico y a continuación un terraplén bajo el que pasaba la vía del Ratische Bahn en dirección a Pontresina. Al otro lado de la vía, el talúd del terraplén descendía hasta la misma carretera que enlaza Pontresina con Samaden.

Otra bala hizo saltar la nieve delante de Bond. Era el sexto disparo. Con un poco de suerte, tal vez podía esperar que el cargador de la pistola hubiera quedado vacío. Pero no le serviría de mucho si tuviera que enzarzarse en una lucha cuerpo a cuerpo con su enemigo, pues estaba prácticamente agotado.

De pronto vio que por la línea del ferrocarril se acercaba el resplandor de unos faros. ¡Un tren expreso! Bond oía ya rugir los motores Diesel de la locomotora. ¡Lo que le faltaba! El tren pasaría por delante de la estación del teleférico precisamente en el instante en que él iba a alcanzar la vía. ¿Conseguiría atravesarla antes de pasar el tren? Bond hincó fuertemente los bastones en la nieve para aumentar aun más su velocidad… ¡Demonio! ¿Otra vez? Del gran automóvil negro saltó un hombre que se agazapó, apuntándole de frente. Bond zigzagueó para hurtar el cuerpo, mientras el hombre seguía disparando. Al llegar a la altura de su enemigo, Bond, utilizando uno de sus bastones a modo de lanza, se lo hincó en el cuerpo, sintiendo cómo la punta perforaba sus ropas. El hombre lanzó un terrible alarido y se derrumbó. Detrás de Bond, y sólo a unos metros de él, el esquiador que venía persiguiéndolo lanzó un rugido ininteligible. El gran faro amarillo de la locomotora hacía resplandecer ya los raíles, y Bond, lanzándose como un relámpago a través de la pendiente superficie del aparcamiento, entrevió fugazmente un gran quitanieves rojo que arrojaba a derecha e izquierda de la máquina dos chorros semejantes a enormes alas blancas. Al llegar a la pendiente del terraplén, hundió en el suelo los bastones para despegar los esquís de la nieve y se lanzó por el aire hacia delante; vislumbró por debajo de él el centelleo de los raíles, oyó —sólo a unos metros de distancia— un estridente pitido de la sirena del tren, aterrizó jadeante sobre la carretera helada y siguió cómo una flecha hasta estrellarse contra la dura muralla de nieve amontonada al otro lado de la carretera. En aquel preciso momento sonó a su espalda un grito aterrador, seguido de un tremendo crujir de maderas rotas y del chirrido de los frenos del tren.

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