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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Amigos en las altas esferas (6 page)

BOOK: Amigos en las altas esferas
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Brunetti se detuvo ante la mesa del portero, para preguntar dónde podía encontrar a Franco Rossi, que había sufrido una caída durante el fin de semana. El portero, un hombre de barba oscura cuyo semblante le era vagamente familiar, le preguntó si sabía en qué sección estaba ingresado. Brunetti suponía que en Cuidados Intensivos. El hombre hizo una llamada, habló unos momentos e hizo otra llamada. Habló brevemente, colgó y dijo a Brunetti que el
signor
Rossi no estaba en Cuidados Intensivos ni en Urgencias.

—¿En Neurología entonces? —sugirió Brunetti.

Con los movimientos sosegados y seguros, fruto de una larga experiencia, el portero marcó otro número de memoria, con el mismo resultado.

—¿Dónde puede estar? —preguntó Brunetti.

—¿Seguro que lo trajeron aquí?

—Es lo que ponía
Il Gazzettino.

Si el acento del portero no hubiera ya dicho a Brunetti que el hombre era veneciano, se lo hubiera revelado la mirada que le lanzó. Pero sólo dijo:

—¿Dice que fue una caída? —Al gesto de asentimiento de Brunetti, el hombre sugirió—: Preguntaré en Traumatología. —Nuevamente, marcó un número y dio el nombre de Rossi. La respuesta que recibió le hizo lanzar a Brunetti una mirada rápida. Escuchó un momento, cubrió el micrófono con la palma de la mano y preguntó—: ¿Es familia?

—No.

—¿Un amigo?

Brunetti, sin dudarlo ni un momento, se atribuyó la categoría.

—Sí.

El portero dijo unas palabras más, escuchó y colgó. Miró el teléfono unos instantes y después a Brunetti.

—Lamento informarle de que su amigo ha muerto esta mañana.

Brunetti acusó el impacto, y a continuación sintió un asomo del dolor que hubiera experimentado de haber sido realmente un amigo del muerto. Pero sólo dijo:

—¿Traumatología?

El portero se encogió de hombros ligeramente, para distanciarse de la información recibida y transmitida.

—Dice que lo llevaron allí porque tenía los dos brazos rotos.

—Pero ¿de qué ha muerto?

El portero no respondió inmediatamente, rindiendo a la muerte su tributo de silencio.

—La enfermera no lo ha dicho. Quizá a usted le den más detalles. ¿Conoce el camino?

Brunetti lo conocía. Cuando se iba, el portero le dijo:

—Siento lo de su amigo,
signore.

Brunetti asintió en señal de agradecimiento y cruzó los altos arcos del vestíbulo, insensible a su belleza. Con un deliberado esfuerzo de voluntad, se resistió a repasar, como las cuentas de un rosario de mitos, las historias que había oído contar acerca de la legendaria incompetencia del hospital. A Rossi lo habían llevado a Traumatología, y había muerto allí. Eso era lo único que ahora importaba.

Brunetti sabía que en Londres y en Nueva York se representaban los mismos espectáculos musicales durante años y años. El reparto cambiaba, nuevos intérpretes sustituían a los que se retiraban o se iban a otro teatro, pero el argumento y el vestuario eran los mismos, año tras año. A Brunetti le parecía que allí ocurría otro tanto: los pacientes cambiaban, pero el vestuario y el ambiente de amargura que los rodeaba permanecían invariables. Hombres y mujeres entraban y salían bajo los arcos o se acercaban al bar en bata y pijama, acarreando escayolas y muletas y, mientras se repetía el mismo argumento incesantemente, unos intérpretes cambiaban de papel y otros, como Rossi, hacían mutis.

Al llegar a Traumatología, Brunetti encontró en el rellano de la escalera a una enfermera que fumaba un cigarrillo. Cuando él se acercó, la mujer aplastó el cigarrillo en el vaso de papel que tenía en la otra mano y abrió la puerta del pasillo.

—Si me permite un momento —dijo Brunetti entrando rápidamente tras ella.

La enfermera arrojó el vaso de papel a una papelera metálica y se volvió.

—¿Sí? —dijo casi sin mirarlo.

—Se trata de Francesco Rossi. El portero me ha dicho que estaba aquí.

Ella lo miró más atentamente, y su profesional impenetrabilidad se diluyó, como si su relación con la muerte lo hiciera acreedor a mejor trato.

—¿Era familia?

—No, amigo.

—Lamento su pérdida —dijo la mujer, y no había en su voz tono profesional, sólo el sincero reconocimiento del sufrimiento humano.

Brunetti le dio las gracias y preguntó:

—¿Qué ocurrió?

La mujer empezó a caminar despacio y Brunetti la siguió suponiendo que lo llevaría a donde estaba Franco Rossi, su amigo Franco Rossi.

—Lo trajeron el sábado por la tarde —dijo ella—. Abajo, cuando lo reconocieron, vieron que tenía los dos brazos fracturados y lo enviaron aquí.

—Pero el diario decía que estaba en coma.

La mujer vaciló y, de pronto, empezó a andar más aprisa hacia unas puertas de vaivén que había al fondo del pasillo.

—De eso no puedo decirle nada, pero cuando lo subieron estaba inconsciente.

—¿Inconsciente de resultas de qué?

Ella no contestó inmediatamente, como si pensara en lo que podía revelarle.

—Debió de darse un golpe en la cabeza al caer.

—¿De qué altura cayó? ¿Lo sabe usted?

Ella negó con la cabeza, empujó una puerta y la sujetó para que pasara él. Estaban en un vestíbulo con una mesa, ahora vacía, a un lado.

Al comprender que la mujer no iba a responderle, Brunetti preguntó:

—¿Era fuerte la contusión?

Pareció que ella iba a responder a la pregunta, pero sólo dijo:

—Eso tendrá que preguntarlo a un médico.

—¿Fue el golpe en la cabeza la causa de su muerte?

No estaba seguro, pero le parecía que, a cada pregunta suya, la actitud de la mujer se hacía más reservada y su voz, más profesional.

—También eso tendrá que preguntarlo a un médico.

—Pero sigo sin comprender por qué lo subieron aquí —insistió Brunetti.

—Por las fracturas de los brazos.

—Pero si tenía la cabeza… —empezó Brunetti. La enfermera dio media vuelta y fue hacia otra puerta de vaivén situada a la izquierda de la mesa.

Al llegar a la puerta, la mujer dijo por encima del hombro:

—Quizá eso puedan explicárselo abajo, en Urgencias. Pregunte por el doctor Carraro.

Brunetti bajó la escalera rápidamente. En Urgencias contó a la enfermera que era amigo de Franco Rossi, un hombre que había muerto después de haber sido examinado en la unidad, y preguntó si podía hablar con el doctor Carraro. Ella le pidió el nombre y le dijo que aguardara mientras hablaba con el médico. Él fue hacia una de las sillas de plástico alineadas junto a la pared y se sentó. De pronto, se sentía muy cansado.

Al cabo de unos diez minutos, un hombre con bata blanca empujó las puertas de la sala de curas, dio unos pasos hacia Brunetti y se paró, con las manos en los bolsillos. Evidentemente, esperaba que Brunetti fuera hacia él. Era bajo y se movía con el agresivo contoneo que adoptan muchos hombres de su talla. Tenía el pelo blanco y espeso, pegado a la cabeza con reluciente gomina y la cara colorada, pero más de alcohol que de salud. Brunetti, muy cortés, se levantó y se acercó al médico. Le sacaba por lo menos toda la cabeza.

—¿Quién es usted? —preguntó Carraro levantando la cabeza hacia su interlocutor, con toda una vida de resentimiento en la voz por tener que hacer ese gesto.

—Como ya le habrá dicho la enfermera,
dottore,
soy amigo del
signor
Rossi —dijo Brunetti a modo de presentación.

—¿Dónde está su familia?

—No lo sé. ¿Se les ha avisado?

El resentimiento del médico se trocó en irritación, provocada sin duda por la idea de que pudiera existir alguien tan ignorante como para pensar que él no tenía nada mejor que hacer que sentarse a llamar por teléfono a los parientes de los fallecidos. En lugar de contestar, preguntó:

—¿Qué desea?

—Conocer la causa de la muerte del
signor
Rossi —respondió Brunetti con voz calma.

—¿Es acaso asunto suyo?

En el hospital estaban faltos de personal, según recordaba con frecuencia
Il Gazzettino
a sus lectores. El hospital estaba lleno, y muchos de los médicos hacían jornadas muy largas.

—¿Estaba usted de guardia cuando lo trajeron,
dottore
?—preguntó Brunetti a modo de respuesta.

—Le he preguntado quién es usted —dijo el médico alzando la voz.

—Guido Brunetti —respondió con calma el comisario—. Me he enterado por el periódico de que el
signor
Rossi había sido ingresado en el hospital, he venido a ver cómo se encontraba, el portero me ha dicho que había muerto, y por eso estoy aquí.

—¿Para qué?

—Para averiguar la causa de su muerte —dijo Brunetti, y añadió—: entre otras cosas.

—¿Qué otras cosas? —inquirió el médico, mientras la cara se le teñía de un color que no hacía falta ser médico para ver que era peligroso.

—Repito,
dottore
—dijo Brunetti con una sonrisa afectadamente cortés—, deseo conocer la causa de la muerte.

—¿Ha dicho que era un amigo, verdad?

Brunetti asintió.

—En tal caso, no tiene ningún derecho a preguntar. La causa de la muerte no se puede decir más que a los parientes inmediatos.

Como si el médico no hubiera hablado, Brunetti preguntó:

—¿Cuándo se hará la autopsia,
dottore
?

—¿La qué? —preguntó Carraro con énfasis, ante lo absurdo de la pregunta. Como Brunetti no respondía, el médico dio media vuelta y empezó a alejarse, haciendo patente con su contoneo el desprecio del profesional hacia la estupidez del profano.

—¿Cuándo se hará la autopsia? —repitió Brunetti, ahora omitiendo el tratamiento de Carraro.

El hombre giró sobre sus talones, no sin cierto aire melodramático en el movimiento y caminó rápidamente hacia Brunetti.

—Aquí se hará lo que la dirección del hospital decida,
signore.
Y no creo que vaya usted a contar para nada en esa decisión. —A Brunetti lo dejaba indiferente el furor de Carraro; sólo le interesaba la causa que lo había provocado.

Sacó la billetera del bolsillo, extrajo su credencial y, sosteniéndola por una punta la acercó a Carraro, procurando situarla a una altura que obligara al otro a levantar la cabeza para leerla. El médico agarró la tarjeta, la bajó y la miró atentamente.

—¿Cuándo se hará la autopsia,
dottore
?

Carraro mantenía la cabeza inclinada sobre la credencial de Brunetti, como si por el acto de leer la inscripción pudiera cambiar el significado. Le dio la vuelta, miró el reverso y lo encontró tan vacío de información útil como de respuesta lo estaba su mente. Al fin miró a Brunetti y preguntó con una voz en la que la suspicacia había sustituido a la arrogancia:

—¿Quién les ha llamado?

—No creo que importe por qué estamos aquí —respondió Brunetti, manteniendo el plural, con intención de sugerir un hospital lleno de policías que requisaban fichas, radiografías y gráficos e interrogaban a enfermeras y pacientes, decididos a descubrir la causa de la muerte de Franco Rossi—. ¿No basta con que estemos?

Carraro devolvió la credencial a Brunetti y dijo:

—Aquí abajo no tenemos aparato de rayos X, por lo que, cuando vimos cómo tenía los brazos, lo enviamos a Radiología y, después, a Traumatología. Era lo natural. Lo mismo hubiera hecho cualquier médico. —«Cualquier médico del Ospedale Civile», pensó Brunetti, pero se calló.

—¿Los tenía rotos?

—Claro que los tenía rotos, los dos, el derecho, por dos sitios. Lo enviamos arriba para que lo escayolaran. Otra cosa no podíamos hacer. Era el procedimiento normal. Después ellos hubieran podido enviarlo a otra sección.

—¿Por ejemplo, a Neurología? —preguntó Brunetti.

Por toda respuesta, Carraro se encogió de hombros.

—Perdone,
dottore
—dijo Brunetti con meloso sarcasmo—, no he oído su respuesta.

—Sí. Hubieran podido enviarlo a Neurología.

—¿Observó usted alguna lesión que indicara que debía ser enviado a Neurología? ¿Lo mencionaba en su informe?

—Creo que sí —dijo Carraro evasivamente.

—¿Lo cree o le consta? —preguntó Brunetti.

—Me consta —reconoció Carraro finalmente.

—¿Mencionaba usted la lesión de la cabeza? ¿Como de una caída? —preguntó Brunetti.

—Está en el informe —asintió Carraro.

—Pero ¿usted lo envió a Traumatología?

Carraro volvió a enrojecer violentamente con una cólera súbita. Brunetti se preguntaba lo que sería tener la salud en las manos de aquel hombre.

—Tenía los brazos fracturados y decidí que había que reducir las fracturas antes de que entrara en shock, por eso lo envié a Traumatología. Enviarlo después a Neurología era responsabilidad de ellos.

—¿Y?

Ante los ojos de Brunetti, el médico se convirtió en el típico burócrata que rehuye toda responsabilidad, al rechazar la idea de que cualquier sospecha de negligencia pudiera recaer en él antes que en quienes habían tratado realmente a Rossi.

—Si en Traumatología se lo quedaron en lugar de enviarlo a otra sección para que le aplicaran otro tratamiento, no es asunto mío. Debería usted hablar con ellos.

—¿Era muy grave la lesión de la cabeza?

—Yo no soy neurólogo —respondió Carraro de inmediato, tal como esperaba Brunetti.

—Hace un momento, ha dicho usted que anotó la lesión en el informe.

—Sí, está anotada —dijo Carraro.

Brunetti estuvo tentado de decirle que su presencia allí no estaba relacionada con una posible acusación de negligencia, pero dudaba de que Carraro lo creyera o, si lo creía, que ello le hiciera modificar su actitud. En su carrera había tratado con muchos sectores de la burocracia y una larga y amarga experiencia le había enseñado que sólo los militares, la mafia y, quizá, la Iglesia podían compararse con la profesión médica en espíritu corporativo, aun en detrimento de la justicia, la verdad y hasta la vida.

—Muchas gracias,
dottore
—dijo Brunetti terminando la conversación con una brusquedad que sorprendió visiblemente a su interlocutor—. Me gustaría verlo.

—¿A Rossi?

—Sí.

—Está en el depósito —dijo Carraro con una voz tan fría como el lugar aludido—. ¿Conoce el camino?

—Sí.

Capítulo 7

Brunetti tuvo que salir al patio principal del hospital para dirigirse al
obitorio,
lo que le permitió gozar de una breve visión de cielo y árboles en flor. Pensó que le gustaría poder guardar en la retina la imagen de aquellas nubes blancas vislumbradas por entre las flores rosa. Entró en el estrecho pasillo del depósito un tanto inquieto al darse cuenta de lo bien que conocía el camino hacia la muerte.

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