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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Amigos en las altas esferas (14 page)

BOOK: Amigos en las altas esferas
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Cuando Landi respondió afirmativamente a la pregunta de si harían el viaje en tren, Brunetti dijo que estaría esperándolos en la estación para llevarlos al hospital en la lancha.

—¿Al hospital? —preguntó Landi con una esperanza desgarrada en la voz.

—Lo siento,
signor
Landi. Es donde los llevan.

—Ah —exclamó Landi por toda respuesta y de nuevo colgó el teléfono.

Aquella tarde, Brunetti llamó a un amigo que regentaba un hotel en
campo
Santa Marina y le preguntó si tendría una habitación doble para unas personas que quizá se quedasen a pasar la noche. La gente que debe acudir a la llamada del desastre suele olvidarse de comer, de dormir y de todos esos engorros que demuestran que la vida continúa.

El comisario pidió a Vianello que lo acompañara, pensando que para los Landi sería más fácil reconocer a un policía de uniforme. Por otra parte, era consciente de que Vianello era la mejor compañía que podía llevar no sólo para los Landi sino también para sí mismo.

El tren llegó con puntualidad, y no fue difícil reconocer a los padres de Landi entre los pasajeros que bajaron al andén. Ella era alta y delgada, con un vestido gris muy arrugado por el viaje y un moñito en la nuca que había pasado de moda hacía décadas. Su marido la llevaba del brazo, pero era fácil adivinar que no era por galantería: la mujer andaba con paso inseguro, como por efecto de la bebida o de la enfermedad. Landi era bajo y fornido, con músculos que denotaban toda una vida de trabajo duro. En otras circunstancias, a Brunetti le hubiera parecido cómico el contraste que ofrecía la pareja, pero no en ésas. La cara de Landi tenía el tono oscuro del cuero y su pelo disperso y descolorido apenas protegía un cráneo tan curtido como la cara. Tenía el aspecto del hombre que pasa todo el día a la intemperie, y Brunetti recordó la carta de la madre en la que hablaba de la siembra de primavera.

Al ver el uniforme de Vianello, Landi llevó a su esposa hacia él. Brunetti se presentó a sí mismo y a su sargento y dijo que tenían una lancha esperando. Sólo Landi les dio la mano y sólo él pudo hablar. Su esposa no fue capaz sino de mover la cabeza de arriba abajo, al tiempo que se llevaba la mano izquierda a los ojos.

Todo se hizo con rapidez. En el hospital, Brunetti sugirió que sólo el
signor
Landi identificara a Marco, pero ellos insistieron en entrar juntos a ver a su hijo. Brunetti y Vianello esperaron fuera, en silencio. Al cabo de unos minutos, los Landi salieron sollozando abiertamente. Las disposiciones exigían que la identificación formal se hiciera de palabra o por escrito en presencia del agente de la autoridad.

Cuando los Landi se calmaron, Brunetti sólo dijo:

—Me he tomado la libertad de reservar una habitación, por si prefieren quedarse esta noche.

Landi miró a su esposa, que movió la cabeza negativamente.

—No, señor. Regresaremos hoy mismo. Es mejor. Hay un tren a las ocho treinta. Lo comprobamos antes de salir.

Tenía razón. Era mejor y Brunetti lo sabía. Al día siguiente se haría la autopsia, y era conveniente alejar a los padres. Los hizo salir del hospital por la puerta de Urgencias y los llevó a la lancha de la policía que aguardaba en el muelle. Bonsuan los vio acercarse y ya había soltado las amarras cuando llegaron. Vianello ayudó a la
signora
Landi a embarcar y a bajar a la cabina. Brunetti tomó del brazo a Landi cuando éste saltó a la lancha y, con una ligera presión de los dedos, le impidió seguir a su mujer.

Bonsuan, que navegaba con la misma soltura con que respiraba, los apartó suavemente del muelle, haciendo funcionar el motor a poca velocidad, de modo que su avance era casi silencioso. Landi mantenía la mirada baja, fija en el agua, como resistiéndose a mirar a la ciudad que le había quitado la vida a su hijo.

—¿Querría hablarme de Marco? —preguntó Brunetti.

—¿Qué quiere saber? —preguntó Landi, sin levantar los ojos.

—¿Sabía que se drogaba?

—Sí.

—¿Lo había dejado?

—Yo creía que sí. A finales del año pasado, vino a casa. Dijo que se había desenganchado y quería pasar una temporada con nosotros. Estaba sano, y este invierno trabajó de firme. Entre los dos cambiamos el tejado del granero, que es una clase de trabajo que no puedes hacer si tomas cosas de esas que te envenenan el cuerpo. —Landi mantenía la mirada fija en el agua por la que se deslizaba la lancha.

—¿Le hablaba a usted de eso?

—¿De la droga?

—Sí.

—Sólo una vez. Él sabía que era un tema que yo no podía soportar.

—¿Le dijo por qué lo hacía o dónde la conseguía?

Landi miró a Brunetti. Tenía los ojos del azul de los glaciares y la cara extrañamente tersa, aunque atezada por el sol y el viento.

—¿Quién puede comprender por qué le hacen eso al cuerpo? —Movió la cabeza tristemente y volvió a mirar el agua.

Brunetti, reprimiendo el impulso de pedir perdón por sus preguntas, dijo:

—¿Sabe algo de su vida aquí? ¿De sus amigos? ¿Qué hacía?

Landi pareció responder a otra pregunta.

—Él siempre quiso ser arquitecto. Desde que era niño, lo único que le interesaba eran los edificios y cómo estaban hechos. Yo no entiendo de eso, yo soy un hombre del campo. Lo único que conozco es eso, el campo. —Cuando la lancha salió a las aguas de la laguna, una ola los embistió, pero Landi mantuvo el equilibrio como si no hubiera notado el movimiento—. Lo malo es que en el campo ya no hay futuro, no se puede vivir de la tierra. De eso estamos convencidos, pero no sabemos hacer otra cosa. —Suspiró. Sin levantar la cabeza, prosiguió—: Marco vino aquí a estudiar. Hace dos años. Cuando volvió a casa al final del primer año, notamos que algo andaba mal, pero no sabíamos qué. —Miró a Brunetti—. Nosotros somos gente sencilla, no sabemos nada de drogas ni de esas cosas. —Volvió la cara, vio los edificios que se levantaban al borde de la laguna y otra vez miró el agua.

El viento soplaba con más fuerza y Brunetti tuvo que inclinar la cabeza para oír lo que decía el hombre.

—En Navidad del año pasado vino a casa. Lo vi muy alterado, hablé con él y me lo confesó. Dijo que había decidido dejarlo, que sabía que eso le mataría.

Brunetti apoyó el peso del cuerpo en el otro pie y vio cómo las encallecidas manos de Landi oprimían la borda de la lancha.

—No supo explicarme por qué lo había hecho ni cómo era eso, pero cuando dijo que quería dejarlo le creí. No se lo dijimos a su madre. —Landi calló.

—¿Qué ocurrió después? —preguntó Brunetti.

—Se quedó en casa todo el invierno, y entre los dos reparamos el granero. Por eso sé que estaba perfectamente. Luego, hace dos meses, dijo que quería volver a los estudios, que ya había pasado el peligro. Yo le creí. Volvió a Venecia y parecía estar bien. Hasta que ha llamado usted.

La lancha viró para dejar el Canale di Cannaregio y entrar en el Gran Canal.

—¿Nunca mencionó a algún amigo? —preguntó Brunetti—. ¿Una novia?

La pregunta pareció violentar a Landi.

—Tenía una novia en el pueblo. —Calló, pero era evidente que la respuesta no estaba completa—. Me parece que aquí había alguien más. Marco llamó tres o cuatro veces durante el invierno, y también llamaba una chica preguntando por él. Pero él no nos dijo nada.

El motor dio marcha atrás un segundo, y la embarcación se detuvo suavemente frente a la estación. Bonsuan paró el motor y salió de la cabina. En silencio, enlazó un amarre, saltó a tierra y tiró de la cuerda hasta poner la lancha paralela al embarcadero. Landi y Brunetti se volvieron y el hombre dio la mano a su mujer para ayudarla a subir el último peldaño de la escalera de la cabina y la sostuvo del brazo mientras ambos saltaban a tierra.

Brunetti pidió a Landi los billetes y se los dio a Vianello, que se adelantó rápidamente para hacerlos sellar e informarse del andén. Cuando los otros tres acabaron de subir la escalera, Vianello ya regresaba. Los llevó al andén número cinco, donde esperaba el tren para Verona. En silencio, caminaron a lo largo del tren hasta que Vianello, que iba mirando por las ventanillas, vio un compartimiento vacío. Se paró en un extremo del coche, al lado de la puerta, y ofreció el brazo a la
signora
Landi. Apoyándose en él, la mujer subió al tren pesadamente. Landi la siguió. Desde la plataforma, se volvió y tendió la mano primero a Vianello y después a Brunetti. Movió la cabeza de arriba abajo, pero no tenía más palabras y siguió a su mujer por el pasillo hasta el compartimiento.

Brunetti y Vianello se quedaron junto a la puerta hasta que el revisor tocó el silbato, agitó un banderín verde y subió al tren, que ya había arrancado. La puerta se cerró automáticamente y el tren se dirigió hacia el puente y el mundo que había más allá de Venecia. Cuando el compartimiento pasó por delante de ellos, Brunetti vio que los Landi estaban sentados uno al lado del otro y que él rodeaba con el brazo los hombros de su mujer. Los dos miraban fijamente el asiento de enfrente y no se volvieron al pasar por delante de los policías.

Capítulo 14

Desde un teléfono que encontró al salir de la estación, Brunetti anuló la reserva de la habitación, sorprendiéndose a sí mismo por haberlo recordado. Después de aquello, ya no le quedaban energías para lo que no fuera irse a su casa. Él y Vianello tomaron el 82, pero apenas cruzaron palabra en todo el trayecto hasta el Rialto. La despedida fue lúgubre, y Brunetti se encaminó a casa con su tristeza a cuestas, cruzando el puente y el mercado de frutas y verduras ahora cerrado. Ni la explosión de orquídeas en los escaparates de Biancat consiguió animarlo, como tampoco el olor a buena cocina que se respiraba en el segundo piso de su edificio.

Los aromas eran aún más sugestivos dentro de su casa: alguien se había duchado o bañado con el gel de tomillo que la semana anterior había traído Paola, la misma que había preparado salchichas con pimientos para cenar. Era de esperar que se hubiera tomado la molestia de ponerles un buen lecho de pasta fresca.

Brunetti colgó la chaqueta en el armario. En cuanto entró en la cocina, Chiara, que estaba sentada a la mesa, ocupada en lo que parecía un trabajo de geografía —tenía delante varios mapas, una regla y un transportador—, se abalanzó sobre él echándole los brazos al cuello. Recordando el olor del apartamento de Marco, Brunetti tuvo que hacer un esfuerzo para no apartarse de su hija.

—Papá —dijo ella sin concederle tiempo para darle un beso o decir «hola»—, ¿este verano podré tomar lecciones de vela?

Brunetti buscó con la mirada a Paola, que quizá pudiera darle alguna explicación, pero buscó en vano.

—¿Vela? —repitió él.

—Sí, papá —dijo la niña sonriéndole—. Con un libro que tengo, estoy aprendiendo por mi cuenta a navegar, pero necesito que me enseñen a manejar un barco. —Lo tomó de la mano y lo llevó a la mesa de la cocina que estaba cubierta de mapas, aunque eran mapas de costas, sólo del contorno marítimo de países y continentes.

Chiara se inclinó sobre la mesa, mirando el libro abierto con otro libro encima sujetando las hojas.

—Mira, papá —dijo señalando una lista de números—, si no está nublado, con buenas cartas y un cronómetro, pueden saber dónde están en cualquier momento y en cualquier parte del mundo.

—¿Quiénes pueden, cariño? —preguntó él abriendo el frigorífico y sacando una botella de tokai.

—El capitán Aubrey y su tripulación —respondió ella en el tono del que dice una obviedad.

—¿Y quién es el capitán Aubrey? —preguntó él.

—El capitán del
Surprise.
—Su hija lo miraba como si acabara de confesar que ignoraba su propia dirección.

—¿El
Surprise
? —repitió él, todavía en ayunas.

—Está en los libros, papá, los libros de la guerra contra Francia. —Antes de que él pudiera confesar su ignorancia, ella preguntó—: ¿No son perversos los franceses?

Brunetti, que en eso estaba de acuerdo con ella, prefirió callar, al no tener ni idea de qué le hablaba. Se sirvió un vasito de vino, tomó un buen trago y después otro. Volvió a mirar los mapas y observó que en las zonas azules había muchos barcos, barcos antiguos, con grandes velas blancas hinchadas por el viento y, en los ángulos, una especie de tritones que surgían de las aguas soplando caracolas.

—¿Qué libros, Chiara? —preguntó rindiéndose.

—Los que me dio mamá en inglés, de aquel capitán y su amigo y la guerra contra Napoleón.

Ah, aquellos libros. Brunetti tomó otro sorbo de vino.

—¿Y te gustan a ti tanto como le gustan a mamá?

—Oh —exclamó Chiara, mirándolo muy seria—. No creo que a nadie puedan gustarle tanto como a mamá.

Hacía cuatro años, Brunetti había sido abandonado por su esposa, tras casi veinte años de matrimonio, durante más de un mes, mientras ella leía, una tras otra, dieciocho novelas —él las iba contando— sobre los interminables años de batallas navales entre Inglaterra y Francia. No contribuyó precisamente a hacer más llevadera la situación el que, durante aquel período, él tuviera que compartir la suerte de la marinería británica, con comidas preparadas apresuradamente, carnes medio crudas y pan seco, de tal modo que más de una vez sintió el impulso de ahogar las penas en grog. En vista de que su mujer no parecía encontrar en la vida otro aliciente, él decidió abrir uno de aquellos libros, aunque sólo fuera para tener tema de conversación durante sus improvisadas comidas. Pero lo encontró farragoso, lleno de hechos extraños y animales más extraños aún, y abandonó el intento a las pocas páginas, antes de conocer al capitán Aubrey. Menos mal que Paola era una lectora rápida y al terminar la última novela de la serie, regresó al siglo XX, en apariencia indemne tras varias semanas de estar expuesta a naufragios, batallas y escorbuto.

De allí procedían los mapas.

—Tendré que hablar con tu madre —dijo él.

—¿Hablar, de qué? —preguntó Chiara, que otra vez tenía la cabeza inclinada sobre los mapas y con la mano izquierda pulsaba la calculadora, instrumento que hubiera envidiado el capitán Aubrey, pensó Brunetti.

—Las lecciones de vela.


Ah, yes
—dijo Chiara, pasando al inglés con la suavidad de una anguila—.
I long to sail a ship.

Brunetti la dejó entregada a sus cálculos, volvió a llenar el vaso, sirvió otro y se fue al estudio de Paola. Por la puerta abierta, la vio echada en el sofá. Sólo la frente le asomaba por encima del libro que tenía en las manos.

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