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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Amigos en las altas esferas (18 page)

BOOK: Amigos en las altas esferas
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—El abogado de la Volpato los demanda y ella presenta el documento firmado ante notario.

Mientras ella hablaba, Brunetti reflexionaba sin apartar la mirada de los libros del escaparate y reconocía que nada de aquello era nuevo para él. Aunque ignoraba los detalles, sabía que esas cosas ocurrían. Pero eran de la incumbencia de la Guardia di Finanza, por lo menos, hasta ese momento, en que las circunstancias, o la simple casualidad, le habían puesto delante a Angelina Volpato y su marido, que seguían allí, al otro lado de la plaza, conversando animadamente, un luminoso día de la primavera de Venecia.

—¿Qué interés cargan?

—Depende de lo desesperada que esté la gente —respondió Franca.

—¿Y eso cómo lo saben?

Ella apartó la mirada de unos cerditos que conducían coches de bomberos para fijarla en él.

—A ti te consta, lo mismo que a mí, que aquí todo el mundo lo sabe todo. No tienes más que pedir un préstamo a un banco, para que, al final del día, todos los empleados estén enterados, a la mañana siguiente, lo sepan sus familias y, por la tarde, toda la ciudad.

Brunetti tuvo que admitir que así era. Ya fuera porque en Venecia todos eran parientes, amigos o conocidos, ya porque en realidad la ciudad era como un pueblo grande, en aquel mundillo bullicioso y endogámico, no podía haber secretos. Era perfectamente lógico que cualesquiera apuros financieros que pudiera tener una persona fueran rápidamente del dominio público.

—¿Qué interés? —insistió él.

Ella fue a contestar, vaciló un momento y dijo:

—He oído hablar de un veinte por ciento mensual. Y hasta de un cincuenta.

El veneciano que Brunetti llevaba dentro hizo el cálculo al instante.

—¡Un seiscientos por ciento anual! —exclamó sin reprimir la indignación.

—A interés compuesto, mucho más —le corrigió Franca, demostrando que las raíces de su familia en la ciudad eran más profundas que las de los Brunetti.

El comisario volvió a mirar a aquella pareja que estaba al otro lado del
campo.
Mientras él los miraba, terminaron la conversación, la mujer se alejó en dirección al Rialto y el hombre vino hacia ellos.

Brunetti observaba al individuo: tenía la frente abombada, la piel áspera y escamosa, como por alguna enfermedad no tratada, los labios carnosos y los párpados hinchados. Avanzaba con un andar extraño, de ave zancuda, con el pie plano, como para no gastar el tacón de sus muy remendados zapatos. La cara mostraba las huellas de la edad y la enfermedad, pero aquel caminar desgarbado daba a su figura un aire de juvenil abandono, sobre todo, visto de espaldas, según comprobó Brunetti que lo seguía con la mirada y lo vio torcer por la calle que conducía al ayuntamiento.

Cuando Brunetti se volvió, vio que la vieja había desaparecido, pero en su memoria quedaba la imagen de un marsupial, una especie de rata erecta.

—¿Y tú cómo sabes todo esto?

—Recuerda que trabajo en un banco —respondió ella.

—¿Y esos dos son el tribunal de última instancia para las personas que no pueden conseguir nada de vosotros?

Ella asintió.

—Pero ¿cómo los encuentra la gente?

Ella lo miró, como para decidir en qué medida podía fiarse de él.

—Me han dicho que, a veces, la gente del banco se los recomienda.

—¿Cómo?

—Que cuando un banco te deniega un préstamo, a veces, un empleado te sugiere que acudas a los Volpato. O al prestamista que le da comisión.

—¿Cuánto de comisión? —preguntó Brunetti con voz neutra.

Ella se encogió de hombros.

—Dicen que depende.

—¿De qué?

—Del importe del préstamo. O del convenio que el banco tenga con los usureros. —Antes de que Brunetti pudiera preguntar algo más, ella agregó—: Cuando la gente necesita dinero, trata de sacarlo de donde sea. Si no se lo prestan los amigos, la familia o algún banco, acude a personas como los Volpato.

La única forma en que Brunetti podía hacer la siguiente pregunta era la directa:

—¿Todo eso está relacionado con la mafia?

—¿Y qué no lo está? —preguntó Franca a su vez, pero al ver su gesto de irritación, agregó—: Perdona, era una broma. No me consta que lo esté. Pero, si lo piensas un momento, te darás cuenta de que sería un buen sistema para blanquear dinero.

Brunetti asintió. Sólo la protección de la mafia podía impedir que un negocio tan provechoso como ése fuera investigado por las autoridades.

—¿Te he arruinado el almuerzo? —preguntó ella con una sonrisa repentina y con aquel cambio de tono que él recordaba.

—En absoluto, Franca.

—¿Por qué estás indagando en esto? —preguntó ella por fin.

—Porque podría estar relacionado con otra cosa.

—Casi todo lo está —dijo ella, pero no preguntó más, otra de las cualidades que él siempre había apreciado en ella—. Me voy a casa —anunció, y se puso de puntillas para besarlo en las dos mejillas.

—Gracias, Franca —dijo él, atrayéndola hacia sí, sintiendo con agrado el contacto de su cuerpo firme y su carácter más firme aún—. Siempre es un placer verte.— En el momento en que ella le daba unas palmadas en el brazo y se volvía para marcharse, él se dio cuenta de que no le había preguntado por otros usureros, pero ya no podía hacerla volver. Lo único en lo que podía pensar ahora era en irse a casa.

Capítulo 17

Mientras caminaba, Brunetti rememoraba los tiempos en que salía con Franca. Se daba cuenta de lo grato que le había resultado volver a abrazar aquella recia figura que tan familiar le había sido. Recordó un largo paseo que dieron por la playa del Lido la noche del Redentore. Él debía de tener diecisiete años. Cuando se terminaron los fuegos artificiales, estuvieron andando cogidos de la mano hasta el amanecer, viendo con pena que se acababa la noche.

La noche se acabó, como se acabaron otras muchas cosas entre los dos, y ahora ella tenía a su Mario y él tenía a su Paola. Entró en Biancat y compró una docena de lirios para su Paola, contento de poder hacer eso, contento de saber que la encontraría arriba, esperándolo.

La encontró sentada a la mesa de la cocina, pelando guisantes.


Risi e bisi
—dijo él a modo de saludo al ver los guisantes, con el ramo delante.

Ella miró las flores sonriendo.

—Lo mejor que puede hacerse con los guisantes tempranos es un buen
risotto,
¿no? —dijo poniendo la mejilla.

Una vez dado el beso, él dijo, ociosamente:

—Eso, si no eres una princesa y los quieres para ponerlos debajo del colchón.

—Yo diría que el
risotto
es mejor idea —dijo ella—. ¿Las pones en un jarro mientras termino con esto?

Él acercó una silla a los armarios, tomó una hoja de periódico de la mesa, la puso en el asiento y se subió para alcanzar uno de los jarrones que estaban encima de un armario.

—A ver el azul… —dijo ella, observando la operación.

Él se bajó, puso la silla en su sitio y llevó el jarrón al fregadero.

—¿Hasta dónde de agua?

—La mitad. ¿Qué quieres para segundo?

—¿Qué hay?

—El rosbif que quedó del domingo. Cortado bien fino, podríamos tomarlo con ensalada.

—¿Chiara come carne esta semana? —Hacía una semana que Chiara, después de leer un artículo sobre el trato que se daba a los terneros, había declarado que sería vegetariana durante el resto de su vida.

—El domingo la viste comer rosbif, ¿no? —preguntó Paola.

—Ah, sí, claro —contestó él rompiendo el papel de las flores.

—¿Qué es lo que anda mal? —preguntó ella.

—Lo de siempre —dijo él sosteniendo el jarrón debajo del grifo del agua fría—. Vivimos en un universo perdido.

Ella volvió a los guisantes.

—Eso lo sabe todo el que se dedique a tu trabajo o al mío —respondió ella.

Él preguntó con curiosidad:

—¿Por qué al tuyo? —Brunetti no necesitaba que alguien le dijera que el mundo estaba perdido; pero era porque él llevaba veinte años en la policía.

—Tú tratas con la decadencia moral y yo, con la mental. —Paola hablaba en el tono de irónica autosuficiencia que adoptaba cuando se permitía tomar en serio su trabajo. Y entonces preguntó—: Concretamente, ¿qué te ha puesto así?

—Este mediodía he estado tomando una copa con Franca.

—¿Cómo está?

—Bien. Su hijo se hace mayor y me parece que a ella no le gusta mucho trabajar en un banco.

—¿Y a quién va a gustarle eso? —dijo Paola, pero era más una respuesta ritual que otra cosa, e insistió en su pregunta original, que él había eludido—: ¿Por qué ver a Franca te hace pensar que vivimos en un mundo que se desmorona? Generalmente, produce el efecto contrario.

Mientras iba introduciendo las flores en el jarrón, una a una, lentamente, Brunetti repasó varias veces el comentario de su mujer, en busca de un doble sentido o cierto deje de sarcasmo, sin encontrarlo. Ella sabía el placer que le producía ver a esa antigua y buena amiga, y compartía la alegría que la compañía de Franca le deparaba. Al comprenderlo así, de pronto, el corazón le dio un vuelco y sintió que se le encendía la cara. Uno de los lirios cayó en la encimera. Él lo recogió, lo puso con los otros y dejó el jarrón en lugar seguro, lejos del borde.

—Me ha dicho que tenía miedo de que le pasara algo malo a Pietro, si me hablaba de los prestamistas.

Paola dejó la tarea y se volvió a mirarlo.

—¿Los prestamistas? ¿Y qué pintan aquí los prestamistas?

—Rossi, aquel chico del Ufficio Catasto que murió, tenía en la cartera el número de teléfono de un abogado que había llevado varios casos contra ellos.

—¿Un abogado? ¿Dónde?

—En Ferrara.

—¿No será el que ellos asesinaron? —preguntó levantando la cabeza.

Brunetti asintió, interesado en que Paola diera por hecho que Cappelli había sido asesinado por «ellos» y dijo:

—El juez encargado de la instrucción del caso ha descartado a los prestamistas y parecía empeñado en convencerme de que el asesino se equivocó de víctima.

Ella se quedó pensativa y Brunetti observaba en su cara el curso de sus reflexiones.

—¿Por eso él tenía el número del abogado? ¿Por los prestamistas?

—No tengo pruebas. Pero da esa coincidencia.

—La vida está llena de coincidencias.

—El asesinato, no.

Ella entrelazó los dedos encima del montón de vainas de guisante.

—¿Desde cuándo es asesinato? Me refiero a lo de Rossi.

—Desde no sé cuándo. Quizá desde nunca. Sólo quiero aclarar esto y descubrir, si es posible, por qué lo llamó Rossi.

—¿Y qué tiene que ver Franca?

—Pensé que, trabajando en un banco, podría tener información sobre los prestamistas.

—Creí que los bancos se dedicaban precisamente a eso, a prestar dinero.

—A veces, no. Sobre todo, si es a corto plazo y a personas que podrían no devolverlo.

—Entonces, ¿por qué preguntarle a ella? —Por lo imperturbable de su gesto, Paola hubiera podido ser juez.

—Creí que quizá supiera algo.

—Eso ya lo has dicho. Pero ¿por qué precisamente Franca?

No había razón, aparte la de que ella fue la primera persona que le vino a la memoria. Además, hacía mucho que no la veía y le apetecía llamarla, sencillamente. Se metió las manos en los bolsillos y cargó el peso del cuerpo sobre el otro pie.

—Por ninguna razón en particular —dijo finalmente.

Ella separó los dedos y volvió a pelar guisantes.

—¿Qué te ha dicho y por qué teme por Pietro?

—Me ha hablado de dos personas, y hasta me las ha enseñado. —Antes de que Paola pudiera interrumpir, explicó—: Nos hemos encontrado en San Luca, y allí estaba la pareja. Sesenta y tantos, diría yo. Me ha dicho que prestan dinero.

—¿Y Pietro?

—Dice que puede existir una relación con la mafia y el blanqueo de dinero, pero no ha querido dar más explicaciones. —Vio el leve gesto de asentimiento de Paola, indicativo de que ella compartía su opinión de que bastaba la sola mención de la mafia para hacerte temer por tus hijos.

—¿Ni siquiera a ti? —preguntó ella.

Él movió la cabeza negativamente y repitió el gesto cuando ella lo miró.

—Entonces la cosa es grave —dijo Paola.

—Eso parece.

—¿Quiénes son esa gente?

—Angelina y Massimo Volpato.

—¿Habías oído hablar de ellos? —preguntó ella.

—No.

—¿A quién has preguntado?

—A nadie. Los he visto por primera vez hace veinte minutos.

—¿Qué piensas hacer?

—Averiguar todo lo que pueda.

—¿Y luego?

—Depende de lo que descubra.

Un silencio, y Paola dijo:

—Hoy pensaba en ti y en tu trabajo. —Él esperó—. Fue mientras limpiaba los cristales, y eso fue lo que me hizo pensar en ti —agregó, desconcertándolo.

—¿Qué tiene que ver mi trabajo con los cristales?

—Después de los cristales, he limpiado el espejo del cuarto de baño, y entonces he pensado en tu trabajo.

Él sabía que su mujer seguiría hablando aunque él no dijera nada, pero también sabía que le gustaba que la animaran, de modo que preguntó:

—¿Y bien?

—Para limpiar el cristal de una ventana, tienes que abrirla, y, al mover el batiente, cambia el ángulo de incidencia de la luz. —Al ver que él la seguía, continuó—: Luego la limpias. O te parece que la limpias. Porque, cuando cierras la ventana, la luz vuelve a entrar con el ángulo de antes y entonces ves que aún está sucia por fuera o que te has dejado un trozo en la parte de dentro. Entonces tienes que volver a abrirla y limpiar otra vez. Pero no puedes estar seguro de que el cristal está bien limpio hasta que cierras la ventana o la miras desde otro ángulo.

—¿Y el espejo? —preguntó él.

Ella lo miró y sonrió.

—El espejo lo ves por un solo lado. La luz no lo atraviesa. Lo limpias y listo. No hay más que una manera de verlo. —Volvió a fijar la atención en lo que estaba haciendo.

—¿Y…?

Mirando los guisantes, quizá para disimular que él la había decepcionado, explicó:

—Así es tu trabajo, o así pretendes tú que sea. Tú quieres limpiar espejos, quieres que todo sea bidimensional y fácil de controlar. Pero, cuando te paras a pensar, las cosas son como las ventanas: si cambias la perspectiva o las miras desde otro ángulo, todo cambia.

Brunetti reflexionó largamente y concluyó, tratando de levantar el ánimo:

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