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Authors: Javier Cercas

Anatomía de un instante (6 page)

BOOK: Anatomía de un instante
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Que en el otoño y el invierno de 1980 Fraga conspirase contra Suárez (o que Suárez sintiese que Fraga conspiraba contra él) era un hecho casi ineludible, que obedecía a una lógica no sólo política: al fin y al cabo, casi nadie tenía razones más poderosas que Fraga para considerar a Suárez un usurpador. Fraga había sido el niño prodigio de la dictadura, durante años se había sentado en los consejos de ministros de Franco. y a principios de los setenta, bañado en una pátina liberal, parecía el hombre elegido por la historia para conducir el posfranquismo, entendiendo por tal cosa un franquismo reformado que ensanchara los límites del franquismo sin romperlo, que era lo que entendía Fraga. Nunca nadie le negó capacidad intelectual para realizar esa labor. La anécdota es celebérrima: tratando de halagar al líder de Alianza Popular y de humillar a Suárez, durante el debate de la moción de censura que presentó contra éste en mayo de 1980 Felipe González declaró desde la tribuna de oradores del Congreso que a Fraga le cabía el estado en la cabeza; si la metáfora es válida, entonces también es incompleta: si es verdad que a Fraga le cabía el estado en la cabeza, entonces también lo es que no le cabía en ella absolutamente nada más. En este sentido, como en casi todos, Fraga era la antítesis de Suárez: estudiante de matrículas, opositor compulsivo, escritor oceánico, durante los años del cambio de régimen Fraga era un político que daba la impresión de saberlo todo y de no entender nada, o al menos de no entender lo que había que entender, y es que los límites del franquismo no se podían ensanchar sin romperse porque el franquismo era irreformable, o sólo era reformable si la reforma consistía precisamente en romperlo; esta dramática debilidad intelectual —añadida a su autoritarismo genético, a su falta de astucia, a la desconfianza sin motivo que desde finales de los sesenta infundió en sectores poderosos del franquismo y a su pobre sintonía personal con el monarca—explica que el presidente elegido por el Rey para dirigir el cambio de régimen no fuera el previsto Fraga sino el inesperado Suárez, y que en los años posteriores su talante intimidatorio, su tosquedad política y la inteligencia estratégica de Suárez (que en aquellos momentos daba la impresión de entenderlo todo o al menos de entender lo que había que entender, aunque no supiera nada) le achicasen el espacio hasta confinar al teórico liberal de principios de los setenta en el rincón de los reaccionarios y lo condenaran a desahogar sus ambiciones frustradas arrastrando a una cuerda de diplodocus franquistas por un pedregal sin redención. En los meses que preceden al golpe, sin embargo, las tornas han cambiado: mientras Suárez se hunde sin entender nada, Fraga parece pletórico, como si lo supiera y lo entendiera todo; aunque su poder en el Congreso sigue siendo escaso, porque la coalición trabajosamente moderada con que se ha presentado a las últimas elecciones apenas cuenta con un puñado de parlamentarios, su imagen pública ya no es la de un nostálgico incurable del franquismo: lo añoran en la Casa Real, donde durante años tuvo un aliado fiel en el general Alfonso Armada; sus relaciones con el ejército y la Iglesia son inmejorables; lo halagan los mismos empresarios y financieros que antes lo arrinconaron y lo persiguen figuras prominentes del partido de Suárez, que ya lo han elegido como su líder verdadero y planean con él el mejor modo de derribar al gobierno y colocar en su sitio un gobierno de coalición o de concentración o de gestión o de unidad, cualquier cosa menos permitir que Suárez permanezca en el poder y termine de arruinar el país. Cualquier cosa incluye un gobierno de coalición o de concentración o de gestión o de unidad presidido por un militar; si ese militar es su amigo Alfonso Armada, mejor. Como tanta gente en aquellos días, tal vez más que nadie en aquellos días, Fraga, que es consciente de ser el punto de referencia político de muchos militares con querencias golpistas, sopesa esa posibilidad: sus diarios de la época abundan en anotaciones sobre cenas con políticos y militares donde se plantea; muchos miembros descollantes de Alianza Popular, como Juan de Arespacochaga, ex alcalde de Madrid, la aprueban sin rodeos; según Arespacochaga, muchos miembros de la ejecutiva del partido también. Mientras se reúne día sí y día no con dirigentes del partido de Suárez, incluido su portavoz parlamentario, Fraga duda, pero no duda de que hay que terminar como sea con el subalterno que cuatro años atrás, por un error o una frivolidad del Rey, le apartó de su destino de presidente: antes del verano ha inquietado al país con la advertencia de que, «si no se toman medidas, el golpe será inevitable»; el 19 de febrero, cuatro días antes del golpe, advierte en el Congreso: «Si se quiere dar el golpe de timón, el cambio de rumbo que todos sabemos necesario, se nos encontrará dispuestos a colaborar. Y si no, no […] Hay que meter el barco en el varadero y revisar a fondo el casco y las máquinas». Suárez ha hecho malla transición política, y ha llegado el momento de recortarla o rectificarla: ése fue exactamente el objetivo del 23 de febrero. Golpe de timón, golpe de bisturí, cambio de rumbo: ésa fue exactamente la terminología de la placenta del golpe. Por lo demás, durante la tarde y la noche del 23 de febrero los empresarios y financieros permanecieron en silencio, sin rechazar ni aprobar el golpe, como casi todo el mundo, y sólo hacia las dos de la madrugada, cuando ya parecía seguro el fracaso de la intentona militar después de que el Rey se pronunciase en televisión contra ella, apremiado por el jefe del gobierno provisional el presidente de la CEOE se resolvió por fin a rechazar públicamente el secuestro del Congreso y a proclamar su respeto por la Constitución. Los partidos políticos, y entre ellos Alianza Popular, no lo hicieron hasta las siete de la mañana.

CAPÍTULO 5

¿Conspira también la Iglesia contra Suárez? ¿Siente Suárez que la Iglesia conspira también contra él? Igual que en los últimos tiempos se ha enemistado con los periodistas y los financieros y los empresarios y con toda o casi toda la clase política del país, poco antes del golpe Suárez se enemista con la Iglesia; ésta, por su parte, lo abandona a su suerte, si es que no hace cuanto puede por derribarlo. Para Suárez, un hombre religioso, cristiano de misa semanal y educado en los seminarios y asociaciones de Acción Católica, muy consciente del enorme poder que la Iglesia todavía atesora en España y de que el suyo es uno de los pocos sustentos que le quedan en la desbandada sin retorno de esos meses finales, el revés es durísimo. La Iglesia —o al menos la cúpula de la Iglesia o parte importante de la cúpula de la Iglesia— había favorecido en vísperas de la muerte de Franco el cambio de la dictadura a la democracia y, a partir de la llegada de Suárez al poder, el cardenal Tarancón, presidente de la Conferencia Episcopal Española desde 1971, estableció con él una complicidad que a lo largo de los años no había conseguido enturbiar el empeño de la Iglesia por mantener pese a las transformaciones políticas su sempiterno estatuto de privilegio. En el otoño de 1980, sin embargo, la relación entre Suárez y Tarancón se rompe; lo que provoca la ruptura es la ley del divorcio, una revolución inaceptable para gran parte de la Iglesia y de la derecha española. Por aquellas fechas la ley lleva ya casi dos años tramitándose, siempre controlada por ministros democristianos y siempre tutelada por un pacto personal entre Suárez y Tarancón que restringe severamente su alcance; pero en septiembre de ese año, a consecuencia de una de las crisis cíclicas que sacuden el gobierno, la ley pasa a manos del líder del sector socialdemócrata del partido del presidente, quien acelera su tramitación y consigue que a mediados de diciembre la comisión de justicia del Congreso apruebe un proyecto de ley del divorcio mucho más permisivo que el acordado entre Suárez y Tarancón. La respuesta de éste es inmediata: furioso, sintiéndose traicionado, corta cualquier vínculo con Suárez, y a partir de aquel momento, descolocado por el regate del presidente —o por su debilidad, que le impide mantener sus promesas—, Tarancón queda a merced de los obispos conservadores partidarios de Manuel Fraga, quienes además ven reforzadas sus posiciones con la llegada a Madrid de un nuncio extraordinariamente conservador del extraordinariamente conservador papa Wojtila: monseñor Innocenti. Por el flanco de la Iglesia Suárez quedaba también de este modo desguarnecido; más que desguarnecido: es un hecho que tanto la nunciatura como miembros de la Conferencia Episcopal alentaron las operaciones contra Suárez organizadas por los democristianos de su partido, y es muy probable que el nuncio y algunos obispos fueran informados en los días previos al golpe de que era inminente un recorte o una rectificación de la democracia con el aval del Rey. Cuesta trabajo creer que todo esto sea ajeno al comportamiento de la Iglesia el 23 de febrero. Aquella tarde la asamblea plenaria de la Conferencia Episcopal se hallaba reunida en la Casa de Ejercicios del Pinar de Chamartín, en Madrid, con el fin de elegir al sustituto del cardenal Tarancón; al conocerse la noticia del asalto al Congreso la asamblea se disolvió sin pronunciar una sola palabra en favor de la democracia ni hacer un solo gesto de condena o de protesta por aquel atropello contra la libertad. Ni una sola palabra. Ni un solo gesto. Nada. Es cierto: como casi todo el mundo.

CAPÍTULO 6

Conspira desde luego contra Suárez (o Suárez siente que conspira contra él) el principal partido de la oposición: el PSOE. Pero, a diferencia de Fraga y su partido, de los empresarios y los financieros y hasta de los periodistas, los dirigentes del PSOE carecen de la menor experiencia de poder y apenas empiezan a adentrarse en las galerías de la gran cloaca madrileña, de forma que operan con una ingenua torpeza de novatos que los vuelve fácilmente manejables para quienes traman el golpe.

Los socialistas han sido la sorpresa de la democracia: dirigido desde 1974 por un grupo impetuoso de jóvenes de limpio pedigrí democrático (aunque de escasa o nula relevancia en la lucha antifranquista), el PSOE es a partir de entonces un partido apiñado en torno al liderazgo de Felipe González, y en 1977, tras las primeras elecciones democráticas, se convierte en el segundo partido del país y el primero de la izquierda, desplazando al partido comunista de Santiago Carrillo, que durante todo el franquismo ha sido en la práctica el único partido de la oposición clandestina. El triunfo electoral sume a los socialistas en una perplejidad eufórica, y durante los dos años siguientes desarrollan, como lo hace la derecha de Fraga y los comunistas de Carrillo, una política de acuerdos con Suárez que culmina con la aprobación de la Constitución, pero a principios de 1979, cuando están a punto de celebrarse las primeras elecciones constitucionales, entienden que su hora ha llegado: como tanta gente a derecha e izquierda, piensan que, una vez demolido el edificio del franquismo y levantado con la Constitución el edificio de la democracia, Suárez ha puesto fin a la tarea que el Rey le encomendó; no desprecian a Suárez (o no de momento, o no en público, o no del todo) por ser un botones trepador designado a toda prisa capataz y por fin erigido en arquitecto, aunque están absolutamente seguros de que sólo ellos pueden gestionar con éxito la democracia, arraigarla en el país e integrarlo en Europa; piensan que el país piensa como ellos y piensan también, nerviosos como niños devorados por el hambre ante el escaparate de una pastelería, que si no ganan esas elecciones ya no las ganarán nunca; piensan que las van a ganar. Pero no las ganan, y aquella decepción es la responsable principal de cuatro decisiones que toman en los meses siguientes: la primera consiste en atribuir su inesperada derrota a la última intervención televisada de Suárez durante la campaña electoral, en la que el presidente consiguió asustar al electorado alertando contra el radicalismo marxista de un PSOE que según sus estatutos seguía siendo un partido marxista pero que según sus hechos y sus palabras era ya un partido socialdemócrata; la segunda consiste en interpretar la intervención televisada de Suárez como una forma de juego sucio, y en asumir que no se puede jugar limpio con alguien que juega sucio; la tercera consiste en aceptar que sólo alcanzarán el gobierno si consiguen destruir política y personalmente a Suárez, haciendo "añicos la reputación del líder que los ha vencido en dos elecciones consecutivas; la cuarta es el corolario de las tres anteriores: consiste en lanzarse en picado contra Suárez.

A partir del otoño de 1979 —una vez eliminado de los estatutos del PSOE el término marxismo y reforzado el poder de Felipe González en la dirección del partido—la ofensiva, cada vez mejor avalada por la incapacidad de Suárez para frenar el deterioro del país, es despiadada: los socialistas pintan a diario un cuadro apocalíptico de la gestión del presidente, desentierran y le arrojan a la cara su pasado de botones falangista y de escalador del Movimiento, le acusan de estar arruinando el proyecto democrático, de estar dispuesto a vender España por seguir en la Moncloa, de analfabeto, de tahúr, de golpista en potencia. Mientras tanto, optan por dar un golpe de efecto, y a mediados de mayo de 1980 presentan en el Congreso una moción de censura contra Suárez. La maniobra, destinada en teoría a convertir a Felipe González en presidente, es un fracaso aritmético porque el líder socialista no obtiene votos suficientes para arrebatarle a Suárez su cargo, pero sobre todo es un éxito propagandístico: durante el debate las cámaras de televisión muestran a un González joven, persuasivo y presidencial frente a un Suárez envejecido y derrotado, incapaz siquiera de defenderse de los ataques de su adversario. Este triunfo, sin embargo, marca un límite: con la moción de censura los socialistas han agotado los mecanismos parlamentarios de asalto a la presidencia; y es entonces cuando, aguijoneados por la desesperación y el temor y la inmadurez y la codicia de poder, empiezan a explorar los límites de la democracia recién estrenada forzando al máximo sus reglas sin haberlas dominado todavía; y es entonces cuando se convierten en instrumentos útiles para los golpistas.

Desde antes del verano también aquellos recién llegados a los salones, tertulias y restaurantes del pequeño Madrid del poder han hablado y oído hablar de golpes de estado, de gobiernos de concentración, de gobiernos de gestión, de gobiernos de salvación, de operaciones De Gaulle; su actitud ante ello es ambigua: por un lado los rumores los inquietan; por otro lado no desean quedar al margen de la sustitución de Suárez, porque están impacientes por demostrar que, además de saber ejercer de oposición, saben ejercer de gobierno, y empiezan ellos también a considerarla hipótesis de formar un gobierno de coalición o concentración o unidad presidido por un militar, propuesta para la que en la última semana de agosto buscan apoyo entrevistándose con Jordi Pujol, presidente del gobierno autonómico catalán. Sin duda con esa idea en la cabeza, en el otoño los socialistas hacen averiguaciones sobre el estado de ánimo del ejército y sobre los murmullos de golpe militar, y a mediados de octubre, tras una reunión interna en la que Felipe González se pregunta si no están ya encendidas todas las luces de alerta de la democracia y en la que se discute la eventualidad de que el partido entre en un gobierno de coalición, varios dirigentes del PSOE se reúnen con el general Sabino Fernández Campo, secretario del Rey, y con el general Alfonso Armada, su predecesor en el cargo, que suena con insistencia desde hace meses como posible presidente de un gobierno de unidad. Felipe González participa en la entrevista con Fernández Campo; en la entrevista con Alfonso Armada no: lo hace Enrique Múgica, número tres del partido y hasta hace poco tiempo presidente de la comisión de Defensa del Congreso. A la luz del 23 de febrero la conversación entre Múgica y Armada cobra un sentido importante, y más de una vez sus protagonistas la han contado en público. La entrevista, que dura casi cuatro horas, se celebra el 22 de octubre durante un almuerzo en casa del alcalde de Lérida, provincia donde el general ejerce de gobernador militar desde principios de año, y a ella, además del anfitrión, asiste también Joan Raventós, líder de los socialistas catalanes. Múgica y Armada parecen congeniar personalmente; políticamente también, al menos en el punto decisivo: ambos convienen en que la situación del país es catastrófica, lo que según Armada preocupa muchísimo al Rey y está poniendo en peligro la Corona; ambos convienen en que el único responsable de la catástrofe es Suárez y en que la salida de Suárez del poder es la única solución posible al desaguisado, aunque según Armada la solución no sería completa si acto seguido no se formara un gobierno de concentración o unidad con participación de los principales partidos políticos y presidido por un independiente, a ser posible un militar. Múgica no dice que no a esta última sugerencia; entonces interviene Raventós y le pregunta a Armada si él estaría dispuesto a ser el militar que encabece el gobierno; a esa sugerencia Armada tampoco dice que no. El almuerzo concluye sin promesas ni compromisos, pero Múgica redacta un informe sobre la entrevista para el Comité Ejecutivo del partido, en las semanas que siguen diversos miembros de ese organismo tantean a dirigentes de partidos minoritarios sobre la posibilidad de formar un gobierno de coalición presidido por un militar y durante el otoño y el invierno se extienden por Madrid rumores diversos —el PSOE planea una nueva moción de censura apoyada por un sector del partido de Suárez, el PSOE planea entrar en un gobierno de gestión o de concentración con el partido de Fraga y un sector del partido de Suárez— unidos por el común denominador de un general con el que los socialistas pretenden desalojar a Suárez de la Moncloa.

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