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Authors: Ian Fleming

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

Al servicio secreto de Su Majestad (20 page)

BOOK: Al servicio secreto de Su Majestad
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«Ahora otro encargo, el siguiente en orden de importancia. Hay otras diez muchachas en el mismo caso: vendrán en avión desde Zurich a Inglaterra e Irlanda, cualquier día a partir de mañana. Hay que dar instrucciones a los aduaneros para que las retengan a toda costa en el puerto marítimo o en el aeropuerto de entrada en el país. 007 tiene la lista de los nombres y apellidos de las chicas, así como una descripción bastante detallada de cada una de ellas. Sí… 007 presentará esa lista a Scotland Yard hoy mismo al atardecer… No, ahora no puedo darle pormenores… Es una historia muy larga de contar. ¿Ha oído hablar de la guerra biológica?… ¡Sí, exactamente! El carbunco y todo eso… Sí, una nueva faenita de ese maldito Blofeld. Bien, Vallance… ¿Se ha enterado bien de todo lo que le he dicho? Ah, magnífico —M escuchó un momento y sonrió satánicamente—. Sí… ¡Felices Pascuas también a usted!».

Colgó el receptor y dijo con voz un tanto cansada:

—Bien, ya hemos tomado todas las medidas que debíamos adoptar por nuestra parte en el plano oficial. Vallance cree que ya es hora de que metamos en la jaula de una vez a ese Blofeld. Yo estoy enteramente de acuerdo con él. Y este trabajo nos toca hacerlo a nosotros; es cosa exclusivamente nuestra. Pero no podemos contar con la colaboración de los suizos; si esperáramos su ayuda, estaríamos aviados: se dedicarían a poner reparos y a alborotar el cotarro durante semanas enteras, antes de tomar ninguna medida positiva para ayudarnos. Y para entonces ya estaría Blofeld en Pekín o Dios sabe dónde —M miró a Bond—. ¿Se le ocurre alguna idea, James?

Había llegado por fin la pregunta deseada, tal como Bond había supuesto. Este se tomó un gran trago y depositó delicadamente el vaso de whisky encima de la mesa. Luego empezó a hablar de manera enfática, apremiante y persuasiva. Pero, a medida que exponía su plan, el semblante de M se ensombrecía más y más; y cuando Bond concluyó su exposición diciendo: «… es la única posibilidad que veo; todo lo que necesito es un permiso de quince días, y también podría presentar mi dimisión, si fuera conveniente para nuestros fines…», M giró en su asiento, se volvió hacia la chimenea y se puso a contemplar, pensativo, las llamas agonizantes de los leños del hogar.

Bond guardó silencio, esperando el veredicto. Al fin, M giró de nuevo en su asiento y se volvió hacia el agente. En sus ojos grises brillaba una mirada furiosa.

—¡Está bien, 007! ¡Adelante, ya que se empeña! Yo no puedo decirle nada de este plan al Primer Ministro. No nos prestaría la menor ayuda. Pero, por Dios se lo ruego, tome todas las precauciones para que el asunto termine bien. Es absolutamente indispensable que la operación tenga pleno éxito; de lo contrario, ya sabe lo que nos espera… No me importa que me destituyan de mi puesto; pero no quisiera que el Gobierno se viera comprometido y envuelto en un escándalo como el del fracasado avión U—2 de los Estados Unidos. ¿Comprende usted?

Capítulo XV

GAULOISES Y AJO

Provisto de su pistola Walther bien enfundada y con su verdadero nombre en el pasaporte, Bond miró a través de la ventanilla, mientras el Caravelle sobrevolaba el Canal de la Mancha. Por lo menos ahora tenía la agradable sensación de ser el auténtico Bond y no el doble de Sir Hilary Bray.

Había tenido que darse una prisa tremenda para terminar todo su trabajo antes de tomar el avión. Hasta hora muy avanzada de la noche anterior, y luego durante toda la mañana, había trabajado en el Cuartel General preparando un
Identicast
de Blofeld y comprobando todos los detalles con Ronnie Vallance. Había celebrado una conferencia por teletipo con el puesto Z, y hasta se había acordado de decirle a Mary Goodnight que llamara a Sable Basilisk después de las vacaciones de Navidad para rogarle que hiciera algún trabajo sobre los apellidos de las diez muchachas, y sobre todo que no se olvidara de trazar el árbol genealógico de Ruby Windsor, adornándolo con unas cuantas iniciales doradas.

A las doce de la noche había pedido conferencia con Munich. Allí estaba Tracy. Se sintió feliz al escuchar aquella voz querida, ahora tan excitada y emocionada. Le dijo:

—Escucha atentamente lo que voy a decirte, Tracy. Mañana te enviaré mi partida de nacimiento, acompañada de una carta de presentación para el Cónsul General británico; en ella le digo que deseo casarme lo antes posible. Bueno, todo esto tardará unos días, pues antes hay que publicar las amonestaciones o algo parecido. Ahora tienes que sacar a escape tu partida de nacimiento y entregársela también… ¿Cómo? ¿Qué ya la tienes? —Bond lanzó una carcajada—. Entonces ya estamos listos. Todavía tendré trabajo para unos tres días; mañana salgo en avión para Marsella, a fin de entrevistarme con tu padre y pedirle tu linda mano. ¡Qué digo tu mano! ¡Tus dos manos, tus pies y todo el resto de tu persona! …No… No vengas: tú te quedarás quietecita en Munich. Esta conversación es sólo para hombres. ¿Estará tu padre levantado todavía? …Ahora mismo voy a llamarlo por teléfono. Bueno, si… Y ahora derechita a la cama… Tienes que descansar; de lo contrario, cuando llegue la hora de la verdad, vas a estar tan cansada que no vas a ser capaz de decir: «¡Sí, quiero!».

A los dos les había costado gran trabajo colgar el receptor; él hubiera querido seguir escuchando la voz de Tracy, y Tracy, la voz de él. Pero al fin se despidieron tiernamente con un último «¡Buenas noches!», y Bond, acto seguido, pidió conferencia con Marsella.

Marc-Ange acudió inmediatamente a la llamada. En su voz se reflejaba una excitación casi tan intensa como la que delatara la voz de Tracy unos momentos antes. El hombre estaba loco de alegría ante la perspectiva de la próxima boda, pero apenas tuvo tiempo de desahogar su entusiasmo de padre, porque Bond, que tenía otras cosas urgentes en que pensar, le interrumpió bruscamente y le dijo:

—Ahora escúchame, Marc-Ange. Quiero pedirte un regalo de boda.

—Todo lo que tú quieras, mi querido James. Estoy dispuesto a regalarte todo cuanto poseo. Y tal vez —rió— algunas cosas más que yo podría «agenciarme» si fuera preciso. ¿Qué te gustaría que te regalara?

—Te lo diré mañana por la noche. He sacado un billete de la Air France para Marsella. Avión de la tarde. ¿Tienes ahí a alguien que pueda salir a recibirme? Es asunto de negocios. ¿Podrían hallarse presentes tus otros directores para celebrar una pequeña reunión? Se trata de nuestra organización de ventas de Suiza.

—Ah, ya —la voz de Marc-Ange denotaba una comprensión absoluta—. Pues claro; mis colegas estarán disponibles con toda seguridad. Y, por supuesto, alguien saldrá a recibirte. Bien, ¡buenas noches, hijo mío!

Y colgó bruscamente.

«¡El viejo zorro!», pensó Bond. «¿Temerá acaso que yo hable demasiado por teléfono?».

En el avión, que volaba con un ligero silbido, Bond fue dando cabezadas hasta que el aparato aterrizó en Marsella. Salió a recibirlo un taxista con facha de auténtico pirata y lo llevó a una casa de apartamentos —un edificio de mal gusto, aunque nuevo y flamante— de la calle de St. Ferréol. En un escaparate de la planta baja había un rótulo cuyas letras, de una cruda luz de neón, formaban esta inscripción: APPAREILS ELECTRIQUES DRACO. El chófer cogió la maleta y la llevó al interior de un vestíbulo alfombrado. Un portero rechoncho y atezado, bajo cuya axila marcábase un bulto sospechoso, se hizo cargo del equipaje y escoltó a Bond en el ascensor hasta el último piso. Al llegar allí, otro tipo de la misma catadura lo introdujo en un confortable dormitorio con cuarto de baño. Después de haberse lavado, Bond siguió al hombre, entrando con él en una gran habitación situada al final del pasillo. Allí le estaba esperando Marc-Ange. Una sonrisa radiante de alegría, toda de dientes de oro, iluminó aquella cara arrugada como una nuez. Marc-Ange salió a su encuentro, lo abrazó instintivamente y, del modo más natural, lo besó en ambas mejillas. Bond reprimió un movimiento de retroceso y dio a Marc-Ange una palmadita tranquilizadora. Marc-Ange se apartó y se echó a reír.

—Está bien, está bien —dijo—. ¡Te juro que no volveré a besarte! Lo hice espontáneamente, sin pensar… ¡Cosa de nuestro temperamento latino! Bueno, venga, vamos a tomar un trago.

Bond aceptó esta invitación de muy buena gana.

—Siéntate y dime qué es lo que puedo hacer por ti —continuó Marc-Ange—. Te juro que no diré ni una palabra a Teresa hasta que hayamos terminado y liquidado definitivamente este asunto. Pero, al menos, dime una cosa —en sus ojos se leía una muda súplica— ¿no has cambiado de idea?

Bond sonrió.

—¡Pues claro que no, Marc-Ange! Dentro de esta misma semana nos casaremos. Concretamente en el Consulado General de Munich. Tengo quince días de permiso. He pensado que podríamos pasar nuestra luna de miel en Kitzbühel. Me gusta Kitzbühel. Y a Tracy también le encanta. ¿Vendrás a la boda?

—¿Cómo que si iré a la boda? ¡Eso ni se pregunta! —estalló Marc-Ange—. Más aún: te va a resultar difícil impedir que haga una escapadita a Kitzbühel mientras vosotros estáis allí… Pero ahora es preciso que deje a un lado esta enorme alegría que siento y vuelva a portarme como un hombre inteligente. Mis dos hombres, mis «organizadores», si prefieres esta expresión, nos están esperando. Pero antes quería hablar un rato a solas contigo.

Bond echó otro trago y tomó asiento al lado de la mesa, frente al Capu.

—También yo deseaba mucho esta entrevista, Marc-Ange, pues tengo que hablarte de ciertos asuntos que conciernen a mí país. Ahora bien, todo esto tienes que guardarlo, como sueles decir, detrás de tu
herkos odonton
. ¿Me lo prometes?

Marc-Ange levantó la mano derecha y con el índice hizo la señal de la cruz sobre su corazón.

—Prometido. ¡Adelante!

Bond le refirió la historia de punta a cabo. Había llegado a cobrar gran afecto a este hombre y sentía por él profunda admiración y respeto, si bien no sabría decir exactamente por qué. Acaso se debiera en parte a la atracción magnética que irradiaba su personalidad, y en parte al hecho de que Marc-Ange le había abierto de par en par su corazón, depositando en él su confianza hasta el extremo de revelarle sus secretos más íntimos.

Cuando Bond hubo concluido el relato, Marc-Ange se recostó en su asiento, echó mano a un paquete de Gauloises y, poniéndose un cigarrillo en la comisura de los labios, dijo:

—Sí, francamente, es una historia asquerosa e indignante. Hay que acabar con todo eso; es preciso destruir ese tinglado y al hombre que lo dirige. Escucha, mi querido James —su voz tenía ahora un tono sombrío y un poco ronco—: yo soy un gran delincuente. Hago contrabando, practico la extorsión cuando la ocasión se me presenta, robo a los grandes ricachones, infrinjo numerosas leyes. Y en estas andanzas más de una vez me he visto obligado a matar. Es posible que algún día cambie de conducta, tal vez muy pronto…, aunque reconozco que me resultará difícil renunciar al cargo de Capu de la Union Corse. Sin la protección de mis hombres, mi vida no valdría gran cosa. De todos modos, ya veremos… Pero este Blofeld es demasiado malvado; lo que pretende hacer es una bestialidad. Ahora tú vienes aquí a pedir a la Union Corse que haga la guerra a ese hombre y lo aniquile. Ya comprenderás que esto es algo que no puede hacerse oficialmente. Tiene razón tu jefe. Con los suizos no conseguirás nada. Tú quieres que mis hombres y yo realicemos ese trabajo… —rió de pronto—. Es ése el regalo de boda que querías pedirme, ¿a que sí?

—¡Exacto! Pero escucha: yo quiero tener mi parte en ese trabajo. He de participar personalmente en la operación. Quiero reservarme a ese hombre para mí solo.

Marc-Ange contempló un instante a Bond con aire pensativo.

—Eso no me gusta. Y tú sabes por qué.

En seguida añadió con voz suave:

—¡Eres un idiota de marca, James! Deberías dar gracias al Cielo por estar vivo todavía —se encogió de hombros—. Pero ya sé que gasto saliva en balde. Hace ya demasiado tiempo que andas detrás de ese hombre, y quieres ser tú mismo quien lo cace; ¿no es así?

—Eso mismo. No quiero que mate otro la liebre que he levantado yo.

—Está bien, está bien. Y ahora ¿te parece bien que hagamos entrar a mis colaboradores? No tienen por qué saber la razón por la que les hemos llamado. Les basta saber que es una orden mía, y nada más.

Marc-Ange descolgó el receptor y dio una orden. Un minuto después se abrió la puerta y entraron dos hombres en el despacho. Sin hacer caso de la presencia de Bond, tomaron asiento en las dos sillas desocupadas que había en la habitación.

Con un movimiento de cabeza, Marc-Ange señaló al hombre que estaba sentado al lado de Bond, un corpulento tipo atlético con las orejas combadas hacia afuera y una nariz partida de boxeador.

—Te presento a Ché-Ché
le Persuadeur
; como puedes figurarte, posee especiales dotes de persuasión —explicó Marc-Ange con una sonrisa feroz—. Y este otro caballero es Toussaint, conocido por el sobrenombre de
le Pouff
. Es nuestro experto en materias plásticas. Vamos a necesitar una gran cantidad de este material.

—¡Vaya que si vamos a necesitar! —repuso Bond.

Toussaint, hombre delgado y de tez grisácea, se inclinó ligeramente hacia delante, diciendo.

—¿
Plastique
?

—Este señor —prosiguió Marc-Ange señalando a Bond— es un gran amigo mío en todos los aspectos. Para vosotros será simplemente
le Comandant
. Y ahora, pongámonos a trabajar.

Hasta aquel momento había hablado con los dos hombres en francés, pero luego cambió bruscamente de idioma, poniéndose a hablar rápidamente en corso, del que Bond no entendía una sola palabra. Mientras seguía hablando, sacó del cajón un mapa muy detallado de Suiza, lo desplegó sobre la mesa y, después de rebuscar rápidamente con el dedo, señaló un punto situado en el centro de la comarca de Engadina. Los dos hombres estudiaron atentamente el mapa.

Ché-Ché dijo algo relacionado con «Estrasburgo», y Marc-Ange asintió entusiasmado con un movimiento de cabeza. Luego se volvió hacia Bond y le tendió una gran hoja de papel y un lápiz.

—Sé buen chico y ponte a trabajar en esto, ¿quieres? Necesitamos un plano del Piz Gloria, indicando la posición de los edificios, sus dimensiones aproximadas a escala y las distancias que los separan entre sí. Luego, más tarde, haremos una maqueta completa en plastilina, para que no haya la menor confusión. A cada hombre se le asignará una tarea específica —sonrió— lo mismo que en la guerra de comandos.

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