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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Amigos en las altas esferas (16 page)

BOOK: Amigos en las altas esferas
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Hizo lo que sabía que tenía que hacer: el trabajo de rutina distraería su atención de la cólera que sentía hacia Patta. Estuvo revolviendo los papeles de la mesa hasta que dio con el número de teléfono que se había encontrado en la cartera de Rossi, el que correspondía a Ferrara. Marcó y esta vez, a la tercera señal, contestó una voz de mujer:

—Gavini y Cappelli.

—Buenos días,
signora.
Soy el comisario Guido Brunetti de la policía de Venecia.

—Un momento, por favor —dijo ella, como si hubiera estado esperando su llamada—. Ahora mismo le paso.

El aparato enmudeció mientras ella hacía la conexión y al cabo de un momento una voz de hombre dijo:

—Gavini. Me alegro de que por fin alguien responda a nuestra llamada. Confío en que pueda usted decirnos algo. —Era una voz grave y sonora que denotaba gran interés por lo que Brunetti tuviera que decir.

Brunetti tardó unos segundos en responder.

—Tendrá que perdonarme,
signor
Gavini, pero no sé a qué se refiere. Yo no he recibido ningún mensaje suyo. —Como Gavini no dijera nada, agregó—: Pero me gustaría saber por qué esperaba que le llamara la policía de Venecia.

—Por lo de Sandro —dijo Gavini—. Les llamé después de su muerte. Su esposa me dijo que él había encontrado en Venecia a alguien que podía estar dispuesto a hablar. —Brunetti iba a interrumpir cuando Gavini cambió de tono para preguntar—: ¿Está seguro de que ahí nadie recibió mi mensaje?

—No lo sé. ¿Con quién habló,
signor
Gavini?

—Con un agente, no recuerdo el nombre.

—¿Podría repetirme lo que le dijo a él? —preguntó Brunetti acercándose una hoja de papel.

—Ya se lo he dicho. Llamé después de la muerte de Sandro —dijo Gavini, y preguntó—: ¿Sabe algo de eso?

—No.

—Sandro Cappelli —dijo Gavini, como si el solo nombre fuera suficiente explicación. Despertó un leve eco en la memoria de Brunetti. No podía recordar de qué le sonaba el nombre, pero estaba seguro de que era por algo malo—. Era mi socio en la consultoría.

—¿Qué clase de consultoría,
signor
Gavini?

—Jurídica. Somos abogados. ¿No sabe nada del caso? —Por primera vez, sonó en su voz una nota de exasperación, esa nota que inevitablemente acaba por infiltrarse en la voz del que está tratando con una burocracia impermeable.

Al oír decir a Gavini que eran abogados, Brunetti recordó el caso de Cappelli, asesinado hacía casi un mes.

—Sí. Ahora recuerdo. Le dispararon, ¿verdad?

—Cuando estaba delante de la ventana de su despacho, con un cliente a su espalda, a las once de la mañana. Le dispararon por la ventana, con una escopeta de caza. —Mientras relataba los detalles de la muerte de su socio, la voz de Gavini iba adquiriendo el ritmo
staccato
de la cólera.

Brunetti había leído la información de prensa del asesinato, pero no estaba al corriente de los hechos.

—¿Algún sospechoso? —preguntó.

—Por supuesto que no —respondió Gavini, ya sin intentar reprimir la cólera—. Pero todos sabemos quién lo hizo.

Brunetti esperó a que Gavini se explicara.

—Fueron los prestamistas. Hacía años que Sandro iba tras ellos. Llevaba cuatro casos contra ellos cuando murió.

El policía que había en Brunetti lo indujo a preguntar:

—¿Existe alguna prueba de eso,
signor
Gavini?

—Pues claro que no —casi escupió el abogado por el hilo telefónico—. Enviaron a alguien, pagaron a alguien para que lo hiciera. Fue un contrato. El disparo vino del tejado de un edificio del otro lado de la calle. Hasta la policía de aquí dijo que tuvo que ser un contrato. ¿Quién si no iba a querer matarlo?

Brunetti no tenía información suficiente para responder preguntas acerca de Cappelli, ni siquiera preguntas retóricas, y dijo:

—Le pido disculpas por mi ignorancia sobre la muerte de su socio y sus responsables,
signor
Gavini. Yo lo llamaba por un asunto totalmente diferente, pero, después de lo que usted me ha dicho, quizá no sea tan diferente.

—¿Qué asunto? —preguntó Gavini. Aunque las palabras eran secas, la voz era de curiosidad, de interés.

—Yo lo llamaba en relación con una muerte que hemos tenido aquí, en Venecia, una muerte que parece accidental pero quizá no lo sea. —Esperó la pregunta de Gavini pero, como no llegaba, prosiguió—: Un hombre se mató al caer de un andamio. Trabajaba en el Ufficio Catasto y en su cartera encontramos un número de teléfono, sin prefijo. El suyo es uno de los posibles.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó Gavini.

—Franco Rossi. —Brunetti le dejó un momento para la reflexión o la memoria y preguntó—: ¿Le dice algo el nombre?

—No. Nada.

—¿Habría forma de averiguar si su socio lo conocía?

Gavini tardó en contestar.

—¿Tiene usted su número? Podría mirar la lista de teléfonos —apuntó.

—Un momento —dijo Brunetti inclinándose para abrir el cajón de abajo. Sacó la guía de teléfonos y buscó «Rossi». Había siete columnas de abonados con ese apellido y una docena se llamaban Franco. Encontró la calle, leyó el número a Gavini, le pidió que esperase un momento y buscó el número del Ufficio Catasto. Si Rossi había sido tan imprudente como para llamar a la policía por su
telefonino,
también podía haber hablado con el abogado desde el del despacho.

—Me llevará algún tiempo repasar el registro de llamadas —dijo Gavini—. Tengo una visita esperando. Pero, en cuanto se marche, lo llamo.

—¿No podría hacerlo su secretaria?

La voz de Gavini adquirió de pronto una nota de rigurosa reserva, casi de cautela.

—No. Esto prefiero hacerlo yo.

Brunetti dijo que esperaría la llamada de Gavini, le dio su número directo y los dos hombres colgaron.

Un teléfono que estaba desconectado hacía meses, una anciana que no conocía a ningún Franco Rossi, una empresa de coches de alquiler que nunca había tenido un cliente con ese nombre y, ahora, el socio de un abogado que había tenido una muerte tan violenta como la de Rossi. Brunetti sabía muy bien cuánto tiempo podía perderse persiguiendo rastros engañosos y transitando por pistas falsas, pero aquí intuía algo válido, aunque no sabía qué era ni adonde lo llevaría.

Lo mismo que las plagas afligieron a los hijos de Egipto, los prestamistas afligían y martirizaban a los hijos de Italia. Los bancos prestaban de mala gana y, en general, sólo con la garantía de un respaldo financiero que hacía innecesario el préstamo. El crédito a corto plazo para el empresario falto de liquidez a final de mes o el comerciante con clientes morosos era prácticamente inexistente. A ello se sumaba la habitual lentitud en el pago de las facturas que caracterizaba a toda la nación.

Por esa brecha se colaban, como todo el mundo sabía pero muy pocos decían, los prestamistas,
gli strozzini,
esas figuras turbias, dispuestas a prestar a corto plazo y con pocas garantías. El interés que aplicaban compensaba ampliamente cualquier riesgo en que pudieran incurrir. Y, en cierto sentido, la idea del riesgo era, en el mejor de los casos, puramente académica, puesto que los
strozzini
tenían métodos que reducían sensiblemente la posibilidad de que sus clientes —si así podía llamárseles— no les devolvieran el préstamo. La gente tenía hijos, hijos que podían desaparecer; la gente tenía hijas, hijas que podían ser violadas; la gente tenía su vida, y podía perderla: se habían dado casos. De vez en cuando, la prensa publicaba noticias que, sin estar del todo claras, daban a entender que determinados hechos, casi siempre desagradables o violentos, habían resultado de la no devolución de un préstamo. Pero muy raramente eran denunciados los implicados en tales episodios o investigadas por la policía sus actividades: una protectora muralla de silencio los envolvía. Brunetti tuvo que hacer un esfuerzo para recordar un caso en el que hubieran podido reunirse pruebas suficientes para que se impusiera condena por prestar dinero con usura, delito que, pese a lo poco que aparecía en los juzgados, estaba incluido en el Código Civil.

Brunetti, sentado en su despacho, dejó que su imaginación y su memoria consideraran las múltiples posibilidades que ofrecía el hecho de que Franco Rossi llevara en la cartera al morir el número de teléfono del despacho de Sandro Cappelli. Trató de recordar la visita de Franco Rossi y evocó la impresión que el hombre le había producido. Rossi se tomaba muy en serio su trabajo: ése era quizá el recuerdo más nítido que conservaba Brunetti. Rossi, aunque quizá excesivamente serio y formal para ser tan joven, parecía una persona agradable y servicial.

A falta de una idea clara de los hechos, todas estas elucubraciones no llevaron a Brunetti a ninguna parte, pero lo ayudaron a matar el tiempo hasta que llamó Gavini.

Brunetti contestó a la primera señal.

—Brunetti.

—Comisario —dijo Gavini, y se identificó—. He repasado la lista de clientes y el registro de llamadas. —Brunetti esperaba—. No hay ningún cliente llamado Franco Rossi, pero durante el mes que precedió a su muerte Sandro llamó tres veces al número de Rossi.

—¿A su casa o al despacho?

—¿Importa eso?

—Todo puede importar.

—Al despacho —dijo Gavini.

—¿Cuánto duraron las llamadas?

El otro hombre debía de tener el papel delante, porque respondió sin vacilar:

—Doce, seis y ocho minutos. —Gavini esperó la respuesta de Brunetti y, como no llegaba, preguntó—: ¿Y Rossi? ¿Sabe si llamó a Sandro?

—Aún no he visto el registro de sus llamadas —reconoció Brunetti, un poco avergonzado. Gavini no dijo nada y Brunetti prosiguió—: Lo tendré mañana. —De pronto, recordó que su interlocutor era un abogado, no un policía, lo que significaba que no le debía explicaciones—. ¿Cómo se llama el magistrado que lleva el caso? —preguntó.

—¿Por qué quiere saberlo?

—Me gustaría hablar con él —dijo Brunetti.

Un largo silencio siguió a sus palabras.

—¿Tiene usted el nombre? —insistió Brunetti.

—Righetto, Angelo Righetto —fue la escueta respuesta. Brunetti decidió no preguntar más por el momento. Dio las gracias a Gavini, no prometió llamarlo para informarlo de las llamadas que Rossi hubiera podido hacer, y colgó, intrigado por la frialdad que había percibido en la voz de Gavini al pronunciar el nombre del juez encargado de investigar el asesinato de su socio.

A renglón seguido Brunetti llamó a la
signorina
Elettra y le rogó que pidiera copia del registro de todas las llamadas hechas desde el teléfono del domicilio particular de Rossi durante los tres últimos meses. A la pregunta de si sería posible obtener el número de la extensión de Rossi en el Ufficio Catasto y verificar las llamadas, ella le dijo si también quería las de los tres últimos meses.

Antes de colgar, Brunetti le pidió que le pusiera con el
magistrato
Angelo Righetto, de Ferrara.

El comisario se acercó una hoja de papel y empezó una lista de las personas que estimaba que podían darle información acerca de los prestamistas que operaban en la ciudad. Él nada sabía de los usureros, aparte de la vaga idea de que estaban ahí, incrustados en el tejido social como gusanos en la carne muerta. Al igual que ciertas formas de bacterias, necesitaban la seguridad de un lugar cerrado y oscuro para desarrollarse, y sin duda el temor que infundían en sus víctimas con la intimidación cerraba el paso a la luz y al aire. Calladamente, y con la implícita amenaza de las consecuencias que tendría la demora o la falta de pago, suspendida sobre la cabeza de sus deudores, ellos prosperaban y engordaban. Lo que más extrañeza causaba a Brunetti, era su propia ignorancia de los nombres, las caras y el historial de esas personas y también —ahora, al mirar la hoja en blanco, se daba cuenta— de a quién pedir ayuda para tratar de hacerlas salir a la luz.

Se le ocurrió un nombre, y sacó la guía telefónica para buscar el número del banco en el que trabajaba aquella mujer. Mientras buscaba, sonó el teléfono. Él contestó dando su nombre.


Dottore
—dijo la
signorina
Elettra—, le pongo con el
magistrato
Righetto.

—Gracias,
signorina.
—Brunetti dejó el bolígrafo y apartó el papel.

—Righetto —dijo una voz ronca.


Magistrato,
le habla el comisario Guido Brunetti, de Venecia. Lo llamo para pedirle información sobre el asesinato de Alessandro Cappelli.

—¿Por qué le interesa? —preguntó Righetto, sin señales de curiosidad audibles en la pregunta. Tenía un acento que Brunetti pensó que podía ser del sur del Tirol o, en todo caso, del norte de Italia.

—Tengo aquí un caso —explicó Brunetti—, otra muerte, que puede tener relación, y me gustaría saber lo que haya averiguado usted sobre Cappelli.

Hubo una larga pausa y Righetto dijo:

—Me sorprendería que alguna otra muerte estuviera relacionada con ésa. —Se interrumpió, para dar a Brunetti ocasión de preguntar y, en vista de que el comisario no decía nada, prosiguió—: Al parecer, se trata más de un caso de confusión de identidad que de asesinato. —Righetto se detuvo un momento y rectificó—: Es decir, sin duda es un asesinato, desde luego. Pero no era Cappelli la persona a la que querían matar, y ni siquiera estamos seguros de que desearan matar al otro hombre, sino sólo asustarlo.

Brunetti creyó llegado el momento de mostrar interés.

—¿Qué sucedió entonces?

—Iban contra Gavini, el socio —explicó el magistrado—. Por lo menos eso es lo que da a entender la investigación.

—¿Por qué? —preguntó Brunetti, con verdadera curiosidad.

—Desde el primer momento, carecía de sentido el que alguien pudiera querer matar a Cappelli —dijo Righetto, dando a entender que no había que dar importancia a la posición de Cappelli, de enemigo declarado de los usureros—. Hemos investigado tanto su pasado como los casos en los que trabajaba, y no hemos encontrado indicios que lo relacionen con alguien que pudiera tener un móvil para hacer una cosa así.

Brunetti emitió un leve sonido que podía interpretarse como un suspiro de comprensión y conformidad combinadas.

—Por otro lado —prosiguió Righetto—, está el socio.

—Gavini —puntualizó Brunetti innecesariamente.

—Sí, Gavini —dijo Righetto con una risita displicente—. Es un personaje muy conocido en la zona, tiene fama de mujeriego. Y lo peor es que suele relacionarse con mujeres casadas.

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