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Authors: Javier Cercas

Anatomía de un instante (4 page)

BOOK: Anatomía de un instante
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Ése es quizá otro gesto que contiene su gesto: por así decir, un gesto póstumo. Porque es un hecho que al menos para sus principales cabecillas el golpe del 23 de febrero no fue exactamente un golpe contra la democracia: fue un golpe contra Adolfo Suárez; o si se prefiere: fue un golpe contra la democracia que para ellos encarnaba Adolfo Suárez. Esto sólo lo comprendió Suárez horas o días más tarde, pero en aquellos primeros segundos no podía ignorar que durante casi un lustro de democracia ningún político había atraído como él el odio de los golpistas y que, si iba a correr sangre aquella tarde en el Congreso, la primera en correr sería la suya. Quizá esa sea una explicación de su gesto: en cuanto oyó el primer disparo, Suárez supo que no podía protegerse de la muerte, supo que ya estaba muerto. Reconozco que es una explicación embarazosa, que combina con mal gusto el énfasis con el melodrama; pero eso no la convierte en falsa, sobre todo porque en el fondo el gesto de Suárez no deja de ser un gesto de énfasis melodramático característico de un hombre cuyo temperamento propendía por igual a la comedia, a la tragedia y al melodrama. Suárez, eso sí, hubiera rechazado la explicación. De hecho, siempre que alguien le preguntaba el porqué de su gesto se acogía a la misma respuesta: Porque yo todavía era el presidente del gobierno y el presidente del gobierno no se podía tirar. La respuesta, creo que sincera, es previsible, y delata un rasgo importantísimo de Suárez: su devoción sacramental por el poder, la desorbitada dignidad que confería al cargo que ostentaba; es también una respuesta sin jactancia: presupone que, de no haber sido todavía presidente, él hubiera obrado con el mismo instinto de prudencia que sus demás compañeros, protegiéndose de los disparos bajo su escaño; pero es, además o sobre todo, una respuesta insuficiente: olvida que todos los demás parlamentarios representaban casi con el mismo derecho que él la soberanía popular —por no hablar de Leopoldo Calvo Sotelo, que iba a ser investido presidente aquella misma tarde, o de Felipe González, que lo sería al cabo de año y medio, o de Manuel Fraga, que aspiraba a serlo, o de Landelino Lavilla, que era el presidente del Congreso, o de Rodríguez Sahagún, que era el ministro de Defensa y el responsable del ejército—. Sea como sea, hay una cosa indudable: el gesto de Suárez no es el gesto poderoso de un hombre que enfrenta la adversidad con la plenitud de sus fuerzas, sino el gesto de un hombre políticamente acabado y personalmente roto, que desde hace meses siente que la clase política en pleno conspira contra él y que quizá ahora siente también que la entrada intempestiva de los guardias civiles rebeldes en el hemiciclo del Congreso es el resultado de aquella confabulación universal.

CAPÍTULO 2

El primer sentimiento es bastante acertado; el segundo no tanto. Es verdad que durante el otoño y el invierno de 1980 la clase dirigente española se ha entregado a una serie de extrañas maniobras políticas con el objetivo de derribar del gobierno a Adolfo Suárez, pero sólo es verdad en parte que el asalto al Congreso y el golpe militar sean el resultado de esa confabulación universal. En el golpe del 23 de febrero se engarzan dos cosas distintas: una es una serie de operaciones políticas contra Adolfo Suárez, pero no contra la democracia, o no en principio; otra es una operación militar contra Adolfo Suárez y también contra la democracia. Ambas cosas no son del todo independientes; pero tampoco son del todo solidarias: las operaciones políticas fueron el contexto que propició la operación militar; fueron la placenta del golpe, no el golpe: el matiz es capital para entender el golpe. Por eso no hay que hacer demasiado caso de los políticos de la época que afirman que sabían con antelación lo que iba a ocurrir aquella tarde en el Congreso, o que mucha gente en el hemiciclo lo sabía, o incluso que todo el hemiciclo lo sabía; casi con certeza, son recuerdos ficticios, vanidosos o interesados: la verdad es que, como las operaciones políticas y la operación militar apenas se comunicaban, nadie o casi nadie lo sabía en el hemiciclo, y muy poca gente lo sabía fuera de él.

Lo que sí sabía todo el mundo es que aquel invierno el país entero respiraba una atmósfera de golpe de estado. El 20 de febrero, tres días antes del golpe, Ricardo Paseyro, corresponsal de
París Match
en Madrid, escribía: «La situación económica de España roza la catástrofe, el terrorismo aumenta, el escepticismo respecto a las instituciones y sus representantes hiere profundamente el alma del país, el Estado se desmorona bajo el asalto del feudalismo y de los excesos autonómicos, y la política exterior española es un fiasco»; concluía: «En el aire se huele el golpe de estado, el pronunciamiento». Todo el mundo sabía que podía ocurrir, pero nadie o casi nadie sabía el cuándo, el cómo y el dónde; en cuanto al quién, no eran precisamente candidatos a dar un golpe de estado lo que faltaba en el ejército, aunque es seguro que apenas irrumpió el teniente coronel Tejero en el hemiciclo todos o casi todos los diputados debieron de reconocerle de inmediato, porque su cara había ocupado las páginas de los periódicos desde que, a mediados de noviembre de 1978,
Diario 16
dio la noticia de que había sido detenido por planear un golpe consistente en secuestrar al gobierno reunido en consejo de ministros en el palacio de la Moncloa y aprovechar el vacío de poder para tomar el control del estado; tras su detención, Tejero fue sometido a juicio, pero la condena que le impuso el tribunal militar acabó siendo irrisoria y pocos meses más tarde ya estaba otra vez en libertad y en situación de disponible forzoso, es decir sin una ocupación profesional concreta, es decir sin otra ocupación que organizar los preparativos de su segunda intentona con la máxima reserva y contando con el mínimo número de personas, lo que debía impedir la filtración que dio al traste con la primera. Así, en el más absoluto secreto, contando con un número reducidísimo de militares conjurados y con un altísimo grado de improvisación, se urdió el golpe, y así se explica en gran parte que, de todas las amenazas golpistas que se cernían sobre la democracia española desde el verano anterior, ésta fuera la que acabase finalmente materializándose.

Las amenazas contra la democracia española, sin embargo, no habían empezado el verano anterior. Mucho tiempo después de que Suárez abandonara el poder un periodista le preguntó en qué momento había empezado a sospechar que podía producirse un golpe de estado. «En el momento en que tuve uso de razón presidencial», contestó Suárez. No mentía. Menos que un accidente de la historia, en España el golpe de estado es un rito vernáculo: todos los experimentos democráticos han terminado en España con golpes de estado, y en los últimos dos siglos se han producido más de cincuenta; el último había tenido lugar en 1936, cinco años después de instaurada la República; en 1981 se cumplían también cinco años desde el arranque del proceso democrático y, combinado con el mal momento que atravesaba el país, ese azar se convirtió en una superstición numérica y esa superstición numérica aguijoneó entre la clase dirigente la psicosis de golpe de estado. Pero no era sólo una psicosis, ni sólo una superstición. En realidad, Suárez tuvo todavía más motivos que cualquier otro presidente democrático español para temer un golpe de estado desde el mismo momento en que demostró con los hechos que su propósito no era, como pudo parecer al principio de su mandato, cambiar algo para que todo siguiese igual, prolongando el fondo del franquismo bajo una forma maquillada, sino restaurar un régimen político similar en lo esencial a aquel contra el que cuarenta años atrás Franco había levantado en armas al ejército: no se trataba sólo de que cuando Suárez llegó al poder el ejército fuera casi uniformemente franquista; se trataba de que era, por mandato explícito de Franco, el guardián del franquismo. La frase más famosa de la transición desde la dictadura a la democracia («Todo está atado y bien atado») no la pronunció ninguno de los protagonistas de la transición; la pronunció Franco, lo que tal vez sugiere que Franco fue el verdadero protagonista de la transición, o por lo menos uno de los protagonistas. Todo el mundo recuerda esa frase pronunciada el 30 de diciembre de 1969 en el discurso de fin de año, y todo el mundo la interpreta como lo que es: una garantía extendida por el dictador a sus fieles de que después de su muerte todo continuaría exactamente igual que antes de su muerte o de que, como dijo el intelectual falangista Jesús Fueyo, «después de Franco, las Instituciones»; no todo el mundo recuerda, en cambio, que siete años antes Franco pronunció en un discurso ante una asamblea de ex combatientes de la guerra civil reunidos en el cerro de Garabitas una frase casi idéntica (todo está atado y garantizado»), y que en aquella ocasión añadió: «Bajo la guardia fiel e insuperable de nuestro ejército». Era una orden: tras su muerte, la misión del ejército consistía en preservar el franquismo. Pero poco antes de morir Franco dio a los militares en su testamento una orden distinta, y es que obedecieran al Rey con la misma lealtad con que lo habían obedecido a él. Por supuesto, ni Franco ni los militares imaginaban que ambas órdenes podían llegar a ser contradictorias y, cuando las reformas políticas internaron al país en la democracia demostrando que sí lo eran, porque el Rey desertaba del franquismo, la mayoría de los militares vaciló: debían elegir entre obedecer la primera orden de Franco, impidiendo la democracia por la fuerza, y obedecer la segunda, aceptando que era contradictoria con la primera y la anulaba, y aceptando por consiguiente la democracia. Esa vacilación es una de las claves del 23 de febrero; también explica que casi desde el mismo momento en que llegó a la presidencia enjulio de 1976 Suárez viviera rodeado de rumores de golpe de estado. A principios de 1981 los rumores no eran más tenaces que en enero o en abril de 1977, pero nunca como entonces la situación política había sido tan favorable para un golpe.

Desde el verano de 1980 la crisis del país es cada vez más profunda. Muchos comparten el diagnóstico del corresponsal de París Match: la salud de la economía es mala, la descentralización del estado está desarbolando el estado y exasperando a los militares, Suárez se muestra incapaz de gobernar mientras su partido se disgrega y la oposición trabaja a conciencia para terminar de hundirlo, el encanto inaugural de la democracia parece haberse desvanecido en pocos años y en la calle se palpa una mezcla de inseguridad, pesimismo y miedo; además, está el terrorismo, sobre todo el terrorismo de ETA, que alcanza dimensiones desconocidas hasta entonces mientras se ceba con la guardia civil y el ejército. El panorama es alarmante, y empieza a hablarse de arbitrar soluciones de emergencia: no sólo lo hacen los eternos partidarios del golpe militar —franquistas irredentos y despojados de sus privilegios que incendian con soflamas patrióticas diarias los cuarteles—, sino también gente de antigua militancia democrática, como Josep Tarradellas, un viejo político republicano y ex presidente del gobierno autonómico catalán que desde el verano de 1979 venía pidiendo un golpe de timón capaz de cambiar el rumbo extraviado de la democracia y que enjulio de 1980 exigía «un golpe de bisturí para enderezar el país». Golpe de timón, golpe de bisturí, cambio de rumbo: ésa es la temible terminología que impregna desde el verano de 1980 las conversaciones en los pasillos del Congreso, las cenas, comidas y tertulias políticas y los artículos de prensa en el pequeño Madrid del poder. Tales expresiones son simples eufemismos, o más bien conceptos vacíos, que cada cual rellena según su interés, y que, además de las resonancias golpistas que evocan, sólo tienen un punto en común: tanto para los franquistas como para los demócratas, tanto para los ultraderechistas de BIas Piñar o Girón de Velasco como para los socialistas de Felipe González y para muchos comunistas de Santiago Carrillo y muchos centristas del propio Suárez, el único responsable de aquella crisis es Adolfo Suárez, y la primera condición para terminar con la crisis es sacarlo del gobierno. Es una pretensión legítima, en el fondo sensata, porque desde mucho antes del verano Suárez es un político inoperante; pero la política es también una cuestión de forma —sobre todo la política de una democracia con muchos enemigos dentro del ejército y fuera de él, una democracia recién estrenada cuyas reglas están en rodaje y nadie domina del todo, y cuyas costuras son todavía extremadamente frágiles— y aquí el problema no es de fondo, sino de forma: el problema no consistía en echar a Suárez, sino en cómo se echaba a Suárez. La respuesta que debió dar a esta pregunta la clase dirigente española es la única respuesta posible en una democracia tan endeble como la de 1981: mediante unas elecciones; la respuesta que dio a esta pregunta la clase dirigente española no fue ésa y fue prácticamente uniforme: a cualquier precio. Fue una respuesta salvaje, en gran parte fruto de la soberbia, de la avaricia de poder y de la inmadurez de una clase dirigente que prefirió correr el riesgo de crear condiciones propicias a la actuación de los saboteadores de la democracia antes que seguir tolerando en el gobierno la presencia intolerable de Adolfo Suárez. No de otra forma se explica que desde el verano de 1980 políticos, empresarios, dirigentes sindicales y eclesiásticos y periodistas exageraran hasta el delirio la gravedad de la situación para poder jugar a diario con soluciones dudosamente constitucionales que hacían trastabillar al ya de por sí trastabillante gobierno del país, inventando atajos extraparlamentarios, amenazando con encasquillar el nuevo engranaje institucional y creando un maremágnum que constituía el carburante ideal del golpismo. En la gran cloaca madrileña, que es como Suárez llamaba por aquella época al pequeño Madrid del poder, esas soluciones —esos golpes de bisturí o de timón, esos cambios de rumbo— no eran un secreto para nadie, y raro era el día en que la prensa no se hacía eco de alguna de ellas, casi siempre para alentarla: un día se hablaba de un gobierno de gestión presidido por Alfonso Osorio —diputado de la derecha y vicepresidente del primer gobierno de Suárez— y al día siguiente se hablaba de un gobierno de concentración presidido por José María de Areilza —también diputado de la derecha y ministro de Asuntos Exteriores del primer gobierno del Rey—; un día se hablaba de la Operación Quirinal, destinada a convertir en presidente de un gobierno de coalición a Landelino Lavilla —presidente del Congreso y líder del sector democristiano del partido de Suárez— y al día siguiente se hablaba de la Operación De Gaulle, destinada a convertir en presidente de un gobierno de unidad a un militar de prestigio, Álvaro Lacalle Leloup o Jesús González del Yerro o Alfonso Armada, antiguo secretario del Rey y a la postre líder del 23 de febrero; apenas pasaba una semana sin que voces que discrepaban en casi todo conviniesen en pedir un gobierno fuerte, lo que era interpretado por muchos como una demanda de un gobierno presidido por un militar o con presencia de militares, un gobierno que protegiese de las turbulencias a la Corona, que corrigiese el caos de improvisaciones con que se había hecho el cambio desde la dictadura a la democracia y pusiese coto a lo que algunos llamaban sus excesos, que atajase el terrorismo, resucitara la economía, racionalizara el proceso autonómico y devolviera la calma al país. Aquello era un batiburrillo cotidiano de propuestas, habladurías y conciliábulos, y el 2 de diciembre de 1980 Joaquín Aguirre Bellver, cronista parlamentario del diario ultraderechista El Alcázar, describía así el ambiente político del Congreso: «Golpe a la Turca, Gobierno de Gestión, Gobierno de Concentración… Una carrera de caballos de Pavía […] A estas alturas el que no tiene su fórmula del golpe es un Don Nadie. Entre tanto, Suárez pasea solo por los corredores, sin que nadie le haga caso». Arrimando su ascua a la sardina del golpismo, Aguirre Bellver mezclaba a conciencia en su enumeración golpes militares —el protagonizado hacía poco en Turquía por el general Evren o el protagonizado en España poco más de un siglo atrás por el general Pavía— con operaciones políticas en teoría constitucionales. Era una mezcla tramposa, letal; de esa mezcla surgió el 23 de febrero: las operaciones políticas fueron la placenta que nutrió el golpe, suministrándole argumentos y coartadas; al discutir sin disimulo la posibilidad de ofrecer el gobierno a un militar o de pedir ayuda a los militares con el fin de escapar del embrollo, la clase dirigente entreabrió la puerta de la política a un ejército que clamaba por intervenir en la política para destruir la democracia, y el 23 de febrero el ejército irrumpió por esa puerta en tromba. En cuanto a Suárez, la descripción que Aguirre Bellver hace de él en el invierno del golpe es exactísima, y es inevitable pensar que su imagen solitaria en los pasillos del Congreso prefigura su imagen solitaria en el hemiciclo durante la tarde del 23 de febrero: es la imagen de un hombre perdido y un político amortizado que en los meses previos al golpe siente que toda la clase política, que toda la clase dirigente del país conspira contra él. No es el único que lo siente: «Todos estamos conspirando» es el título de un artículo publicado a principios de diciembre en el diario ABC por Pilar Urbano en el que se refieren las maquinaciones contra Suárez de un grupo de periodistas, empresarios, diplomáticos y políticos de partidos diversos reunidos a cenar en un salón de la capital. No es el único que lo siente: en la gran cloaca madrileña, en el pequeño Madrid del poder, muchos sienten que la realidad en pleno conspira contra Adolfo Suárez, y durante el otoño y el invierno de 1980 apenas quedará algún miembro de la clase dirigente que consciente o inconscientemente no añada su granito de arena a la gran montaña de la conspiración. O de lo que Suárez siente como una conspiración.

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