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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Amigos en las altas esferas (22 page)

BOOK: Amigos en las altas esferas
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No vio a la
signora
Volpato ni a su marido. Terminó el trago, puso la copa en el mostrador y dio unos billetes al barman.

—No veo a la
signora
Volpato —dijo con indiferencia, moviendo la cabeza hacia el
campo.

Al entregarle el recibo y el cambio, el hombre respondió.

—No, señor. Suelen venir por la mañana. Después de las diez.

—Tengo que hablar con ella —dijo Brunetti con voz nerviosa pero sonriendo tímidamente al barman, como buscando comprensión para la humana debilidad.

—Lo siento —dijo el hombre, volviéndose hacia otro cliente.

Al salir, Brunetti torció a la izquierda, luego otra vez a la izquierda y entró en una farmacia que cerraba en aquel momento.


Ciao,
Guido —dijo su amigo Danilo, el farmacéutico, haciendo girar la llave—. Deja que termine y nos vamos a tomar una copa, —Rápidamente, con la soltura que da la práctica, el barbudo Danilo vació la caja, contó el dinero y lo llevó a la trastienda, donde Brunetti lo oyó moverse de un lado al otro. A los pocos minutos, salió vestido de calle, con chaqueta de cuero.

Brunetti sintió la mirada escrutadora de unos ojos castaños y afables, y vio el esbozo de una sonrisa.

—Parece que buscas información —dijo Danilo.

—¿Tanto se nota?

El farmacéutico se encogió de hombros.

—Cuando vienes a comprar medicamentos estás preocupado; cuando vienes a buscarme para ir a tomar una copa estás relajado, pero cuando vienes en busca de información estás así. —Danilo juntó las cejas y miró fijamente a Brunetti con ojos de loco.


Va là
—dijo Brunetti, sonriendo a pesar suyo.

—¿De qué se trata? —preguntó Danilo—. ¿O de quién se trata?

Brunetti no hizo ademán de ir hacia la puerta, ya que le parecía preferible mantener esa conversación dentro de la farmacia cerrada que en alguno de los tres bares del
campo.

—Angelina y Massimo Volpato.


Madre di Dio
—exclamó Danilo—. Vale más que dejes que yo te dé el dinero. Ven —dijo agarrando del brazo a Brunetti y tirando de él hacia la trastienda—. Abriré la caja fuerte y diré que el ladrón llevaba pasamontañas. Te lo prometo. —Brunetti creyó que era una broma hasta que Danilo prosiguió—: No estarás pensando en recurrir a esa gente, ¿verdad, Guido? En serio, tengo dinero en el banco, puedes disponer de él y seguro que Mauro podrá darte más —dijo incluyendo a su jefe en el ofrecimiento.

—No, no —dijo Brunetti poniendo la mano en el antebrazo de su amigo, en gesto apaciguador—. Sólo necesito información sobre ellos.

—¿No me digas que por fin han cometido un error y alguien los ha denunciado? —preguntó Danilo empezando a sonreír—. Ah, qué gusto.

—¿Tan bien los conoces?

—Hace años que los conozco —casi escupió Danilo con repugnancia—. Sobre todo, a ella. Viene una vez por semana, con sus estampitas y su rosario en la mano. —Encorvó la espalda, juntó las manos bajo la barba, ladeó la cabeza y miró a Brunetti con los labios fruncidos en una sonrisa prieta. Pasando de su habitual dialecto trentino al más puro veneciano y atiplando la voz, dijo—: Oh,
dottor
Danilo, no sabe usted todo el bien que he hecho yo a la gente de esta ciudad. No sabe usted la de personas que deberían estarme agradecidas y rezar por mí. No, no tiene usted idea. —Aunque Brunetti nunca había oído hablar a la
signora
Volpato, percibía en la cruda parodia de su amigo el acento de todos los hipócritas que había conocido en su vida.

Bruscamente, Danilo irguió el cuerpo y la vieja desapareció.

—¿Cómo actúa? —preguntó Brunetti.

—La gente la conoce. Y también a él. Uno u otro está siempre en el
campo,
por la mañana. La gente sabe dónde encontrarlos.

—¿Cómo lo sabe?

—¿Cómo se saben las cosas? —preguntó Danilo a modo de respuesta—. Corre la voz. Gente que necesita dinero para pagar los impuestos, o que juega, o que no puede hacer frente a los gastos de la empresa hasta fin de mes. Firman un pagaré que vence al cabo de un mes y entonces, invariablemente, el interés se suma al capital y la gente tiene que pedir otro préstamo para pagar el primero. Los jugadores nunca ganan ni los empresarios salen de apuros.

—Lo más asombroso es que todo eso sea legal —dijo Brunetti.

—Nada más legal, si hay un documento firmado por ambas partes ante notario.

—¿Y qué notarios son ésos?

Danilo dio tres nombres, personas respetables, con despachos importantes. Uno trabajaba para el suegro de Brunetti.

—¿Los tres? —preguntó Brunetti con extrañeza.

—¿Imaginas que los Volpato declaran lo que les pagan? ¿Imaginas que ellos pagan impuestos sobre lo que ganan con los Volpato?

No sorprendía a Brunetti que hubiera notarios que se rebajaran a intervenir en operaciones tan sórdidas; lo que le parecía asombroso eran los nombres de los tres hombres involucrados, uno de los cuales era miembro de la Orden de Malta y otro, ex concejal de la ciudad.

—Vamos a tomar una copa —dijo Danilo—. Mientras tanto, me cuentas por qué te interesa eso. —Al ver la expresión de Brunetti, rectificó—: O no me lo cuentas.

Al otro lado de la calle, en Rosa Salva, Brunetti le dijo únicamente que estaba interesado en los prestamistas de la ciudad y su borrosa trayectoria entre lo legal y lo criminal. Entre la clientela de Danilo había muchas ancianas, la mayoría de las cuales estaban enamoradas de él y lo hacían depositario de los chismes del barrio. Danilo, afable y paciente, siempre dispuesto a escucharlas, había llegado a acumular un inmenso caudal de rumores y habladurías, lo que hacía de él una valiosa fuente de información para Brunetti. Ahora mencionó a varios de los más famosos prestamistas, hizo su descripción y calculó el patrimonio que habrían acumulado.

Consciente tanto del taciturno humor como de la discreción profesional de Brunetti e intuyendo que su amigo no le haría más preguntas, Danilo fue desgranando historias, hasta que, con una rápida mirada al reloj, dijo:

—Tengo que irme. Cenamos a las ocho.

Salieron del bar y fueron hasta Rialto paseando y charlando de cosas intrascendentes. En el puente se despidieron y cada uno, rápidamente, tomó el camino de su casa.

Desde hacía días, Brunetti daba vueltas a las varias informaciones que había ido recopilando, tratando de configurar un esquema coherente. Los del Ufficio Catasto sabían quién tendría que hacer restauraciones o pagar multas por obras ilegales hechas en el pasado. También conocerían el importe de las multas. Incluso podían haber influido en fijar la cuantía. Lo único que tenían que hacer entonces era enterarse de la posición económica de los propietarios, y no era difícil averiguar esas cosas. Sin duda, pensaba Brunetti, la
signorina
Elettra no era el único genio informático de la ciudad.

Y a quien adujera que no disponía de dinero suficiente para pagar la multa, le sugerirían que hablara con los Volpato.

Había llegado el momento de hacer una visita al Ufficio.

Cuando, a la mañana siguiente, Brunetti llegó a la
questura,
poco después de las ocho y media, el agente de la entrada le dijo que hacía un rato una joven había preguntado por él. No, no había explicado qué quería y, cuando el agente le dijo que el comisario Brunetti aún no había llegado, ella respondió que iría a tomar un café y que ya volvería. Brunetti pidió al joven que, cuando volviera, la acompañara inmediatamente a su despacho.

Brunetti había leído ya la primera sección del
Gazzettino
y estaba pensando en salir a tomar un café cuando en la puerta del despacho apareció el agente, que dijo que la joven había vuelto. Él se hizo a un lado y entró una muchacha, poco más que una adolescente. Brunetti dio las gracias al agente y le dijo que podía volver a sus obligaciones. El agente saludó y se fue cerrando la puerta. Brunetti hizo un ademán a la muchacha, que se había parado pegada a la puerta, como si temiera las consecuencias que pudiera acarrearle dar un paso más por aquel despacho.

—Pase,
signorina,
y siéntese, por favor.

Dejándola en libertad de decidir, él dio la vuelta a su mesa, muy despacio, y se sentó en su sillón.

La muchacha cruzó el despacho andando despacio y se sentó en el borde de la silla, con las manos en el regazo. Brunetti le lanzó una mirada rápida y, a fin de darle tiempo de relajarse, se inclinó sobre la mesa y cambió de sitio un papel.

Cuando volvió a mirarla, le sonrió con la que él consideraba una sonrisa de bienvenida. Ella tenía el pelo castaño oscuro y lo llevaba corto como un muchacho. Vestía vaqueros y jersey azul claro. Sus ojos, oscuros como el pelo, estaban rodeados de unas pestañas tan espesas que, en un primer momento, él pensó que eran postizas, hasta que, al ver su cara limpia de maquillaje, desechó la idea. Era bonita como lo son la mayoría de las chicas: facciones delicadas, cutis suave, boca pequeña. Si la hubiera visto tomando café en un bar, no se hubiera fijado en ella, pero ahora, al tenerla delante, en su despacho, Brunetti no pudo por menos de sentirse afortunado de vivir en un país en el que abundaban las chicas bonitas y no escaseaban las grandes bellezas.

Ella carraspeó una vez, dos, y dijo:

—Soy la amiga de Marco. —Tenía una voz deliciosa, de timbre grave y sensual, el sonido que podría salir de la garganta de la mujer que ha tenido una vida larga y placentera.

Brunetti, cansado de esperar que ella se explicara, preguntó:

—¿Por qué ha venido a verme,
signorina
?

—Porque quiero ayudarle a encontrar a los que lo mataron.

Brunetti mantuvo el gesto impasible mientras procesaba el dato de que ésa debía de ser la muchacha que llamaba a Marco desde Venecia.

—¿Entonces era usted el otro conejito? —preguntó afablemente.

La pregunta la sorprendió. Maquinalmente, ella juntó los puños sobre el pecho y frunció los labios, en una actitud que, realmente, recordaba la de un conejo.

—¿Cómo sabe eso? —preguntó.

—Vi los dibujos —explicó Brunetti—. Y me impresionaron tanto por la habilidad como por el afecto con que estaban trazados los conejos.

La muchacha inclinó la cabeza y él creyó que lloraba, pero enseguida levantó la mirada y Brunetti vio que no era así.

—Cuando era pequeña, yo tenía un conejito. Un día se lo dije a Marco, y él me contó lo mucho que le hacía sufrir que su padre les disparara y los envenenara en la granja. —Aquí se interrumpió y dijo—: En el campo los conejos son una plaga. Eso decía el padre.

—Ya —dijo Brunetti, y quedó a la espera de que ella continuara.

La muchacha callaba y al fin dijo, como si no hubieran mencionado a los conejos:

—Sé quiénes son. —Sus manos se torturaban en el regazo, pero la voz seguía tranquila, casi acariciadora. A Brunetti se le ocurrió que la muchacha ignoraba el poder y la belleza de su voz. Movió la cabeza de arriba abajo para animarla a continuar—. Bueno, sé el nombre de uno, el que se la vendía a Marco. No sé el de los que se la vendían a él, pero estoy segura de que él se lo dirá, si le meten miedo.

—Nosotros no nos dedicamos a meter miedo a la gente —sonrió Brunetti, pensando que ojalá fuera verdad.

—Quiero decir si hacen que se asuste lo suficiente para que venga a decirles todo lo que sabe. Vendría si pensara que ustedes conocen su identidad y van a detenerlo.

—Si me da usted su nombre,
signorina,
lo traeremos para interrogarlo.

—¿Y no sería mejor que viniera él voluntariamente a decírselo?

—Sí, desde luego…

—Yo no tengo pruebas —lo interrumpió ella—. No podría declarar que lo vi vender droga a Marco ni que Marco me dijera que se la había vendido. —Se revolvió, inquieta, y juntó las manos en el regazo—. Pero sé que vendría si no tuviera elección, y eso lo ayudaría, ¿verdad?

El objeto de tanta preocupación tenía que ser alguien de la familia.

—Me parece que no me ha dicho cómo se llama usted,
signorina.

—No quiero dar mi nombre —respondió ella, ahora sin dulzura en la voz.

Brunetti abrió las manos en señal de la libertad que le otorgaba.

—Está en su derecho,
signorina.
En tal caso, lo único que puedo proponer es que diga usted a esa persona que venga.

—A mí no me hará caso. Nunca me lo ha hecho —dijo ella categóricamente.

Brunetti pasó revista a las posibilidades. Se miraba atentamente la alianza, que estaba más delgada que la última vez que la había contemplado, gastada por los años. Levantó la cabeza y miró a la muchacha.

—¿Él lee el periódico?

Ella, sorprendida, respondió de inmediato:

—Sí.

—¿El
Gazzettino?

—Sí.

—¿Podría hacer que lo leyera mañana?

Ella asintió.

—Bien. Espero que eso baste para hacerlo venir. ¿Lo animará usted a hacerlo?

Ella bajó la mirada al oír eso y otra vez a él le pareció que iba a echarse a llorar, pero sólo dijo:

—Estoy intentándolo desde que murió Marco. —Le falló la voz y volvió a apretar los puños. Movió la cabeza negativamente—. Tiene miedo. —Otra pausa larga—. Yo no puedo hacer nada. Mis pa… —se interrumpió, dejando la palabra sin terminar y confirmando lo que él ya sospechaba. Echó el cuerpo hacia adelante y él vio que, entregado el mensaje, se disponía a escapar.

Brunetti se puso en pie y, lentamente, dio la vuelta a la mesa. Ella se levantó y se volvió hacia la puerta.

Brunetti la abrió. Le dio las gracias por haber ido a verlo. Cuando ella empezaba a bajar la escalera, él cerró la puerta, corrió al teléfono y marcó el número del agente de la entrada. Reconoció la voz del joven que había subido con la muchacha.

—Masi, no diga nada. Cuando baje esa muchacha, llévela a su despacho y entreténgala. Dígale que tiene que anotar en el registro la hora de salida, lo que se le ocurra, pero reténgala un par de minutos. Luego déjela marchar.

Sin darle oportunidad de responder, Brunetti colgó el teléfono y fue al gran armario que estaba al lado de la puerta. Lo abrió tan bruscamente que la madera golpeó la pared. Arrancó de la percha la vieja americana de
tweed
que estaba allí colgada desde hacía más de un año y, con ella en la mano, abrió la puerta del despacho, miró hacia la escalera y, saltando peldaños de dos en dos, bajó a la oficina de los agentes.

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