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Authors: Ian Fleming

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

Al servicio secreto de Su Majestad (22 page)

BOOK: Al servicio secreto de Su Majestad
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Pero ya en las sombras de la traidora pista le acechaba otra peligrosa sorpresa: unos largos surcos transversales practicados en el hielo formaban una serie de lomos o caballones… ¡Claro! ¡Aquél era el tramo denominado «Dislocador de Huesos»! Bond sintió el ruido trepidante de su trineo al pasar, entre sacudidas, de surco en surco; estuvo a punto de perder la pistola y tuvo la sensación de que la caja torácica iba a hacérsele pedazos. Al fin, el tramo peligroso quedó atrás, y Bond sorbió una bocanada de aire entre los dientes apretados. Pero de pronto divisó algo extraño allá delante… ¿Qué era aquello que se movía cuesta abajo por la pista? Era un objeto negro, como un limón de gran tamaño, y bajaba botando alegremente lo mismo que una pelota. ¿Acaso Blofeld, que en aquel momento avanzaba delante de él a unos treinta metros de distancia, había perdido alguna pieza de su equipo de alpinista? Al comprender de repente de lo que se trataba, Bond sintió un escalofrío. Clavó en el hielo las punteras de sus botas, pero ¡esfuerzo inútil!, pues se acercaba a mayor velocidad que nunca a aquella cosa redonda que bajaba dando botes: ¡una bomba de mano!

Un instante después (y esto fue lo primero que recordó más tarde) se produjo una explosión que lo lanzó con trineo y todo por los aires en una trayectoria parabólica. Aterrizó en la nieve blanda, fuera de la pista; quedó enterrado bajo el trineo y perdió instantáneamente el conocimiento.

Pero no habían pasado más de dos minutos cuando vino a despertarlo de su desvanecimiento una tremenda explosión que se produjo allá arriba en la montaña. Bond se puso en pie tambaleándose y quedó enterrado en la nieve hasta la cintura. El Club debía de haber volado por los aires, pues en el sitio donde antes se encontraba este edificio sólo se veía ahora un resplandor de llamas y una columna de humo. Luego una segunda explosión, que retumbó como un trueno, hizo pedazos el edificio donde se alojaba Blofeld, lanzando hacia abajo, por la ladera de la montaña, bloques enormes de hormigón. «¡Dios mío!», pensó Bond, «¡va a desencadenarse otro alud de nieve!». Pero no: inmediatamente se dio cuenta de que esta vez no tenía motivos para temer la avalancha, pues ahora se encontraba muy a la derecha, casi debajo del teleférico. No tuvo tiempo, sin embargo, de seguir reflexionando, porque en aquel momento vio volar por el aire la estación terminal del teleférico. Bond miró fascinado los grandes cables que, liberados de su tirantez, bajaban velozmente por la ladera, silbando y culebreando. ¡Y se dirigían precisamente hacia él! Ya no podía hacer nada sino quedarse quieto donde estaba y esperar. Si los cables llegaran a alcanzarlo, lo segarían como una guadaña… Pero, a Dios gracias, pasaron a su lado, fustigando la nieve, se enrollaron con la velocidad de un relámpago alrededor de la esbelta torre metálica situada cerca de la barrera de árboles del fondo, la derribaron con un chasquido metálico y siguieron adelante hasta desaparecer.

A la vista de este espectáculo, Bond soltó una risita de satisfacción, palpándose para ver si había sufrido nuevas heridas. Notó que la frente le sangraba y le quemaba como fuego. Le dolía todo el cuerpo, pero al parecer no tenía nada roto. Todavía completamente aturdido, examinó los restos del trineo. Los dos patines del vehículo estaban torcidos, pero ¿no serviría aun el maltrecho trineo? ¡Qué diablos, tenía que valerse de él como fuera! No tenía otro medio para bajar la montaña. ¿Y la pistola? ¡Se había ido al infierno, naturalmente! Cansado, Bond bajó por el talud que formaba la pared de la pista, arrastró hasta allí el trineo y lo dejó deslizarse de nuevo por la calzada de hielo. ¡Se sintió hasta contento! Ahora era una suerte que los patines estuvieran torcidos… Raspando y arañando el suelo, el pequeño vehículo fue dejando atrás las últimas curvas y puntos de peligro a una velocidad de apenas quince kilómetros por hora. Traspasó la barrera de los árboles y finalmente entró en la «Calle del Paraíso», la recta final de la pista de bob. Con una lentitud bienhechora y reconfortante, Bond se detuvo al fin, abandonó el trineo y, con un gran esfuerzo, trepó por el bajo talud de la pista. Al borde de ésta, las pisadas de los espectadores habían endurecido la nieve y Bond podía deslizarse con facilidad. Pero ¿qué le esperaría allá en el fondo, junto a la estación de partida del teleférico? Si se encontraba con Blofeld, estaba perdido. Pero no: la estación se hallaba a oscuras y completamente desierta. Los cables yacían inmóviles en el suelo, sueltos y laxos… ¡Realmente el golpe contra las instalaciones del Piz Gloria había resultado una operación costosa! ¿Qué habría sido de Marc-Ange, de sus hombres y del helicóptero?

Como contestación a esta pregunta tácita, Bond oyó instantes después el zumbido del helicóptero, allá por encima de las montañas, y en seguida vio la negra silueta del aparato que cruzaba el plateado disco de la luna y desaparecía en dirección al valle. Esbozó una sonrisa, pensando: «Mientras no hayan pasado la frontera, ¡se van a ver negros para justificar su presencia en el espacio aéreo suizo!». Pero si un marsellés no conseguía, con sus astutas artimañas, salvar los 350 kilómetros que le faltaban para trasponer la frontera, ningún otro mortal sería capaz de hacerlo.

En la carretera que venía de Samaden, y que Bond conocía muy bien, sonó de pronto la sirena de un coche del servicio local de bomberos. Bond preparó rápidamente la historia que tenía que contar. Trepó al muro de la estación del teleférico y miró con precaución a su alrededor. ¡Nadie! Sólo allá, frente a la puerta de entrada, se advertían huellas recientes de neumáticos. Sin duda Blofeld, al oír el helicóptero, había telefoneado al hombre que tenía de guardia en el valle, y luego se había valido de este hombre y de su automóvil para escapar. Por tanto, a aquellas horas Blofeld podía muy bien encontrarse en el desfiladero de Bernina, o acaso lo había pasado y estaba ya camino de Italia.

El reluciente vehículo rojo se detuvo delante de la estación, de modo que Bond quedó enfocado por la luz de sus faros. Los ocupantes saltaron a tierra. Unos se dirigieron al interior de la estación; Otros se quedaron allí fuera mirando hacia lo alto del Piz Gloria, en el que aún se distinguía un tenue resplandor de incendio. Un hombre con casco de bombero se dirigió a Bond y lo saludó con un torrente de palabrería en dialecto suizo-alemán. Bond hizo un movimiento negativo con la cabeza indicando que no entendía nada. Entonces el hombre trató de decirle lo mismo en francés. Al ver que Bond seguía sin comprenderlo, fue en busca de otro hombre, que poseía ligeros conocimientos de inglés.

—¿Qué ocurre? —le preguntó éste.

Pero Bond movió negativamente la cabeza, medio aturdido.

—No lo sé. Bajaba a pie de Pontresina camino de Samaden; vine de Zurich, de excursión, y perdí el autobús. Iba a tomar el tren en Samaden. Entonces vi las explosiones allá en la montaña —señaló el pico con un gesto— y pasé un poco más allá de la estación para ver mejor lo que ocurría. Después de esto, lo único que recuerdo es que recibí un golpe en la cabeza y que algo me hizo rodar por el suelo…

Señaló su cabeza ensangrentada y sus codos despellejados, que sobresalían por los desgarrones de las mangas.

—Estas heridas me las debe de haber hecho el cable, que me alcanzó y me arrastró cuesta abajo. ¿Llevan ustedes botiquín?

—Sí, naturalmente.

El hombre dio una voz a los componentes del grupo, y uno de sus compañeros, que llevaba un brazalete de la Cruz Roja, pidió a Bond que le siguiera hacia los lavabos de la estación. Allí, a la luz de una linterna de bolsillo, el hombre le lavó las heridas, le aplicó unos toques de tintura de yodo, que le quemaban como hierro candente, y le pegó encima unas cuantas tiras de esparadrapo. Bond se miró al espejo, esforzándose por sonreír. «¡Vaya facha!», pensó. «¡Bonito novio voy a hacer yo ahora!». El hombre de la Cruz Roja le sonrió con simpatía y sacó de su botiquín una botella de brandy. Bond, con una expresión de sincero agradecimiento, tomó un largo trago. Se presentó el intérprete y le dijo a Bond:

—Aquí no podemos hacer más. Tendrá que venir un helicóptero del servicio de socorro de montaña. Nosotros nos volvemos a Samaden, a informar. ¿Se viene?

—Oh, acepto encantado, gracias —contestó Bond con entusiasmo.

De este modo pudo llegar cómoda y confortablemente a Samaden; los bomberos lo dejaron en la estación del ferrocarril después de expresarle su simpatía y desearle un feliz viaje.

Un renqueante tren correo llevó a Bond hasta Coira. Allí tomó un expreso que lo condujo a Zurich. A las dos de la madrugada estaba a la puerta de casa de Muir, en la calle de la Estación. Rendido de cansancio, pulsó varias veces el timbre hasta que al fin un hombre en pijama y con el pelo alborotado entreabrió la puerta.

—Siento de veras molestarle. Soy otra vez yo: 007 —dijo Bond.

—¡Dios santo, hombre! ¡Entre, entre usted!

Muir abrió la puerta de par en par, echando a la vez una ojeada rápida a ambos lados de la calle.

—¿Le sigue alguien?

—No creo —repuso Bond con voz opaca.

El Jefe del Puesto Z lo miró de arriba abajo.

—¡Dios del cielo, amigo mío! Parece que le ha atacado a usted una manada de lobos… Vamos, venga y tómese un trago.

Le introdujo en un confortable cuarto de estar y, señalando al aparador, dijo:

—Sírvase usted. Ahora mismo le voy a decir a Phyllis que no se inquiete por esta visita a semejantes horas…, bueno, a menos que quiera usted que le eche un vistazo a sus heridas. Se da muy buena maña para estas cosas.

—No, no, muchas gracias, ya me encuentro bastante bien. La bebida me dejará como nuevo. Aquí se está maravillosamente; hace un calorcillo muy agradable. De la nieve no quiero saber nada, nunca más en mi vida. Puede creerme.

Muir salió un momento; al volver, dijo:

—Phyllis le está preparando la cama en el cuarto de los huéspedes.

Se sirvió un whisky con soda, muy rebajado, para acompañar a Bond, y se sentó a su lado.

—Y ahora, cuénteme. Todo lo que pueda contarme, claro.

—Bueno —repuso Bond—, no puedo decirle gran cosa. Se trata de la misma historia del otro día: el capítulo siguiente. Mejor que no sepa usted nada de todo esto. Hubiera preferido no tener que venir a su casa sólo para enviar un mensaje a M, un mensaje estrictamente personal, cifrado según el código de Claves XXX, que debe descifrar el destinatario en persona. ¿Sería tan amable de transmitirlo por teletipo?

—¡Naturalmente!

Muir se dirigió a la estantería-librería de la pared, sacó un libro y manipuló dentro del hueco que ocupaba dicho volumen. Se oyó un chasquido y se abrió una puertecita, por la que pasó Muir.

—Cuidado, baje la cabeza —dijo—. Este es un antiguo excusado, que ahora no se utiliza.

Se inclinó sobre una caja fuerte que había en el suelo y sacó de ella una especie de máquina de escribir portátil, la colocó sobre un estante al lado del voluminoso teletipo y se sentó frente a ella.

—¡Listos! Empiece usted.

Durante el viaje de Samaden a Zurich, Bond había pensado diferentes fórmulas para su mensaje. Debía estar redactado de tal forma que pusiera en antecedentes a M y, al mismo tiempo, dejara a Muir completamente a oscuras. En consecuencia, dictó el siguiente texto:

REDUCTO PERFECTAMENTE BARRIDO STOP FALTAN DETALLES PUES ENVIADO SIGUIÓ SOLO PROPIETARIO QUE DESGRACIADAMENTE VOLÓ Y AHORA PROBABLEMENTE CALZADO STOP SEGUIRÁ INFORME DESDE PUESTO M LUEGO TOMARÉ AGRADECIDO DIEZ DÍAS PERMISO FIRMADO 007.

Muir releyó el mensaje y luego comenzó a transmitirlo por teletipo en los grupos de cinco cifras suministrados por la máquina cifradora de triple X.

Bond supervisó la transmisión de, aquel mensaje, que venía a cerrar un capítulo más de sus misiones al servicio secreto de Su Majestad. ¿Qué pensaría Su Majestad de toda aquella serie de crímenes cometidos en su nombre? ¡Dios, que sensación de asfixia le producía aquella pequeña habitación! Bond sintió la frente bañada en sudor frío. Se llevó la mano a la cara, murmuró algo referente a una «montaña maldita» y, elegantemente, se desplomó.

Capítulo XVII

¿FELICIDAD SIN NUBES?

Tracy miró a Bond con grandes ojos asustados al encontrarse con él en el aeropuerto de Riem, en Munich. La muchacha sintió unas ganas tremendas de llorar, pero logró contenerse hasta que ambos se acomodaron en el pequeño Lancia blanco. Entonces rompió en inconsolable llanto.

—Pero ¿qué te han hecho, Dios mío? —exclamó entre sollozos—. ¿Qué te han hecho esta vez?

Bond la estrechó entre sus brazos.

—Estoy bien, Tracy. No es nada, te lo aseguro.

Le acarició el pelo y, sacando un pañuelo, le enjugó las lágrimas. Ella le arrebató el pañuelo de la mano y le sonrió.

—¿Qué has hecho? ¡Me has estropeado el maquillaje de los ojos! Hoy me había arreglado con mucha ilusión y me había puesto especialmente guapa para… ti —sacó un espejo del bolso y se limpió con cuidado las manchas de rimel—. Cuando me dijiste que ibas a estar fuera unos días más para arreglar cierto asunto, ya sabía yo que ibas a meterte en nuevos líos. Hace un rato, Marc-Ange me llamó por teléfono, preguntándome si te había visto. Le noté un no sé qué de misterioso y parecía muy preocupado… Y ahora sale en todos los periódicos esa historia del Piz Gloria. Por otra parte, cuando esta mañana telefoneaste (desde Zurich, por si fuera poco) expresándote en unos términos tan… cautelosos, sabía con certeza que todo aquello estaba relacionado. —Se guardó el espejo en el bolso y puso el motor en marcha—. Está bien, está bien. No voy a hacerte más preguntas… Y siento haber llorado de esta manera. —No obstante, su temperamento apasionado estalló en un arrebato de cólera—. ¡Pero también eres idiota! Por lo visto, ni te se ha ocurrido pensar que tu vida o tu muerte puedan importarle a otra persona. Eso es ya… es ya… ¡egoísmo! Sí, ésa es la palabra.

Bond puso la mano suavemente sobre la de ella, en el volante, y se la apretó. Detestaba las escenas. No obstante, tuvo que reconocer en su fuero interno que lo que ella acababa de decirle también era verdad. Durante aquellos días sólo había pensado en su misión. No se le había pasado por las mientes la idea de que otra persona pudiera sentirse angustiada por él. Siempre había pensado que, cuando él cayera, sus amigos moverían a lo sumo la cabeza con aire entristecido y en la crónica necrológica del Times se publicaría una nota anodina, unas breves líneas indiferentes que no dirían nada. Y tal vez unas cuantas muchachas sentirían un ramalazo de pena, y a eso se reduciría todo. Pero ahora, tres días antes de la boda, se daba cuenta de que ya nunca volvería a estar solo. Si hubiera muerto en aquella empresa, también habría muerto con él una parte de Tracy, por decirlo así.

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