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Authors: Javier Cercas

Anatomía de un instante (2 page)

BOOK: Anatomía de un instante
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Puse manos a la obra de inmediato. No sé si hace falta aclarar que el propósito de mi novela no era vindicar la figura de Suárez, ni denigrarla, ni siquiera evaluarla, sino sólo explorar el significado de un gesto. Mentiría sin embargo si dijera que Suárez me inspiraba por entonces demasiada simpatía: mientras estuvo en el poder yo era un adolescente y nunca lo consideré más que un escalador del franquismo que había prosperado partiéndose el espinazo a fuerza de reverencias, un político oportunista, reaccionario, beatón, superficial y marrullero que encarnaba lo que yo más detestaba en mi país y a quien mucho me temo que identificaba con mi padre, suarista pertinaz; con el tiempo mi opinión sobre mi padre había mejorado, pero no mi opinión sobre Suárez, o no en exceso: ahora, un cuarto de siglo después, apenas lo tenía por un político de onda corta cuyo mérito principal consistía en haber estado en el lugar en el que había que estar y en el momento en el que había que estarlo, cosa que le había concedido el protagonismo fortuito de un cambio, el de la dictadura a la democracia, que el país iba a realizar con él o sin él, y esta reticencia es el motivo de que yo contemplara con más sarcasmo que asombro los festejos de su canonización en vida como gran estadista de la democracia —unos festejos en los que por lo demás siempre creía reconocer el perfume de una hipocresía superior a la habitual en estos casos, como si nadie se los creyese en absoluto o como si, más que festejar a Suárez, los festejadores se estuvieran festejando a sí mismos—. Pero, en vez de empobrecerlo, el escaso aprecio que sentía por él enriquecía de complejidades al personaje y su gesto, sobre todo a medida que indagaba en su biografía y me documentaba acerca del golpe. Lo primero que hice para ello fue intentar conseguir en Televisión Española una copia de la grabación completa de la entrada del teniente coronel Tejero en el Congreso. El trámite resultó más engorroso de lo esperado, pero mereció la pena; la grabación —realizada en su mayor parte por dos cámaras que tras el asalto al Congreso siguieron en funcionamiento hasta que se desconectaron de forma casual— es deslumbrante: las imágenes que vemos cada aniversario del 23 de febrero duran cinco, diez, quince segundos a lo sumo; las imágenes completas duran cien veces más: treinta y cuatro minutos y veinticuatro segundos. Cuando se emitieron por televisión, al mediodía del 24 de febrero, el filósofo Julián Marías opinó que merecían el premio a la mejor película del año; casi tres décadas después yo sentí que era un elogio escaso: son imágenes densísimas, de una potencia visual extraordinaria, rebosantes de historia y electrificadas por la verdad, que contemplé muchas veces sin deshacer su sortilegio. Mientras tanto, durante aquella temporada inicial leí varias biografías de Suárez, varios libros sobre los años en que ocupó el poder y sobre el golpe de estado, hojeé algún periódico de la época, entrevisté a algún político, a algún militar, a algún periodista. Una de las primeras personas con las que hablé fue Javier Pradera, un antiguo editor comunista transformado en eminencia gris de la cultura española y también una de las pocas personas que el 23 de febrero, cuando escribía los editoriales de
El País
y el periódico sacó una edición especial con un texto limpiamente antigolpista redactado por él, había demostrado estar dispuesta a jugarse el tipo por la democracia. Le conté a Pradera mi proyecto (le engañé: le dije que planeaba escribir una novela sobre el 23 de febrero; o quizá no le engañé: quizá desde el principio yo quise imaginar que el gesto de Adolfo Suárez contenía como en cifra el 23 de febrero). Pradera se mostró entusiasmado; como no es hombre proclive a entusiasmos, me puse en guardia: le pregunté por qué tanto entusiasmo. «Muy sencillo-contestó—. Porque el golpe de estado es una novela. Una novela policíaca. El argumento es el siguiente: Cortina monta el golpe y Cortina lo desmonta. Por lealtad al Rey,» Cortina es el comandante José Luis Cortina; el comandante José Luis Cortina era el 23 de febrero el jefe de la unidad de operaciones especiales del CESID, el servicio de inteligencia español: pertenecía a la misma promoción militar que el Rey, se le atribuía una estrecha relación con el monarca y tras el 23 de febrero había sido acusado de participar en el golpe, o más bien de desencadenarlo, y había sido encarcelado, interrogado y absuelto por el consejo de guerra que juzgó el caso, pero nunca acabaron de disiparse las sospechas que pendían sobre él. «Cortina monta el golpe y Cortina lo desmonta»: Pradera se rió, burlón; yo también me reí: antes que el argumento de una novela policíaca me pareció el argumento de una sofisticada versión de Los tres mosqueteros, con el comandante Cortina en un papel que mezclaba a D'Artagnan y al señor de Tréville.

La idea me gustó. Casualmente, poco después de hablar con Pradera leí un libro que calzaba como un guante con la ficción que el viejo editorialista de
El País
tenía en la cabeza, sólo que el libro no era una ficción: era un trabajo de investigación periodística. Su autor es el periodista Jesús Palacios; su tesis es que, contra lo que parece a simple vista, el golpe del 23 de febrero no fue una chapuza improvisada por una conjunción imperfecta de militares rocosamente franquistas y militares monárquicos con ambiciones políticas, sino «un golpe de autor», una operación diseñada hasta el último detalle por el CESID —por el comandante Cortina pero también por el teniente coronel Calderón, superior inmediato de aquél y por entonces hombre fuerte de los servicios de inteligencia—, cuya finalidad no consistía en destruir la democracia sino en recortarla o cambiar su rumbo, apartando a Adolfo Suárez de la presidencia y colocando en su lugar a un militar al frente de un gobierno de salvación integrado por representantes de todos los partidos políticos; según Palacios, con ese objetivo Calderón y Cortina no sólo habían contado con la anuencia implícita o el impulso del Rey, ansioso por remontar la crisis a que habían conducido al país las crisis crónicas de los gobiernos de Suárez: Calderón y Cortina habían seleccionado al líder de la operación —el general Armada, antiguo secretario del Rey—, habían animado a sus brazos ejecutores —el general Milans del Bosch y el teniente coronel Tejero— y habían tejido una milimétrica telaraña conspirativa de militares, políticos, empresarios, periodistas y diplomáticos que había reunido ambiciones dispersas y contrapuestas en la causa común del golpe. Era una hipótesis irresistible: de repente el caos del 23 de febrero cuadraba; de repente todo era coherente, simétrico, geométrico, igual que en las novelas. Claro que el libro de Palacios no era una novela, y que un cierto conocimiento de los hechos —por no mencionar la opinión de los estudiosos más aplicados— dejaba entrever que Palacios se había tomado ciertas licencias con la realidad a fin de que ésta no desmintiese su hipótesis; pero yo no era un historiador, ni siquiera un periodista, sino sólo un escritor de ficciones, así que estaba autorizado por la realidad a tomarme con ella cuantas licencias fuesen necesarias, porque la novela es un género que no responde ante la realidad, sino sólo ante sí mismo. Feliz, pensé que Pradera y Palacios me estaban ofreciendo una versión mejorada de Los tres mosqueteros: la historia de un agente secreto que urde con el fin de salvar la monarquía una gigantesca conspiración destinada a derrocar por medio de un golpe de estado al presidente del Rey, precisamente el único político (o casi el único) que llegado el momento se niega a acatar la voluntad de los golpistas y permanece en su escaño mientras zumban a su alrededor las balas en el hemiciclo del Congreso.

En el otoño de 2006, cuando consideré que sabía lo suficiente del golpe para desarrollar ese argumento, empecé a escribir la novela; por razones que no vienen al caso, en invierno la abandoné, pero hacia el final de la primavera de 2007 volví a retomarla, y menos de un año más tarde tenía terminado un borrador: era, o quería ser, el borrador de una rara versión experimental de Los tres mosqueteros, narrada y protagonizada por el comandante Cortina y cuya acción, en vez de girar en torno a los herretes de diamantes entregados por la reina Ana de Austria al duque de Buckingham, giraba en torno a la imagen solitaria de Adolfo Suárez sentado en el hemiciclo del Congreso en la tarde del 23 de febrero. El texto abarcaba cuatrocientas páginas; lo escribí con una fluidez inusitada, casi triunfal, espantando las dudas con el razonamiento de que el libro se hallaba en un estado embrionario y de que sólo a medida que me compenetrase con su mecanismo la incertidumbre terminaría despejándose. No fue así, y tan pronto como hube terminado el primer borrador la sensación de triunfo se evaporó, y las dudas, en vez de despejarse, se multiplicaron. Para empezar, después de haberme pasado meses manoseando en la imaginación las entretelas del golpe yo ya había creído comprender con plenitud lo que antes sólo intuía con temor o con desgana, y es que la hipótesis de Palacios —que constituía el cimiento histórico de mi novela— era en lo fundamental falsa; el problema no es que el libro de Palacios estuviera equivocado en bloque o fuera malo: el problema es que el libro era tan bueno que quien no estuviese familiarizado con lo ocurrido el 23 de febrero podía terminar pensando que por una vez la historia había sido coherente, simétrica y geométrica, y no desordenada, azarosa e imprevisible, que es como es en realidad; en otras palabras: la hipótesis en que se asentaba mi novela era una ficción que, como cualquier buena ficción, había sido construida a base de datos, fechas, nombres, análisis y conjeturas exactos seleccionados y dispuestos con astucias de novelista hasta conseguir que todo conectase con todo y la realidad adquiriera un sentido homogéneo. Ahora bien, si el libro de Palacios no era propiamente un trabajo de investigación periodística, sino más bien una novela superpuesta a un trabajo de investigación periodística, ¿no era redundante escribir una novela basada en otra novela? Si una novela debe iluminar la realidad mediante la ficción, imponiendo geometría y simetría allí donde sólo hay desorden y azar, ¿no debía partir de la realidad, y no de la ficción? ¿No era superfluo añadir geometría a la geometría y simetría a la simetría? Si una novela debe derrotar a la realidad, reinventándola para sustituirla por una ficción tan persuasiva como ella, ¿no era indispensable conocer previamente la realidad para derrotarla? ¿No era la obligación de una novela sobre el 23 de febrero renunciar a ciertos privilegios del género y tratar de responder ante la realidad además de ante sí misma?

Eran preguntas retóricas: en la primavera de 2008 decidí que la única forma de levantar una ficción sobre el golpe del 23 de febrero consistía en conocer con el mayor escrúpulo posible cuál era la realidad del golpe del 23 de febrero. Sólo entonces me zambullí hasta el fondo en el amasijo de construcciones teóricas, hipótesis, incertidumbres, novelerías, falsedades y recuerdos inventados que envuelven aquella jornada. Durante varios meses a tiempo completo, mientras viajaba con frecuencia a Madrid y una y otra vez volvía sobre la grabación del asalto al Congreso —como si esas imágenes escondieran en su transparencia la clave secreta del golpe—, leí todos los libros que encontré sobre el 23 de febrero y sobre los años que lo precedieron, consulté periódicos y revistas de la época, buceé en el sumario del juicio, entrevisté a testigos y protagonistas. Hablé con políticos, con militares, con guardias civiles, con espías, con periodistas, con personas que habían vivido en primera fila de la política los años del cambio del franquismo a la democracia y habían conocido a Adolfo Suárez y al general Gutiérrez Mellado y a Santiago Carrillo, y con personas que habían vivido el 23 de febrero en los lugares donde se decidió el resultado del golpe: en el palacio de la Zarzuela, junto al Rey, en el Congreso de los Diputados, en el Cuartel General del ejército, en la División Acorazada Brunete, en la sede central del CESID y en la sede central de la AOME, la unidad secreta del CESID mandada por el comandante Cortina. Fueron unos meses obsesivos, felices, pero conforme avanzaba en mis pesquisas y cambiaba mi visión del golpe de estado no sólo empecé a comprender muy pronto que estaba adentrándome en un laberinto espejeante de memorias casi siempre irreconciliables, un lugar sin apenas certezas ni documentos por donde los historiadores precavidamente apenas habían transitado, sino sobre todo que la realidad del 23 de febrero era de tal magnitud que por el momento resultaba imbatible, o al menos lo resultaba para mí, y que por tanto era inútil que yo me propusiera la hazaña de derrotarla con una novela; más tiempo tardé en comprender algo todavía más importante: comprendí que los hechos del 23 de febrero poseían por sí mismos toda la fuerza dramática y el potencial simbólico que exigimos de la literatura y comprendí que, aunque yo fuera un escritor de ficciones, por una vez la realidad me importaba más que la ficción o me importaba demasiado como para querer reinventarla sustituyéndola por una realidad alternativa, porque nada de lo que yo pudiera imaginar sobre el 23 de febrero me atañía y me exaltaba tanto y podría resultar más complejo y persuasivo que la pura realidad del 23 de febrero.

3

Así es como decidí escribir este libro. Un libro que es antes que nada —más vale que lo reconozca desde el principio— el humilde testimonio de un fracaso: incapaz de inventar lo que sé sobre el 23 de febrero, iluminando con una ficción su realidad, me he resignado a contarlo. El propósito de las páginas que siguen consiste en dotar de una cierta dignidad a ese fracaso. Esto significa de entrada intentar no arrebatarles a los hechos la fuerza dramática y el potencial simbólico que por sí mismos poseen, ni siquiera su inesperada coherencia y simetría y geometría ocasionales; significa asimismo intentar volverlos un poco inteligibles, contándolos sin ocultar su naturaleza caótica ni borrar las huellas de una neurosis o una paranoia o una novela colectiva, pero con la máxima nitidez, con toda la inocencia de que sea capaz, como si nadie los hubiese contado antes o como si nadie los recordase ya, en cierto sentido como si fuera verdad que para casi todo el mundo Adolfo Suárez y el general Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo y el teniente coronel Tejero fueran ya personajes ficticios o por lo menos contaminados de irrealidad y el golpe del 23 de febrero un recuerdo inventado, en el mejor de los casos como los contaría un cronista de la antigüedad o un cronista de un futuro remoto; y esto significa por último tratar de contar el golpe del 23 de febrero como si fuera una historia minúscula y a la vez como si esa historia minúscula fuera una de las historias decisivas de los últimos setenta años de historia española.

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