Read Al servicio secreto de Su Majestad Online

Authors: Ian Fleming

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

Al servicio secreto de Su Majestad (16 page)

BOOK: Al servicio secreto de Su Majestad
4.56Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Las salpicaduras de nieve que la máquina arrojaba sobre él eran ahora de un color rosado. Bond se limpió el rostro y se quedó mirándolas un instante. Se le revolvió el estómago… ¡Dios santo! El hombre había intentado alcanzar a Bond a toda costa, pero fue alcanzado a su vez por las mortíferas aletas del quitanieves. Al mismo tiempo, Bond advirtió que los viajeros se asomaban a las ventanillas brillantemente iluminadas y que algunos incluso habían descendido a la vía. Con un gran esfuerzo, Bond se rehizo y se puso en pie. Inmediatamente se lanzó por la carretera cubierta de hielo. En sus oídos resonaban las voces furiosas de las gentes que quedaban atrás, junto al lugar del accidente.

Bond, que ahora no era más que un mero autómata jadeante y lívido como un cadáver, consiguió mantenerse sobre los esquís a lo largo de los tres kilómetros de suave pendiente que lo separaban de Samaden, el pequeño y tentador paraíso que le brindaba refugio y la compañía de seres humanos. Ante sus ojos apareció la esbelta torre de la iglesia del pueblo, toda iluminada por reflectores, y a la izquierda de las casas, que parecían sonreírle acogedoras, brillaba un atrayente mar de luces. A través del aire sereno y glacial llegaron a los oídos de Bond las notas de un vals. ¡La pista de patinaje! ¡Un baile de Nochebuena sobre hielo! Aquél era el ambiente que él necesitaba: gentío, alegría, bullicio, jaleo… Un lugar que le permitiera burlar la doble persecución que ahora le amenazaba: la de los miembros de ESPECTRA y la de la policía suiza. ¡Ladrones y policías codo con codo! Siguió adelante tropezando y haciendo eses como un borracho. Junto a la pista de hielo había una multitud de coches estacionados, así como numerosos esquís clavados en montículos de nieve. Sobre la puerta de entrada se veía un gran letrero en tres idiomas: «¡Gran baile de máscaras de Nochebuena! Entrada: 2 francos. Traiga a sus amistades».

Bond se agachó para desatarse los esquís. Cayó desplomado al suelo de puro agotamiento y debilidad. Hubiera querido quedarse allí tendido y dormir, dormir, dormir; la nieve endurecida por las pisadas le parecía ahora tan blanda y agradable como un colchón de plumas… Gimiendo quedamente, se puso en pie. Escondió luego bajo uno de los coches los esquís marcados con una G en la punta, así como los bastones, y siguió adelante tambaleándose ligeramente. El hombre sentado a la mesa en que se despachaban los billetes estaba tan borracho como parecía estarlo Bond. Levantó los ojos turbios y dijo:


Zwo Franken, two francs, deux francs
.

Bond se apoyó en la mesa-taquilla, entregó el dinero y recogió su billete de entrada. El taquillero parpadeó un poco para aclararse la vista y examinarlo con mayor atención.

—La máscara, el disfraz, es obligatorio —balbució.

Extendió el brazo hacia una caja que tenía a su lado y sacó un antifaz blanco y negro, arrojándolo sobre la mesa.

—Un franco.

Hizo una mueca que pretendía ser una sonrisa y agregó:

—Ahora tiene usted todo el aspecto de un gángster, de un espía. ¿Qué le parece?

—Perfecto —graznó Bond, poniéndose el antifaz.

Abandonando de mala gana la mesa-taquilla, traspuso la puerta de entrada. Alrededor de la cuadrada pista de hielo había bancos de madera dispuestos a modo de graderío. Bond tropezó en los escalones, y fue a caer en un asiento desocupado. Inmediatamente se quedó dormido.

Unas horas después sintió que alguien le sacudía por los hombros:

—Por favor, señor. ¡A la pista! ¡Todo el mundo a la pista para tomar parte en la gran final! Falta sólo un minuto.

De pie a su lado, enfundado en un uniforme púrpura y oro, aguardaba un hombre.

—¡Déjeme en paz! —dijo Bond, medio adormilado.

Pero al instante sintió como una voz interior que le advertía: «No armes escándalos. ¡Cuidado! No llames la atención». Haciendo un esfuerzo, se puso en pie y bajó los pocos escalones que le separaban de la pista. Con la cabeza un poco caída hacia adelante, como un toro herido, miró a derecha e izquierda. Descubrió un hueco en la cadena humana que rodeaba la pista y, con grandes precauciones, se deslizó hacia allí. Y entonces, desde el otro extremo, vino a su encuentro como una flecha una muchacha con anorak de un llamativo color rosa orlado de pieles y falda corta de color negro. La joven se detuvo en seco delante de él.

Bond alzó la vista para mirarla. Era una cara que había visto en alguna parte, una cara conocida… Aquellos ojos vivos, azules, aquella sonrisa radiante… Sí, pero ¿quién era?

La muchacha entró con él en el corro de patinadores, asió con su mano izquierda la derecha de Bond y con la otra se enganchó a la cadena de los patinadores.

—James… ¡Soy yo, Tracy! ¿Qué te pasa, di? ¿De dónde vienes?

—Tracy —contestó Bond, medio atontado—. Tracy, no te separes de mí. Me encuentro en un estado lamentable… —Ya te contaré.

Luego todo el mundo se puso a cantar y a balancearse alegremente, moviendo los brazos al compás de la música.

Capítulo XII

PARA DESAYUNAR, AMOR

Bond no comprendía cómo se las había arreglado para mantenerse en pie tanto tiempo sobre la pista, pero ahora todo había terminado por fin. Entre los aplausos generales, la multitud, alegre y satisfecha, comenzó a dispersarse en grupos más o menos nutridos. Tracy se aferró al brazo de Bond, que le dijo con voz enronquecida:

—Mézclate con la multitud, Tracy. Yo tengo que largarme; me vienen persiguiendo unos tipos… —de pronto se sintió alentado por un nuevo rayo de esperanza—. ¿Tienes el coche aquí?

—Sí, cariño. No te separes de mi lado. ¿Te aguarda alguien ahí fuera?

—Es muy posible. Mira a ver si hay por ahí algún Mercedes negro. Esos individuos pueden disparar. Mejor será que te mantengas apartada de mí. Puedo arreglármelas solo. ¿Dónde está el coche?

—Allá abajo en la carretera, a la derecha. Pero no hagas tonterías. Espera tengo una idea: ¡ponte mi anorak!

La muchacha bajó la cremallera y se quitó la prenda.

—Te quedará un poco estrecho. Toma. Mete el brazo por esta manga…

—Pero tú vas a atrapar un resfriado.

—Haz lo que te digo —dijo ella, subiéndole la cremallera—. ¡James, estás adorable así!

La piel del anorak olía a Ode de Guerlain. Aquel perfume le trajo a la memoria el recuerdo de
Royale-les-Eaux
. ¡Qué chica tan estupenda! Pensar en ella, la certeza de tenerla como aliada, la conciencia de haberse evadido al fin de aquella montaña maldita, todo esto reanimaba a Bond. Apretó fuertemente la mano de Tracy y la siguió por entre el gentío que afluía hacia la puerta de salida. Iba a pasar por un momento de peligro, un momento que podría ser fatal. Blofeld ya habría tenido tiempo por entonces de enviar al valle una cabina del teleférico llena de esbirros de ESPECTRA. A Bond le habían visto desde el tren, y ya sabrían que había seguido en dirección a Samaden. Probablemente sospecharían que iba a intentar mezclarse con la multitud para pasar inadvertido. Soltó la mano de la muchacha y volvió a deslizar el Rolex roto sobre los nudillos de su mano derecha. Había recuperado —gracias a Tracy principalmente— las fuerzas físicas suficientes para volver a enfrentarse con sus enemigos.

Se iban aproximando a la salida. Bond observaba con atención a la gente a través de su antifaz… Sí, en efecto. ¡Allí estaban ellos! Dos de los matones se habían colocado uno a cada lado del taquillero y examinaban atentamente a las personas que iban saliendo. Al otro lado de la carretera aguardaba ya el Mercedes negro. ¡No tenía escapatoria! Sólo le quedaba la posibilidad de engañarlos con una estratagema. Bond rodeó con el brazo el cuello de Tracy, diciéndole en voz queda:

—Bésame; no dejes de besarme hasta que hayamos rebasado la mesa-taquilla.

Ella le echó el brazo por los hombros y lo atrajo hacia sí. Sus labios se apretaron mientras caminaban, y así, entre una oleada de gente que reía y cantaba, traspusieron la puerta y se encontraron de nuevo en la calle.

Siempre enlazados, torcieron a un lado y siguieron calle abajo. ¡Allí estaba, en efecto, el bendito cochecito blanco!

Pero, de pronto, comenzó a aullar la bocina del Mercedes. Sonaba con insistencia apremiante, como un toque de alarma. El hombre del coche sin duda debió reconocer a Bond por su modo de andar o por sus anticuados pantalones de esquiar…

—¡Aprisa, cariño! —exclamó Bond con acento apremiante.

La muchacha saltó al volante, apretó el botón de la puesta en marcha y ya estaba el coche en movimiento cuando Bond trepó al interior por la otra puerta. Inmediatamente miró hacia atrás. A través de la ventanilla trasera vio correr hacia el Mercedes a los dos bandidos. Menos mal que estaba aparcado en sentido contrario, es decir, orientado hacia St. Moritz. Ya Tracy había pasado —de un elegante patinazo, sin perder el dominio del coche— la curva en S del pueblo, y ahora avanzaba velozmente por la carretera general.

Antes de que pudiera dar la vuelta y lanzarse en persecución del coche blanco, el Mercedes habría perdido unos minutos precisos. Tracy conducía a una velocidad tremenda, pero en la carretera había bastante tráfico, principalmente de rechinantes trineos llenos de alegres viajeros que regresaban a Pontresina; de vez en cuando pasaba también algún coche chirriando con sus cadenas antideslizantes.

—¿Nos libraremos de ellos? —preguntó Bond—. ¿Lo conseguirás? ¡Conduces maravillosamente! ¡Dios santo, bonita manera de pasar la Nochebuena!

Bajó el cristal de la ventanilla y arrojó afuera el antifaz; luego se quitó el anorak y se lo echó a Tracy sobre los hombros. Ante ellos apareció el gran poste indicador de la carretera principal que se dirigía hacia el valle.

—Sigue la ruta de la izquierda, Tracy. Por Filisur y luego por Coira.

La muchacha hizo el viraje a una velocidad que a Bond le pareció realmente suicida. El coche patinó, pero a pesar de que allí cubría la carretera una brillante capa de hielo ennegrecido, logró dominar el vehículo y siguió conduciendo alegremente, como si tal cosa.

—¿Cómo diablos has conseguido hacerlo? ¡Si ni siquiera llevas cadenas en las ruedas!

Ella rió.

—Clavos Dunlop Rally en las cuatro ruedas. No te preocupes lo más mínimo. Anda, siéntate a tus anchas y disfruta de los placeres del viaje.

Había algo completamente nuevo en la voz de la muchacha, un acento de alegría y felicidad que no poseía precisamente en
Royale-les-Eaux
. Bond se volvió hacia ella y, por primera vez desde su nuevo y singular encuentro, se puso a observarla atentamente. Sí, Tracy era ahora una mujer completamente nueva, y en ella se traslucía una salud radiante y una especie de llama interior. Sus hermosos labios entreabiertos parecían continuamente a punto de sonreír.

—¡Tienes un aspecto estupendo, maravilloso! Pero, por favor, cuéntame… Explícame que hacías en Samaden. Tu aparición me parece un milagro. Un milagro que me ha salvado la vida.

—Bueno, en realidad no tengo mucho que contar. Es una historia muy sencilla. Como sabes, me encontraba en Davos (por cierto que mi estancia allí me ha hecho mucho bien), y un buen día papá me llamó por teléfono desde Marsella. Quería saber cómo me encontraba. Cuando se enteró de que no te había vuelto a ver, se enfadó mucho y me ordenó que fuera inmediatamente en tu busca y no parara hasta encontrarte. Te ha cobrado un cariño loco, ¿sabes? Me explicó que había conseguido localizar a un hombre cuyo punto de residencia andabas tú buscando. Me dijo que, conociéndote como te conoce, a buen seguro podría encontrarte en cualquier lugar próximo a dicha residencia: el Club Piz Gloria. Me dijo además que, si llegaba a localizarte, te aconsejara que anduvieses con gran cuidado, porque arriesgarías tu vida —la muchacha rió—. ¡Qué razón tenía! Salí, pues, en un coche de Davos y subí a Samaden anteayer. Ayer no funcionaba el teleférico; de modo que pensaba haber subido esta mañana a ver si te encontraba. Bueno, ¡ahora cuéntame tú!

Habían rodado hasta entonces a gran velocidad, a pesar de las múltiples curvas de la carretera; Bond se volvió a mirar por la ventanilla trasera. Lanzó un juramento en voz queda. Allá detrás, a kilómetro y medio de distancia aproximadamente, los seguían, al parecer, las luces de dos potentes faros. La muchacha dijo:

—Ya sé. Los vengo observando por el espejo retrovisor. Me temo que nos están ganando terreno. Bien, cuéntame. ¿Qué haces? ¿Qué te ha traído aquí?

Bond le dio una versión abreviada de su aventura de pesadilla en las cumbres. Explicó que había tenido que escapar a toda prisa, y que en aquel asunto mantenía cierto contacto con la policía inglesa y con el Ministerio de Defensa británico.

Ella hizo un gesto burlón:

—Vamos, no trates de disimular, que conmigo no valen tapujos. Tú perteneces al Servicio Secreto. ¡Me lo ha dicho papá!

—Oh, son ganas de hablar —repuso Bond.

Pero ella le dirigió una sonrisa comprensiva. Luego dijo con perfecta calma:

—James, cariño, tengo que darte una mala noticia: esos individuos están cada vez más cerca y me queda muy poca gasolina en el depósito. Nos veremos obligados a parar en Filisur. Allí estarán cerrados ya todos los garajes y tendríamos que despertar a alguien, cosa que nos haría perder lo menos diez minutos. Y entonces nos alcanzarían. Tendrás que idear alguna solución rápidamente.

Aunque la distancia entre ambos coches era todavía de unos ochocientos metros, entraban ahora en una doble curva en S cuya primera mitad ceñía el borde de un barranco cruzado por un puente, por lo que la distancia en línea recta entre ambos vehículos quedaba reducida a unos trescientos metros. Durante unos segundos, el coche blanco quedó enfocado por el cono de luz de los faros del otro, y en aquel preciso instante se vieron chisporrotear las llamas azules de los disparos efectuados desde el Mercedes. De las altas rocas que bordeaban la carretera cayeron esquirlas de granito arrancadas por los impactos de las balas. Pero ya Tracy y Bond corrían por la segunda mitad de la curva, fuera del campo visual de sus perseguidores.

Pronto llegaron a un tramo de carretera interceptado a medias por un corrimiento de tierras. Un gran rótulo avisaba: «¡ATENCIÓN! ¡OBRAS! ¡CONDUCIR CON PRECAUCIÓN!». A la derecha de la carretera cortada estaba la montaña, y a la izquierda una valía medio derruida; detrás se abría un precipicio de casi cien metros de profundidad; un torrente, allá al fondo, arrastraba grandes témpanos de hielo. En el centro del tramo malo de carretera, una gran flecha indicadora de color rojo apuntaba hacia un paso estrecho sobre un puente provisional. Bond gritó de repente:

BOOK: Al servicio secreto de Su Majestad
4.56Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Secrets by Viggiano, Debbie
Sins & Mistrust by Lucero, Isabel
Sand and Sin by Dani Jace
Project X-Calibur by Greg Pace
Not the End of the World by Rebecca Stowe
Reunion by Sharon Sala